Cuando Madrid era hostil, pero esa hostilidad nos molaba

Edificio en el barrio de Lavapiés, Madrid. Foto: M. Cuéllar.

Volví a pasar por aquel edificio en ruinas de la calle de la Luna y me acordé de Yanina. Ahora no se puede pasar a la finca, pero en aquellos años de principios de siglo las ruinas convivían con la vida. Según uno se introducía por el enorme portón, todo estaba oscuro y olía a humedad, subía por unas grandes escaleras de madera, encontraba telarañas y escalones que crujían con desidia, como en la mansión de los Munster… Allí, en uno de aquellos pisos, vivía Yanina…

Parecía que nadie podría habitar en aquel enorme palacete abandonado en el centro de Madrid, pero según se llegaba a los pisos se abrían pasillos llenos de puertas, y detrás de esas puertas se escondían pequeños apartamentos muy coquetos amueblados de Ikea que habitaban jóvenes en alquiler con muchas ilusiones y pocas pertenencias. Allí, en uno de aquellos pisos, vivía Yanina.

Yanina, cuyo mail empezaba por la palabra sirenita, era natural de Necochea, una ciudad costera argentina de la que yo nunca había oído hablar y donde, según me contaba, se practicaba el surf. Era muy rubia, tenía los ojos azules y muy grandes, y le gustaba mucho utilizar una extraña expresión: “Esto es como Carlos Gardel con guitarra eléctrica”. Nunca entendía muy bien qué quería decir con eso. La conocí una noche borrosa en un club de techno, no sé si el Mondo o el Coppelia, y nos intercambiamos teléfonos en aquellos móviles sin internet y pixelados. Luego nos intercambiamos también algunos escuetos SMS y empezamos a vernos por terrazas y anocheceres. Ella trabajaba de camarera en la discoteca Gabana, donde los ricos y famosos le hacían proposiciones indecentes, luego pasaba los ratos conmigo, que era pobre y anónimo: bebíamos vino tinto de tres euros, Viña Albali, en su casa o en la mía, y ella me leía poemas de Alfonsina Storni, que también era argentina, porque yo era poeta.

Vivir en la década de los 2000 entonces parecía como vivir en el futuro, y ahora se va convirtiendo, de forma incomprensible, en un pasado cada vez más remoto. Eran tiempos buenos, pero en el momento no lo teníamos tan claro, porque la felicidad solo se hace patente a toro pasado. Aquel era otro Madrid, que no era barato, pero que al menos permitía que la gente que llegaba de fuera viviera en lugares céntricos sin ejercer demasiada presión sobre los vecindarios, lo que hacía que el centro de la ciudad permaneciera vivo y coleando, y no fuera un zombi plastificado como ahora, parasitado por el terco recorrer de los turistas. El centro de Madrid no era, de todos modos, un lugar amable ni mucho menos, pero entonces aquella hostilidad nos parecía que proporcionaba un leve aire romántico a nuestra existencia.

Con Yanina no sé muy bien lo que acabó pasando. Nunca entendimos muy bien hasta qué punto y para qué éramos amigos, de modo que de tanta incertidumbre dejamos de serlo. Casi nunca volví a pensar en ella, solo alguna vez, por curiosidad, la rastreé por las redes sociales, que cuando fuimos amigos aún no existían, para ver por dónde andaba. La recordé por sorpresa el otro día viendo el edificio clausurado y ruinoso, como se clausuró el Madrid de aquellos años y como se arruina el de estos.

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