Cuentos de embrujadas que esperan el gran tornado del Mago de Oz

La escritora María José Navia. Foto: María Jesús Miranda.

En ‘Todo lo que aprendimos de las películas’ (Páginas de Espuma), María José Navia nos presenta diez relatos, diez cuentos no de hadas, sino de embrujadas. Todos proyectan una luz tenue, melancólica, como la de la pantalla de un cine en el que asistimos a oscuras a la proyección de la película ‘El Mago de Oz’. “Ese buscar un lugar en el que sentirse en casa y la importancia que tienen a veces los tornados en nuestras vidas para ayudarnos a marcar nuevos rumbos en medio de la confusión más grande. Ese dolor que no deforma. Ese dolor que acompaña y ayuda a armar un rumbo”.

Podría empezar esta entrevista, debo empezar esta entrevista diciéndote que los personajes de todos tus cuentos parecen haberse reunido para exponer nuevas versiones de la luz. Tus personajes viven catástrofes que, de manera paradójica, les conducen hacia un inverosímil optimismo. Desde ‘Mal de ojo’, el primer cuento de tu libro, el lector es plenamente consciente de que está inmerso en una poderosa fiesta convocada por la imaginación, y es plenamente consciente también de que tu sarcasmo va a derrotar de manera aplastante la realidad que ofrecen tus historias. Tu narración es hipersensible a los detalles, categórica en lo que respecta a la angustia del personaje principal, una visionaria emocional que se está quedando ciega. Lo imprevisto es quizás una de las caras más hermosas, pero también más duras de este libro. ¿Cómo se construye un libro tan sereno desde la imaginación?

Me alegra mucho que te parezca un libro optimista. A mí me parece que es un libro bastante triste y oscuro, por el que a veces se asoma algún haz de luz. Una oscuridad con algunas ventanas, quizás. O una película luminosa que se exhibe en una muy oscura sala de cine. Pero me parece hermoso lo que dices sobre “las nuevas versiones de la luz”, me da esperanza.

Es difícil explicar cómo se escriben o conjuran los propios libros. Me parece que hacerlo es una forma de seguir escribiendo, que las respuestas de los escritores a este tipo de preguntas son otra rama de su ficción. Así que te respondo y, al hacerlo, te cuento un nuevo cuento, ja. En mi caso, creo que puedo responderte de la siguiente manera. Mi trabajo tiene una parte muy intuitiva (fui escribiendo los primeros cinco cuentos en orden, sin saber muy bien hacia dónde iban) y luego fui trabajando y estudiando la pirueta, reafirmando las conexiones que iban apareciendo naturalmente entre ellos y hacia adelante, leyendo otros libros de cuentos conectados que me parecieran admirables. Yo nunca dejo de leer mientras escribo, siempre estoy estudiando y buscando nuevas formas de escribir mis cuentos, de entrelazarlos. Soy profesora de Literatura en la universidad y como escritora tengo ese ojo, que goza y crea, pero que también estudia lo que hace con mucha disciplina. Para mí escribir es una forma de honrar a quienes admiro, a quienes escribieron antes que yo o siguen escribiendo, una forma de continuar la conversación con todas aquellas historias (novelas, cuentos, canciones, películas) que me han hecho la autora que soy. En definitiva, para mí, escribir es una forma de seguir leyendo. Esa felicidad.

En tu libro hay muchas citas cinéfilas, sí, pero hay mucha más vida que cine. Un truco muy visual vincular la vida de tus personajes con esa apetecible dramaturgia que lleva implícita el cine. Sin embargo, en tu libro hay más reglas filosóficas que cinematográficas. Tu libro no es una superproducción, sino una eterna película de autor. Hay una profundidad que corre veloz hacia la memoria del lector y que desmiente el artificio que lleva implícito el cine:

“¿Quieres un vaso de agua?

(¿Por qué la gente cree que la pena se puede solucionar con un vaso de agua?)”.

¿No pensaste que ese efecto tan resolutivo en la manera de narrar podría resultar incómodo a aquellos lectores que se hubiesen visto deslumbrados por la efervescencia del título que elegiste para reunir este excelente volumen de cuentos?

