Cuento de Navidad: El ‘despegue’ de la economía

Corazón de Navidad. Foto: Eneas de Troya / Flickr Creative Commons

Corazón de Navidad. Foto: Eneas de Troya / Flickr Creative Commons

Corazón de Navidad. Foto: Eneas de Troya / Flickr Creative Commons

Hablan del «despegue de la economía» sin el menor respeto -quizá porque nunca supieron lo que esa palabra significa desde sus urnas, no de democracia, sino de aislamiento-. No se dan cuenta -o quizá sí, y es que estaba así programado- de que, al despegar su nave altiva, buena parte del pasaje se ha quedado en tierra. Más allá de engaños y pamplinas, Elena Castelló compone este cuento desde el silencio de tanatorio de una oficina del paro al calor verdadero y protector que aporta a cada uno su particular ‘portal de belén’, el de los seres queridos. 

***

Lo primero que quiero es desearles a todos Feliz Navidad, no esa navidad fatua que brilla en el vacío, sino ese amor que no conoce credos y que también, por qué no, se puede disfrutar en soledad, con el recuerdo de los buenos amigos y del deber cumplido. Así que, de nuevo, ¡Feliz navidad, amigos!

Lo segundo es hacerles una pregunta: ¿alguno de ustedes ha visitado recientemente una oficina del paro? Es una pregunta retórica, pero es que espero que unos pocos de aquellos que no lo han hecho se encuentren entre mis lectores, y así poder explicarles algo que todos sabemos, pero que ellos, que mandan, aunque sea un poco, todavía desconocen por completo. Todos ansiamos dirigirnos, alguna vez, a nuestro Mister Scrooge particular y ayudarle a cambiar de rumbo.

El caso es que, en el mundo real, ahora mismo, ya no hay colas ante las puertas de las Oficinas de Empleo ni ante sus máquinas expendedoras de números. Sí las había hace seis años, en ese “al principio de la crisis” que es casi como un tiempo fundacional. Entonces, es cierto, primaba el bullicio: jóvenes que aterrizaban allí con su bicicleta, mujeres con sus bebés que correteaban de un lado a otro, personas mayores que se manejaban mal entre papeles y funcionarios, y que hacían preguntas al primero que llegaba. Y, también, más de un señor trajeado y alguna señora de mediana edad con las gafas de marca encajadas en la frente y con cara de reprimir las lágrimas preguntándose: “¿cómo he llegado hasta aquí?”.

Hoy las cosas han cambiado. Lo que se escucha ya no son preguntas, ni quejas frente a la mesa de un funcionario, ni niños impacientes que reclaman la atención de sus madres. Ya no hay barullo, ni aglomeraciones, ni colas. Ya no hay prisas, ni desconcierto, los que aguardan son pocos y sorprende su inmovilidad como de muñecos de cartón. Y sobre todo su silencio. Casi sepulcral. Ya lo saben todo: dónde coger la vez, a qué mesa dirigirse aunque el mostrador de información siga vacío igual que hace cuatro años, qué papeles presentar, qué respuestas recibirán. Silencio. Y, de vez, en cuando un suspiro. Como una noche sin estrellas en la que de pronto suena un ladrido lejano. Como el clamor que emana de las arenas del desierto.

¿Alguien se ha parado a escuchar ese silencio? Alguien de los que nos gobiernan, quiero decir. ¿Han pasado siquiera por una oficina de empleo en estos seis años? Les sería muy difícil, si lo hubieran hecho, hablar con tanta convicción de “despegue” de la economía, con esa metáfora aérea tan propia de los primeros tiempos de la aviación. Les sería muy difícil, porque lo primero que les vendría a la mente al mencionarla es que, vale, se ha producido un “despegue” -¿más préstamos al consumo, más exportaciones, más contrataciones a tiempo parcial?-, pero la realidad es que el pasaje se ha quedado en tierra.

Esto es lo que sabemos todos. Y por eso, lo que digan los que nos gobiernan ya no nos conmueve. Por eso hay tanto silencio y tanta tranquilidad en la Oficina de Empleo de un barrio cualquiera. Como si estuviéramos en un tanatorio. La indignación se ha tornado en desprecio e indiferencia, y la esperanza ha vuelto los ojos hacia otro sitio: hacia todos aquellos hermanos, cuñados, primos, padres, tíos y sobrinos que prestan dinero sin más explicaciones. Hacia todos los amigos que ofrecen su ayuda sin esperar a que se la pidan. Hacia todos los que tratan de rascar en sus trabajos tareas retribuidas, por pequeñas que sean, para aliviar la economía de los que no tienen ninguna. Estos cuñados, estos amigos y estos hermanos son los que se sientan esta navidad en la mesa de Nochebuena, los que de verdad levantan su copa y son capaces de hacer que las risas fluyan en torno a la mesa familiar. Son los que entienden, sin darse pisto, qué es eso del “espíritu navideño”. La burra, la mula y el buey son su símbolo, la imagen del calor verdadero, de la protección, del albergue. La imagen del respeto. Lo demás son pamplinas. Y si de algo estamos todos hartos es de pamplinas.

Y aún con todo, sabemos reírnos de nosotros mismos, ideando un anuncio de la Lotería que es una viva imagen de nuestro sufrimiento, pero con la puerta abierta a la autoparodia. Nunca un sobre con 20 euros dijo tanto sobre el aguante de un país defraudado hasta la náusea por sus políticos, sus empresarios y sus élites. El sobre de la corrupción, que cubre España como la nieve, pero también el sobre de los que de verdad ayudan y entienden lo que pasa y no juzgan y no se atreven a hacer ese horrible comentario sobre “vivir por encima de nuestras posibilidades”. Hay en ello un algo de revancha, de juicio sumarísimo, de la peor hipocresía católica del que da al pobre pero nunca le permitirá que sea nada más que el pobre para su propia gloria. Porque existe una España que piensa que el necesitado lo es porque defrauda, y se lo tiene merecido, o que fue tonto, porque no corrió a tiempo a refugiarse en cuentas opacas, o quiso prosperar con los ahorros de toda una vida, a quién se le ocurre. Hay una España que juzga y que considera de mal de gusto tener deudas. Y que casi piensa que no salimos de la crisis porque no nos da la gana. Cuando la realidad es que nos han dejado en la pista de despegue, haciendo cola con nuestras maletas de cartón atadas con cuerdas, porque no había sitio para todos en el avión que despegaba. Es más: ni siquiera estaba previsto que cupiéramos. Fue una más de tantas promesas falsas.

Bueno. Es esa falta de respeto hacia los ciudadanos de los que están acostumbrados a hacer de la política una profesión de por vida. De los que han nacido para mandar, sea donde sea. De los que gritan en el Parlamento a voz en cuello, como quien vende pescado, o musitan “que se jodan”, da igual hacia quien se dirijan. Como esa bravuconería del nuevo portavoz parlamentario del partido gobernante que le reta a un periodista en los pasillos del Congreso: “Tú a mí eso no me lo dices en la calle”. Un western de tercera.

Algún día, ellos aprenderán por fin a respetarnos. Pero mientras tanto nos encontrarán en completo silencio, en la sala de espera de una oficina del paro. Cansados, pero enteros. Dignos, como ellos nunca lo fueron. Señor Rajoy, señora Cospedal, señor Arturo Fernández, señor Chaves, señor Gómez, señor Más. Respeto: eso es lo que nos gustaría que aprendiera nuestro señor Scrooge. ¿Entenderá de qué le hablamos?

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