Cuatro mujeres jóvenes ante el aliento de un fantasma

La escritora Aixa de la Cruz. Foto: Alfaguara.

Solo Aixa de la Cruz (Bilbao, 1988) podía escribir ‘Las herederas’. Una novela que atraviesa la mirada y la vida de cuatro mujeres que sobreviven sosteniendo y adivinando la biografía de una muerta, de su abuela, que se ha cortado las venas en la bañera de la casa del pueblo. Cuatro mujeres jóvenes que han heredado… ¿una casa o una maldición?

Nunca una portada habló tanto y tan bien de una novela. Ese fruto espinoso sobre los labios de una mujer que con tanta exactitud habla de Las herederas es ya una poderosa declaración de intenciones, la mínima expresión de un lenguaje que mientras se expande anegará el porvenir y la biografía del leyente.

Una historia llena de valerosas reflexiones en la que es difícil delimitar, por fortuna para quien lee, cuántas formas de cordura y de locura habitan sobre el paisaje que encadena y al mismo tiempo libera a sus protagonistas. Una novela que se abre como se abre esa herida que los médicos dan por cicatrizada, pero que solo es un espejismo que construye su vanidad.

Las herederas arrasa con todo, con la personalidad y con la persona del lector, y lo sumerge en un sueño lisérgico divinamente cimentado  por la pericia estética que usa su autora para clavarlo sobre nuestra memoria. El entorno es la clave del éxito de esta peligrosa y caudalosa novela en la que cuatro inolvidables mujeres se defienden de casi todo a través del sueño personalísimo de su autora.

Olivia, Erica, Nora y Lis son esas cuatro mujeres que se alimentan del aliento de un fantasma, que olvidan quienes han debido ser para reencontrarse con las verdades que les ha robado la castradora sociedad.

Las herederas se convierte en un título multisémico en cuanto la historia avanza, porque no solo habla De la Cruz de la herencia genética o de la herencia emocional de sus protagonistas, habla sobre todo de la herencia que las normativas sociales y patriarcales dejan en la idiosincrasia de cada generación. Habla del abuso, de la explotación y del maltrato animal:

“La leche de brik contiene pus de la mastitis de las vacas”.

Del desconcierto, de la violencia marital que no deja hematomas, y de esa hecatombe que es para la seguridad de las mujeres la burundanga:

“Y, si te fijas, es curioso que las víctimas de esta supuesta droga que anula el juicio sean siempre mujeres o gente negra. Que se transformen en lo que los explotadores quieren que sean: en putas o en esclavos”.

“Se encuentra allí donde los violadores quieren tener a sus víctimas. No en la sumisión, sino camino de una amnesia segura”.

Habla de las apariencias, de las mentiras que transforman su presente. Y lo hace desde la templada ferocidad de cada uno de sus razonamientos, desde el duro apogeo de cada frase:

“De nuevo en esta casa. Esta casa maldita, con sus cloacas de energía oscura, es la que pone la zancadilla y le parasita el pensamiento con ideas malsanas. También hace que le pique el cuerpo, picotazos diminutos como si el polvo tuviese mandíbulas”.

La boca de Aixa de la Cruz es una guerra dirigida por la inteligencia más extrema. Sus ojos radiografían cada zona insana de la sociedad: La supravalorada maternidad, que ella recalifica y para la que diseña un pormenorizado holograma que hará corpóreo el dolor que supone su presencia y también su ausencia en la vida de una mujer. Para Lis traerá la locura, para Erica la culpa:

“A la espera del primer signo, previo al test de embarazo, que les confirmara que esta vez sí: el sangrado de la implantación. La herida que deja el embrión al adherirse a la parte interna del útero, el primer mordisco del huésped”.