No me parece que la incomodidad sea algo malo. La incomodidad obliga a buscar nuevas formas, a moverse distinto, a volver a mirar. Es un espacio muy productivo. Tiene que existir algún punto de incomodidad en toda lectura (y escritura). Con Mal de ojo me interesaba mucho dejar ese efecto presente. El que veas borroso, o se oscurezca todo de pronto. Las posibilidades que ofrece la mirada y la vulnerabilidad que aparece cuando falta la vista o solo queda la posibilidad de mirar hacia adentro. Eso se replica luego con los ajustes de mirada que espero para el resto de la lectura. Que quien lee llegue a Fan y se haga una idea de Constance, que después siga leyendo y encuentre Guardar el aire o Escenas borradas o Sirena, y tenga que cambiar de idea, volver a mirar. Que leas un cuento y, de pronto, por un párrafo, cambie el narrador y te muestre otra cosa. Me gusta jugar con las certezas que se van armando con la lectura y desafiarlas.

Sobre el título, no buscaba hacer un libro cinéfilo que destacara solamente las grandes obras del cine, sino la presencia cotidiana de esas ficciones (de todo tipo de películas, más o menos comerciales o prestigiosas) en nuestras vidas. Esa educación sentimental. Esa ventanita al futuro que son las películas, que nos hacen ver cosas que aún no nos han pasado (y que tal vez nunca nos van a pasar). También el ritual de ir al cine a compartir la oscuridad (y la vulnerabilidad) con un grupo de extraños. En ese sentido, el cine ES la vida. Porque las películas que (por una u otra razón) han sido importantes para nosotros, se vuelven una parte central de nuestras vidas. Impregnan nuestras interacciones, transforman nuestras memorias y nuestro lenguaje. No se pueden separar.

Tu libro también posee una poderosa colección de leves, pero empáticos secretos. Vidas ocultas, vidas olvidadas, amores no correspondidos, casas con mensajes invisibles que les cambian la vida y el futuro a sus inquilinos. Y con ellos volvemos a esa imaginación arrasadora que domina las dinámicas de tus cuentos y que provoca en el lector una sensación placentera y única. A través de ellos haces del dolor algo distinto, un don que hace avanzar y que no desfigura a quien lo padece. Todos tus protagonistas saben que el consuelo es un actor que acaba siempre fuera de plano. ¿Es por eso por lo que haces de Dorothy, la protagonista de ‘El mago de Oz’, el hada madrina de todos tus personajes?

Me parece lindo lo que dices, de pensar a Dorothy como hada madrina de los cuentos. Creo que en ella está esa búsqueda, ese pensar que las cosas se van a solucionar de cierta manera (que el Mago de Oz haga su magia) para luego cambiar de planes; ese buscar un lugar en el que sentirse en casa y la importancia que tienen a veces los tornados en nuestras vidas para ayudarnos a marcar nuevos rumbos en medio de la confusión más grande. Ese dolor que no deforma, como dices tú. Ese dolor que acompaña y ayuda a armar un rumbo. Hay motivos de El Mago de Oz esparcidos por todo el libro porque es un vistazo al futuro de mi próxima novela. Yo escribo varios libros a la vez y he ido armando, en mi obra, una suerte de constelación que le da una cierta familiaridad a mis lectores, a través de repeticiones de personajes y motivos, y que es una forma de replicar algo que me hace muy feliz a mí como lectora y que viene de algunos de mis autores favoritos como Rodrigo Fresán, Virginia Woolf o Elizabeth Strout.

Lo del secreto me interesa mucho en lo que escribo, porque siempre estoy jugando con ese límite entre lo que se dice y lo que no. Y está esa idea del secreto como algo relacionado con la culpa o el miedo, algo que no se puede contar porque puede ser terrible. Pero a mí me gusta pensar en el secreto como una forma del cuidado. Los secretos se guardan, hay un cuidado y una atención ahí. En Escenas borradas hay un momento en que se dice que Constance no contaba mucho sus cosas porque guardar el secreto era una forma de protegerlas. Si no cuentas algo, entonces nadie te lo puede quitar.

