Cueva de Altamira: 20 años en lista de espera, 8 minutos mágicos dentro

Bisonte en la Cueva de Altamira. Foto: Museo Cueva de Altamira.

Hace más de 20 años hice una reserva telefónica para visitar con mi familia Altamira. La lista de espera se movió y hace unas semanas llegó el momento. Pudimos realizar la inmersión en la cueva de Cantabria y reencontrarnos con el arte y la magia de nuestros ancestros y ancestras del Paleolítico. Sólo entran cinco personas, sólo los sábados. Yo en aquella época reservé cinco plazas. Así que visita totalmente íntima y familiar. Sí, fue un privilegio. Y así lo hemos experimentado y disfrutado. Primero recorrimos la Neocueva para trasladarnos posteriormente hacia otro rincón, sumergirnos en la “cueva auténtica” para sentir, escuchar el silencio, el sonido de las gotas de agua que caen… Adentrarnos en las profundidades de la Tierra y ver la belleza natural (además de la creativa y artística), junto a la energía del arte expresado a través de bisontes, ciervas, cabras y caballos.

– Buenos días, ¿Silvia Melero, por favor?

– Sí, soy yo.

– Ay qué alegría encontrarla. Mire, le llamamos del Museo Cueva de Altamira.

– Eh, ah, ¿sí?

– Verá, es que usted hizo una reserva en el año 1999 para visitarlas y, como está tan restringido, pues la lista va avanzando poco a poco y ya le toca.

– ¡Anda, qué sorpresa, ni me acordaba! Pero me cuadra totalmente, sí, yo en aquella época estaría en la Universidad, madre mía…

– Sí, es que sólo pueden visitarlas cinco personas cada sábado. Y resulta que usted justo tiene reservadas cinco plazas. Qué privilegio poder tener la visita para ustedes…

– ¡Uf, pero qué suerte! Estoy alucinando.

– Qué alegría, porque es que además es difícil localizar a las personas, porque en su momento dejaron un teléfono fijo y, claro, han pasado muchos años, así que nos alegra mucho haberla localizado porque es la primera persona que podemos confirmar hoy justo cuando hemos retomado las visitas tras el parón en 2020.

– Qué fuerte todo. Pero usted me está llamando a mi móvil, yo en esa época no tenía, supongo que les dejé el teléfono fijo de casa de mis padres…

– Sí, sí, justo he llamado ahí y ya he estado hablando con su madre, ya me ha contado que hace muchos años, cuando se podía entrar, vieron la cueva.

– Sí, es que mi madre es de Cantabria, seríamos pequeñas mi hermana y yo cuando fuimos, tengo un leve recuerdo, pero muy lejano.

– Ya me ha contado su madre. Pues mire qué bien que ahora van a poder ir de nuevo.

– Pues muchísimas gracias, la verdad es que ha sido una sorpresa inesperada.

– Muchas gracias a usted, dentro de un tiempo volveremos a contactarla para cerrar la fecha de la visita, ahora sólo necesitábamos confirmar que sigue interesada.

La mujer que me llamó hace unos meses para darme esta noticia era absolutamente encantadora, amable y entusiasta. Me dejó con una sensación preciosa. Cada vez que lo cuento, veo la sonrisa que provoca. Y realmente fui tomando consciencia de lo afortunada que era cuando muchas personas me expresaban cómo les gustaría tener la oportunidad de contemplar lo que nuestros antepasados crearon hace 35.000 años. Sobre todo sabiendo que ahora mismo ya ni existe la posibilidad de apuntarse a una lista de espera. La vida te da sorpresas, así en lo cotidiano, en lo inesperado, en los hilos que se mueven por su cuenta cuando tú ni te lo imaginas.

Todo llega, es cuestión de tiempo. Y hace unas semanas pudimos disfrutar de esta inesperada visita.

Nervios, emoción, expectación, risas… Así llegamos los cinco exploradores al Museo Nacional Cueva de Altamira, en el maravilloso entorno verde de Santillana del Mar. De nuevo la cálida amabilidad del personal y de quien nos recibe como guía para acompañarnos primero a ver la Neocueva (reproducción tridimensional de Altamira, abierta al público) y explicarnos maravillosamente bien todos los detalles, el contexto, los secretos. Y con esa información nos fuimos luego hacia un rincón precioso entre árboles y prados para sumergirnos en la “cueva auténtica”.

La reproducción de la Neocueva es fantástica, porque te permite hacerte una idea de cómo era la cueva con su enorme apertura cuando la habitaron grupos de hombres y mujeres en diferentes épocas hace 35.000 años. Se alojaban en el vestíbulo, lugar de tareas cotidianas, y dedicaban las zonas del interior a desarrollar su arte, su transcendencia, en paredes y techos. Ahí se encuentra la belleza del famoso techo de polícromos con sus pinturas de bisontes, ciervos, caballos, signos que no se han descifrado y grabados.

