¿Cuál es la mejor manera de pensar? Camina (y 2)
Ayer paseábamos con el antropólogo y sociólogo francés David Le Breton y su libro ‘Elogio del caminar’. Hoy damos un paso más en este camino. Nos detenemos en otro interesante libro, ‘Senderos. El deseo de viajar a pie’, del escritor noruego Torbjørn Ekelund, que nos invita a detenernos, pensar, andar. Algo que es preciso aplicarnos a nosotros mismos y a nuestras sociedades ahora más que nunca. Ir más despacio para avanzar más seguros. Como decían nuestras madres aplicando el refranero: “Vísteme despacio, que tengo prisa”.
Los escritores Stevenson y Virginia Woolf. Los filósofos Thoreau, Nietzsche y Kierkegaard. El científico Charles Darwin. Los artistas Miró y herman de vrie. Son algunos de los ilustres caminantes que demuestran que andar ayuda a la creatividad y a pensar bien. Lo explica Torbjørn Ekelund en su libro Senderos. El deseo de viajar a pie, recién publicado por Volcano (traducción de Bente Teigen y Mónica Sainz), joven editorial especializada en escritura de la naturaleza:
“En mi caso, no consiste tanto en el hecho de pensar como en el de no pensar o, al menos, en no pensar en algo importante o complicado», escribe Ekelund. “Cuando camino, en general me acompañan pensamientos sencillos y prácticos, la solución de problemas elementales y, bastante a menudo, si no camino por la ciudad o por zonas muy pobladas, me gusta hablar conmigo mismo en voz alta”. “Jamás he experimentado que las cosas se compliquen más cuando camino. Todo se torna más sencillo y claro. Los pensamientos vienen y van, divagan, como se suele decir. Lo noto especialmente si voy escuchando un pódcast, algo que hago cuando camino por la ciudad o por la carretera, pero jamás cuando recorro los senderos del bosque. No importa lo interesante que pueda resultar el pódcast. Si lo escucho mientras camino, en algún momento pierdo el hilo de la historia, pues mis pensamientos toman indefectiblemente sus propios desvíos mentales. Pienso en algo que me hace pensar en otra cosa que, a su vez, me hace pensar en otra distinta (…), caminar estimula el cerebro de forma extrema. No es posible mantenerlo controlado”.
También yo creo que a menudo la resolución de los problemas se nos presenta más cerca si los despojamos de paja, de alambicadas carreteras secundarias que entorpecen llegar al meollo, sincerarnos para ir a la raíz, a la esencia de la cuestión. Para Ekelund, como para Darwin, como para Kierkegaard, caminar les ayuda a separar el grano de la paja, a despejar nebulosas secundarias. Les ayuda a discurrir. A pensar. A pensar bien.
La editorial presenta al autor así: “Ekelund, que vive en Oslo, es un filósofo con mochila, un flaneur de la naturaleza con botas de montaña. Escritor, editor y cofundador de Harvest Magazine, una revista digital que nació en 2013 para tratar la relación del ser humano con la naturaleza, el medioambiente y la vida al aire libre, las conexiones y el significado que tiene para nuestras vidas». “En Harvest”, explican los propios editores, “realizamos periodismo de investigación sobre la utilización de recursos naturales y sobre la destrucción de la naturaleza. Escribimos sobre experiencias en la naturaleza y la vida al aire libre para que más personas se sientan inspiradas a salir”. Aborda la crisis climática como la crisis del modelo de sociedad en que vivimos. De hecho, señalan: “El coronavirus tiene mucho que ver con nuestra relación con la naturaleza y pone en juego nuestra vida moderna”.
En el epílogo de Senderos, Ekelund vuelve a subrayar la importancia de caminar para tomar decisiones acertadas, equilibradas: “Los pensamientos no aparecen cuando uno está sentado en el sofá. Los pensamientos surgen cuando caminas; es como si existiese un vínculo secreto entre estas dos actividades humanas tan fundamentales, el pensar y el caminar. Entre otras cosas, por eso mismo resulta algo inquietante el hecho de que los seres humanos de hoy en día, en general, pasen tanto tiempo sentados e inmóviles”.
Basta otro ejemplo del que seguro que todos podemos dar cuenta: ¿No os pasa que cuando tenéis una conversación telefónica por el móvil delicada o especialmente complicada, sentís a menudo la necesidad de levantaros y caminar, aunque solo sea alrededor de la habitación de casa o del despacho de la oficina en que nos encontramos?
Ekelund vuelve continuamente a nuestro día a día para hacernos ver rutinas disparatadas, contraproducentes: “Nuestra sociedad moderna está organizada de tal manera que podemos vivir nuestra vida sentados. Si invertimos una hora en el gimnasio una vez por semana, sentimos que nos mantenemos activos y que cuidamos bien de nuestro cuerpo. Pero hay algo que no cuadra. Si caminas diez kilómetros al día, tardarás aproximadamente dos horas manteniendo un ritmo normal. Si lo haces todos los días, caminarás en total 70 kilómetros a la semana y estarás en movimiento 14 horas, 14 veces más que la hora en el gimnasio. Así de simple. Si conviertes en un hábito el ir caminando al trabajo, a la escuela, a la tienda, entonces ya realizas toda la actividad física que necesitas y, además, sin preocuparte de ello. De esta forma no te dedicas al ejercicio físico en su sentido moderno. Simplemente haces lo que has nacido para hacer”.