Sin dejar de hablar de tu cuento ‘Mal de ojo’ y sin dejar de hablar de esa gran facilidad tuya para no desvelar secretos, y que su opacidad siga funcionando, me gustaría preguntarte cómo has conseguido hacerlo posible, cómo has conseguido que esa incógnita funcione de la manera tan rotunda que funciona en este y otros cuentos. ¿Cómo has conseguido que sean tan minuciosos narradores? En el cuento que menciono pudiste resolverle la vida a la protagonista y sin embargo optaste, en una arriesgada maniobra, por mantenerla dentro de la indefinición. ¿No sentiste vértigo al tomar conciencia de que las leyes del mercado quieren historias trilladas, masticadas y lógicas?

Cuando escribo no pienso ni en el mercado, ni en el público, ni en la crítica. Escribo por el gozo de ver una palabra entrelazarse con la siguiente, por la felicidad inmensa de lograr una buena frase, una imagen hermosa. Me gusta trabajar el lenguaje con mucho cuidado y disciplina, y a la vez con la alegría y la entrega (y la despreocupación por lo que puedan pensar los demás) de una niña que pinta con crayones su dibujo, completamente absorbida. De esa mezcla sale todo lo que hago.

El amor romántico y la tóxica alimentación que demasiado a menudo ofrece el cine, fácilmente comparable a la comida basura, quedan divinamente plasmadas en tu libro. ¿No temiste que desvirtuar un vicio de masas y dejarlo a la intemperie de esa manera tan inteligente y desprejuiciada podría costarte parte del público y, sobre todo, de la crítica?

Vuelvo a la respuesta anterior. No pienso en esas cosas. Para mí sería perder la libertad como creadora. Sería una forma muy triste de escribir. No pienso en un público, pienso o quizás debiera decir escribo con la esperanza de que existe alguien allá afuera a quien esto le podría gustar. Creo que es importante nunca perder de vista ese milagro. Que algo que una escribe toque o conmueva a una persona (que es diferente a ti, que piensa y quiere otras cosas) ya es suficiente maravilla. Al menos yo no termino de maravillarme.

Mientras se avanza en la lectura se nota que eres una experta en derramar ese provechoso cinismo que la rutina le niega a demasiados autores, tu cuento ‘Dependencias’ da buena cuenta de esto que digo:

“Pintamos la cocina.

Compramos nuevos veladores.

Retapizamos nuestro sillón favorito.

El sexo se volvió aburrido y sin deseo.

Como tomar una cucharada de jarabe.

Una por la mamá”.

Es un cuento en el que brilla la violencia social y en el que además haces pequeños resúmenes de esas violencias cotidianas que parecen inofensivas por la naturaleza de los textos, pero sin embargo son heridas que laten como si jamás pudieran aspirar a ser cicatrices. Contrapones la estética ensoñadora del cine contra la perversa grandilocuencia de la inercia:

“Quizás toda casa está siempre embrujada si en ella vive una pareja desesperada por tener un hijo”.

Eres una narradora ilimitada, venturosamente atroz en la mayoría de los párrafos y venturosamente cándida en el resto. ¿Es esa dualidad la que hace que tus historias parezcan cuentos de hadas tamizados por la voz de un irresistible diablo?

Creo que hay una mezcla, o un juego entre esos tonos, pero viene más que nada con el trabajo con el lenguaje. El encontrar distintas vetas, matices, sonoridades. Lograr esa canción. Yo, cuando termino de escribir un cuento, lo leo en voz alta y lo grabo en mi teléfono y luego lo voy escuchando, por días, por semanas, como si fuera una canción, sin mirar el texto. Con esto me voy dando cuenta de palabras que suenan mal, de momentos en los que me aburro. El juego con frases y párrafos pasa por ese trabajo de escucha.

Tus cuentos también zarandean la sombra cada vez más deteriorada del patriarcado, hay una red de genealogías deslumbrante:

“A veces intentaba distraerme leyendo a escritoras que no hubieran tenido hijos o los hubiesen perdido pronto. Como Virginia Woolf, a quien se los prohibieron”.