El impúdico y pretencioso baile del capitalismo, el duro puñetazo del neoliberalismo, la culpa femenina. Y se enfrenta a tamaños monstruos con esa enérgica virtud que es la honestidad. Y no duda en  jugar con ellos a una agónica y excitante ruleta rusa:

“Nora tiene conciencia de clase, o de agravio; la justicia clara. El único trabajador al que importunaría en fin de semana es su camello, pero es que no es un repartidor cualquiera: conduce un Porsche, jamás se ha tragado vídeos en inglés sobre los valores de una empresa que se expande como una especie invasora”.

“El niño tiene un talento innato para adivinar las aprensiones de su madre y torturarla con lo que sabe”.

Las palabras de De la Cruz arden como arde el corazón de un volcán cansado de la humillación silente a la que le somete la especulación inmobiliaria.

Ella le ha asignado a los movimientos de cada una de sus protagonistas el ritmo de una extensa manada de caballos salvajes. En esta novela no tiene cabida el ritmo lento, todo es frenético en su aliento, aunque no piense el lector en encontrar caos, porque todo está escrito en su justo lugar.

De la Cruz urde una tela de araña que no quiere que sea eterna, una tela con un perecedero corazón centrípeto, una tela que irá desvaneciéndose y dejando caer a cada una de las protagonistas sobre un nuevo punto de partida.

Las herederas es una novela perturbadora y asfixiante por lo que tiene de inclusiva, por cómo deshace la prisión de sus distintas narradoras desde la propia prisión:

“Su bisabuela sostuvo diez hijos en un útero cada vez más dúctil. A la hermana mayor del abuelo la casaron con un monstruo que la quiso descambiar porque estaba flaca y no se preñaba”.

Una novela que habla de la longeva violencia que está devorando a las mujeres desde tiempos inmemoriales. De las jaurías siempre en forma que acechan cada uno de sus anhelos:

“Lis carga con el diagnóstico, pero la enfermedad es de todas”.

“Convive con una alcohólica, una anoréxica y una psicótica bajo el techo de una octogenaria que se cortó las venas”.

La herederas es un texto exigente y de una extravagancia (por la manera en que la autora refrenda las confesiones de sus protagonistas a través de sus ricos y oníricos pseudo flashbacks) y una rareza deslumbrante. No hay ni un destello de piedad en ninguna de sus páginas y, sin embargo, cuando acabas de leer este libro, sientes la paz, el descanso y el respeto que debió de sentir Jesús cuando José de Arimatea lo bajó de la cruz para depositarlo sobre los brazos de su madre.

Las herederas es una portentosa colmena de secretos lamida por la áspera lengua de una canción que bien hubiera podido entonar Jim Morrison. Una canción en la que resuenan ensoñaciones y certezas en una suerte de  simbiosis ilimitada. Un libro de una persistente hondura casuística, un precipicio diseñado para empujar lo incómodo, lo alienante:

“Nora no quiere un alma. No quiere la promesa de una vida después de la vida. Vende su alma a cambio de condiciones materiales dignas y un tejido simbólico que no silencie a los de siempre. Este es su credo. Porque es pobre y porque es mujer, claro”.

Una bomba que por su morfología y por los elementos con que la ha construido Aixa de la Cruz no dejará de estallar nunca en la memoria de quien la haya leído.

Por eso lean Las herederas con la lentitud que merece. Cada frase es un aprendizaje y una denuncia descomunal. Es un libro que pide una implicación total si el lector quiere no ser devorado por la ambivalencia con que se comportan sus protagonistas, si aspira a no caer derrotado por los cuatro puntos de vista con que irá deslumbrándole la narración.

Lean Las herederas de esa forma atenta y entregada en que un niño lee la primera oración, porque cree a pies juntillas que se deslizará por su garganta para salvarle, y serán devotos de la salvación que procuran sus 326 páginas.

Lean Las herederas porque es esa novela capaz de actualizar la política y la filosofía enarbolando axiomas inéditos.

Lean Las herederas porque entre sus redentoras páginas encontrarán el salvoconducto para exiliarse de manera definitiva de la culpa.

‘Las herederas’. Aixa de la Cruz. Alfaguara. 326 páginas.

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