Torbjørn Ekelund se refiere repetidamente a otro extraordinario libro que en El Asombrario hemos recogido este verano en dos ocasiones: Rebecca Solnit y Una guía sobre el arte de perderse. Y, como ella, el noruego resalta la necesidad de perdernos para encontrarnos, de no tenerlo todo controlado, de desconectar del GPS. También recurre a otro nombre mítico en todo esto de la conexión con la naturaleza. Lo vemos en este párrafo:
“Perderse en un bosque es una experiencia sorprendente, memorable y valiosa’, escribe Henry David Thoreau en Walden. En Una guía sobre el arte de perderse, Rebecca Solnit cita al filósofo Walter Benjamin: “Perderse es estar completamente presente”.
El autor contempla los senderos con la mirada siempre asombrada, curiosa, de los niños: “La relación que los niños guardan con el sendero difiere a la de los adultos. Recuerdo el sendero que pasaba por detrás de la pequeña cabaña de mi infancia como algo misterioso y encantador. Era un camino que conducía a un paisaje desconocido que, sin embargo, resultaba conocido pues había transitado por él muchas veces, aunque cambiaba cada vez y de una estación a otra.
El sendero también cambiaba. En verano estaba rodeado de flores y fresas silvestres. A finales de verano las flores eran sustituidas por pajas amarillas que se inclinaban bajo el peso de las gotas de rocío y me mojaban los pantalones. En septiembre aparecían las setas, y en octubre las hojas se desprendían de los árboles y lo cubrían; hojas amarillas y rojas que se pegaban a las botas de agua y hacían que resultara resbaladizo, como una pastilla de jabón. Entonces llegaban las primeras heladas. El paisaje se congelaba y el sendero crujía con estruendo bajo nuestras botas.
En invierno se cubría de nieve. Desaparecía, y solo la persona más observadora podía percibir el trazado que seguía el arroyo y recorría el claro entre las pesadas ramas cubiertas de nieve de los árboles. Con la primavera aparecía de nuevo. Primero como un arroyo de aguas de deshielo, más tarde como una línea seca en el paisaje, cubierto por la hierba amarilla del año anterior, rodeado de anémonas silvestres azules y blancas y lirios de los valles que olían a esperanza”.
Como otro libro de éxito de este verano que también exalta la lentitud, El sonido de un caracol salvaje al comer, de Elisabeth Tova Bailey, Ekelund reivindica la lentitud del sendero frente a la carretera y la autopista como la mejor vía de conexión con nuestro entorno y con nosotros mismos: “Alcanzas una comunión contigo mismo y con todo lo que te rodea”. Leemos en otro párrafo de Ekelund: “Recorro grandes distancias, pero me gustaría caminar aún más. Me encantaría dejarlo todo atrás y echar a andar, día tras día, miles de kilómetros, por senderos por los que jamás he transitado y hacia lugares que jamás he visto (…) Al caminar alcanzas un estado que nunca antes has experimentado y, con el tiempo, te percatas de que no quieres salir de él. La relación del caminante con el sendero se torna tan intensa y emocional que al final resulta difícil imaginar que existe una vida satisfactoria en otro lugar que no sea el sendero, y en otros estados que cuando estamos caminando”.
Cuando caminas sin parar, “percibes el pulso, la circulación sanguínea y el ritmo propio del cuerpo. Alcanzas una comunión contigo mismo y con todo lo que te rodea”.
Y como muchos otros en los últimos tiempos, como el artista herman de vries, que nunca usa mayúsculas precisamente por ello, Ekelund resalta en valor de lo pequeño, lo colectivo y lo natural. Estas líneas con las que terminamos nuestra recomendación de hoy en Ventana Verde no tienen desperdicio: “Los senderos guardan cierta similitud con las leyendas, los mitos, las canciones populares, los cuentos. Han aparecido en el seno de un colectivo, no pueden atribuirse a un determinado creador. Tienen tanto cuerpo como alma, son materiales e inmateriales al mismo tiempo, son algo más que arterias de comunicación. El sendero es lo contrario a una línea recta. El sendero es real; la línea recta, en cambio, es una hipótesis, una construcción teórica. No existen las líneas rectas en el mundo natural, ni siquiera la superficie del agua es recta, como tampoco lo son los rayos del sol. El sendero es la mínima expresión de la intervención en el entorno natural. Pertenece a él como una parte natural del paisaje. El sendero siempre es pequeño, por eso es un sendero”. Gran frase para un punto final.
ECOLEC se suma a ‘El Asombrario’ #SúmateAlReciclajeResponsable
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