Y esa red sostiene con muchísimo acierto la verosimilitud de tu discurso. Hablas de Virginia, pero también de Dorothy, y al hacerlas cohabitar logras que la palabra resilencia se desvincule por completo de la estricta realidad. ¿No te dio miedo ser tachada de infantil al tomar como referente a una niña que le entrega su porvenir a las debilidades de sus acompañantes?

Esa lectura es de la película del Mago de Oz y no me parece la más apropiada aquí. Los acompañantes de Dorothy creen que tienen ciertas debilidades y todo lo que busca la historia es demostrar que esas debilidades no son tales, que siempre tuvieron todo lo que necesitaban, que no existen soluciones mágicas (y por eso el mago decepciona, y en el mundo de Oz son las mujeres los personajes que verdaderamente son poderosos). El mundo de Oz está compuesto por catorce volúmenes y en ellos el personaje de Dorothy adquiere otras complejidades. Mientras escribía este libro de cuentos, avanzaba también en mi novela sobre El Mago de Oz (los catorce tomos, la película, la vida del autor, la realidad de Estados Unidos en esos años) y hay un juego ahí. Me gusta que mis libros se vayan conectando unos con otros. Pero mi referencia es ese mundo inmenso de Oz creado por L. Frank Baum, y no la versión muy reducida de la película.

Pero me interesa mucho lo que dices de las genealogías. Como te mencioné anteriormente, me interesan esas relaciones que no están en los espacios tradicionales de la familia. El vínculo con la ex pareja de una madre, que no es el padrastro de toda la vida, sino una figura evanescente; o la amiga que cuida a su amiga embarazada en Escenas borradas, o esa como familia transitoria que se arma la protagonista de Mal de ojo. Se trata de una genealogía con otras ramas, con trazos dibujados con otros colores.

‘Dependencias’ es un brutal relato construido a través del  lento catastrofismo al que nos conduce no alcanzar los objetivos sociales. Su dramatismo es lisérgico. Ese columpio que ensombrece la existencia de los protagonistas, que actúa como símbolo, pero también como fantasma y que engloba la locura de la maternidad podría haberte abocado hacia un tenebrismo contraproducente. ¿Cómo lograste no perder la fe en la luz, en esa luz que marca tu universo narrativo?

No me parece una catástrofe y, en ese sentido, la luz nunca se pierde (o eso espero). Mis historias son cotidianas y de cosas que pasan. En el sentido de suceder y también de que se dejan atrás. Son historias de momentos y de cambios. Me interesan esos momentos. Su potencia, su fragilidad, su transitoriedad. La casi maternidad (en Dependencias, en Escenas borradas), la casi paternidad (en Bond), las familias que elegimos y que duran por momentos (en Mal de ojo). Las relaciones afectivas que no calzan en las categorías de siempre. Cuentos de hadas que no creen en el “para siempre” y por eso miran (espero) la realidad de frente y con más calma. Están siempre ajustando la mirada, volviendo a mirar lo que creyeron que las haría felices, desviándose del camino amarillo que lleva a una sola opción y optando a perderse con el tornado o a dejar que los propios zapatos te lleven a donde deseas realmente llegar.

Me ha llamado mucho la atención corroborar a medida que me adentraba en los textos que tu devoción por la violencia es compacta, utilísima y con una presencia salvaje sobre todo en ‘Sacar la lengua’. En él la apariencia y la realidad chocan de esa manera apocalíptica en que chocan dos placas tectónicas en busca de una desgracia épica. Tus cuentos son ordenados gritos, ordenados símbolos de emergencia:

“Estaba en el limbo de nadie-va-a-quererme-nunca. Eso me había dicho mi mamá en una de sus malas noches”.

Tanto que en muchos se pone de manifiesto la brutalidad de algunas madres. Tratas la vida sin paños calientes, lo políticamente correcto yace muerto entre las líneas de tus relatos. ¿Estuviste tentada de suavizar la anatomía de alguno de los cuentos? ¿De algunas páginas? ¿Percibiste que tus cuentos huyen de la sororidad maniquea?

