Cuándo poner el punto final a un texto y dejar de corregir y corregir
Acabo de entregar un libro, es decir, acabo de pasar por la experiencia de dar por terminado un texto en el que he invertido cuatro años de mi vida. Parece mucho, pero cualquiera que haya pasado por ello sabe lo complejo que es pensar una historia, darle forma, dejarse llevar, encontrar tiempo para escribirla, insuflarle ese aliento sin el cual no hay nada.
POR CLARA OBLIGADO
Pero lo que comienza, termina. Es decir, si nuestro trabajo ha tenido éxito, llegará un momento en el que tengamos que separarnos. Digo “separarnos” como si hablara de una pareja, porque hay algo de dolorosa despedida –y de hartazgo tenaz– en el final del amor, y también en el de la escritura.
Pero ¿cuándo llega el momento? Es decir, ¿cómo sabemos que ya nada se puede mejorar? ¿Cuándo tenemos que poner el punto final? Sucede que, al corregir un texto (digo “corregir” en el sentido de “regir con”, es decir, en su sentido etimológico de “enderezar completamente, situar en buena posición”), se tiene, de alguna manera, la fantasía de que se puede llegar a producir el libro perfecto. Cuando quienes escribimos nos leemos a nosotros mismos, nos situamos en el lugar de ese lector exigente que detecta, un poco por arte de magia, todos los errores, repeticiones, incoherencias y blanduras de nuestro recién nacido. Según mi experiencia, es muy difícil abandonar una historia hasta que se tiene la sensación de que todo está exactamente en el lugar en el que tiene que estar, hay quien escribe con un orgullo casi titánico que le hace concebir lo inconcebible: la perfección. Es desde esa fantasía desde donde me releo. Pero de sobra sé que, sienta lo que sienta, no es más que un delirio; en cuanto el texto deje su estado de manuscrito y se aleje de mí para convertirse en libro, los errores brotarán como setas. Ya, me dice la voz que siempre me consuela, pero también se verán los aciertos.
Del tiempo que dedico a un libro, la mayor parte podríamos englobarla dentro del epígrafe “correcciones”. Me cuesta mucho menos redactar que escribir, y lo distingo porque la escritura, para mí, engloba esta aura de perfección imposible. Así que, ahora que ya he entregado mis cuentos al editor, tengo sobre mi mesa varios ejemplares anillados y posteriormente emborronados de un volumen que varias veces consideré perfecto y que, en la primera relectura, se me cayó de las manos.
Un escritor, tal vez, se crece en el vivero de estas frustraciones y fantasías, es príncipe y mendigo, reina y esclava. De alguna manera, las historias atraen las palabras que necesitan, y es parte de nuestro oficio esperarlas hasta que aparezcan y la pereza, o la autocomplacencia, no nos llevan por el camino. Hay una pregunta evidente: ¿dónde está ese punto perfecto? ¿Cómo sé que un texto está terminado? Como los buenos cocineros, quienes escribimos tenemos que saber detenernos a tiempo cuando está el arroz a punto, y apagar el fuego. En mí, este momento se produce cuando empiezo a actuar en bucle, cuando todo tachón debilita el texto, cuando siento que ya no hay sustituciones posibles, cuando otra historia puja por nacer. También cuando comprendo que, sobre el tema que estoy tocando, ya no tengo nada más que decir, o sea, cuando siento que las palabras se ajustan y perfilan exactamente lo que yo deseo.
Flaubert es, sin duda, un modelo de esta especie de ascesis interminable que exige pasarse horas y horas sobre un manuscrito; de hecho, se negaba a ver a su amante hasta que no tenía ante él lo que consideraba una página perfecta. Borges decía que publicamos para dejar de corregir. Hay autores que suponen que un texto no da para más cuando se ven poniendo una coma en el lugar en el que la habían quitado. A mí, tengo que reconocerlo, nada de esto me hace sufrir, la corrección obsesiva me produce un placer inenarrable, escondo los manuscritos para que el editor no me los quite, disfruto viendo cómo el texto va ganando exactitud, pero llega un momento en el que verlo convertido en libro me produce, no orgullo, sino un agradable sentimiento de distancia, un estremecimiento de liberación.
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