La violencia no es mi tema, para nada. O no es una búsqueda consciente. O quizás, en este libro, se pueda ver en tanto los cuentos de hadas, los de verdad y no las versiones Disney, son profundamente violentos y crueles. Y, en ese sentido, en Sacar la lengua está el desencanto, la pérdida de la inocencia, tal vez, el aprender a habitar el propio cuerpo y las propias decisiones en relación a la sirena como personaje y aspiración/idealización infantil. Pero lo mío, quiero creer, es más una indagación en lo íntimo, en las cabezas y cuerpos de mujeres de distintas edades, y aquello que se queda y se va tanto en nuestras memorias como en nuestras vidas. Esas relaciones de cuidado o de amistad que pueden salvarnos, aunque sea por instantes. Esos episodios aparentemente sin importancia que se quedan con nosotros (la anécdota de Miss Ohio en dos de los cuentos) y aquellos importantes que luego se desvanecen (lo que pasa en Sacar la lengua o Escenas borradas).

Tus protagonistas observan cataclismos de toda índole sin perder los nervios. Carecen de prejuicios y enarbolan una audacia entre insolente y empática. Ellos lo entienden todo, lo digieren todo, saben mirar el mundo y resistirse al presente que les ha tocado vivir sin perder la conciencia del futuro que está por llegar. Son como ‘Casandras’ revalorizadas, visionarios atípicos que avanzan porque son conscientes de sus límites. Es un juego peligroso que podría haber acabado en un desastre y, sin embargo, es pura exactitud ¿Supiste desde el comienzo que en la desbordante humanidad de tus protagonistas residía el éxito de tan atípico libro de relatos?

Todos los libros son posibles desastres. Y en todos los libros que una escribe a la vez triunfa y fracasa. Hay cosas que consigues y otras que no. Y del fracaso se saca la fuerza para escribir un nuevo libro donde tal vez sí consigas lo que quieres (spoiler: tampoco lo vas a conseguir, o no exactamente, y de ese triunfo distinto aparecen nuevas historias). O, en otras palabras, esa búsqueda te mantiene escribiendo. Yo no sé nada desde el comienzo porque, como comenté anteriormente, mis comienzos son como conducir un coche con neblina, siendo capaz de ver muy poquito hacia adelante. Yo no sé qué estoy escribiendo ni cuál será el final.

Escribir es el proceso de habitar ese descubrimiento y esa sorpresa. Una vez que existe el manuscrito, ahí comienza la disciplina y el estudio y trabajo obsesivo (quizás esa exactitud a la que te refieres en tu pregunta), pero qué hará triunfar o no un libro nunca está en mi cabeza. Yo quiero lograr nuevas piruetas con el lenguaje, quiero frases que se queden resonando en los lectores como una melodía que no se puedan sacar de la cabeza. Quiero poder imaginar lo que se me venga en gana sin pensar qué se espera de mí como escritora mujer o escritora chilena. Esa libertad para mí es importantísima. La libertad de escribir sobre lo que yo quiero y a mi manera. Es una sensación muy poderosa. Y la convicción muy grande de que en el mundo hay lugar para todas las imaginaciones, para todas las historias.

No te olvidas del holocausto atroz que ha sido la pandemia; en tu extraordinario cuento ‘Gretel’, las habitaciones de hospital reconvertidas en veloces trenes ahítos de exterminio. ¿Por qué renunciaste a tu prodigiosa fantasía para escribir e incluir este relato tan realista en un libro del que mana otro tipo de realismo? ¿Lo has releído? ¿Te has empapado de la belleza tan distinta con que has arropado un periodo tan traumático?

Fue un cuento que agregué al final y que es el tercer embrujo de la casa (todo en tres como los cuentos infantiles). La casa se embruja la primera vez por la obsesión de una pareja por tener un hijo, la segunda vez la embruja una escritora y la relación con sus ficciones y con su hija y, finalmente, la casa se ve embrujada por la tecnología. No me interesaba escribir sobre la pandemia, de hecho, me resistí todo lo que pude. La incluí aquí solo como ese giro final del nuevo embrujo. Y no es la pandemia del Covid, en todo caso. Es otra amenaza del futuro. En general, cuando se piensa en casas embrujadas se piensa en su interior. A mí me interesaba la figura de una casa que va embrujándose según quienes la habitan y también producto del contacto con un afuera que está enfermo.

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