La extensa entrada de la cueva se derrumbó hace 13.000 años, por lo que quedó sepultada, quedando una pequeña apertura (tal y como es en la actualidad) para adentrarse de uno en uno. Es una cueva de 270 metros de longitud con una estructura geológica frágil. Las rocas que taponaron la entrada permitieron una estabilidad climática interna que favoreció su conservación.

Y esa entrada oculta fue la que atravesó Marcelino Sanz de Sautuola en el siglo XIX avisado por un lugareño, Modesto Cubillas, que descubrió la cavidad. Sautuola tenía formación en Historia y Ciencias Naturales y miraba hacia el suelo, encontrando restos arqueológicos de otras épocas. Pero es en otra visita, acompañado por su hija María en 1879, cuando la niña levanta la mirada hacia arriba, hacia el techo y descubre las pinturas. Marcelino decide investigar, publica estudios atribuyendo las pinturas a la prehistoria y se enfrenta al escepticismo sobre la autenticidad de las pinturas. Su valor no fue reconocido hasta el descubrimiento de otras muestras de arte rupestre en otras cuevas del sur de Francia. Es ahí cuando la cueva de Altamira adquiere reconocimiento universal, convirtiéndose en un icono del arte rupestre, el primer legado del Homo sapiens a las generaciones futuras. Así que Altamira es el primer lugar en el mundo en el que se identificó la existencia del arte rupestre del Paleolítico superior. Son las primeras pinturas descubiertas (al menos para los ojos de nuestra civilización). Y están en Cantabria.

En los años 80 hay una intensa actividad de visitas, es ahí cuando fui también con mi familia a verlas siendo una niña. No era necesario reservar ni nada, tú llegabas, hacías cola y entrabas. No tengo recuerdo nítido de ver las pinturas, pero sí una sensación. Y gracias a lo que nos iba explicando ahora nuestro guía recuperé otro recuerdo. Nos habló de la cueva de las estalactitas, que actualmente está cerrada. Ahí me vino claramente la imagen de estar mirando eso, en una fila de gente que iba avanzando poco a poco.

El exceso de visitas humanas puso en peligro las pinturas (por las oscilaciones de temperatura y humedad), por lo que se decidió restringir el acceso para su conservación. Se adoptaron medidas preventivas y la cueva se cerró al público en 2002. Finalmente se acordó un estricto régimen de acceso de cinco personas un día a la semana.

Vuelvo a la Neocueva porque me pareció muy interesante ver cómo era la vida allí, en ese primer espacio donde habitaban nuestros familiares lejanos, donde hacían herramientas, cosían ropa, preparaban alimentos. Y luego, en una parte más íntima, más adentro, el “santuario” donde expresarse artísticamente pintando con los dedos.

Es interesante recorrer la exposición permanente dedicada a “los tiempos de Altamira”. Impregnarse de cómo era la vida en el Paleolítico superior y ver las representaciones de personas como nosotros, tan iguales que te sorprende. Hombres y mujeres con vínculos familiares creaban grupos y se movían por el territorio encontrando abrigo en las cuevas bajo la roca o en las tiendas junto a la playa, según la temporada. Se alimentaban de la caza, la recolección de vegetales, la pesca o el marisqueo. En los campamentos de la costa recogían moluscos y crustáceos. Los ríos también les proporcionaban truchas y salmones en su variada alimentación. Como cazadores-recolectores, recibían lo que la naturaleza les ofrecía aprovechándolo al máximo. Cazaban para comer y la piel de los animales se aprovechaba para confeccionar ropa, adornos personales, enseres. Cosían con sus agujas paleolíticas y con hilos y cordones realizados con tendones, para confeccionar un vestuario ceñido al cuerpo que les protegiera del frío. Usaban el polvo de ocre (mineral con óxidos de hierro natural) en el curtido de pieles (por su poder colorante fue el pigmento utilizado en las pinturas de las cavernas).

Eran recolectores constantes, comían gran cantidad de productos vegetales, raíces, hojas, tallos y frutos.

La luz y el calor del fuego hizo más confortable la preparación de comida, la fabricación de herramientas. Se han encontrado pozos de cocción, grandes huesos usados para asar, cuchillos de sílex. Los restos arqueológicos permiten intuir que cuidaban a los enfermos y enterraban con esmero a sus muertos, con objetos para acompañarles en ese viaje.

La naturaleza les proporcionaba también las materias primas para crear su arte. Tallaban bloques de sílex para hacer finos buriles para dibujar en la roca y usaban huesos de ave huecos como difusores de pigmentos. Óxidos de hierro y carbones les servían para pintar. El ocre fue el mineral más utilizado en Altamira, mezclado con arcilla permite una variedad cromática entre amarillo, marrón, naranja y rojo. Los dedos fueron los pinceles sobre el enorme lienzo de la cueva.

La propia geología de la cueva y sus formas en techos y paredes inspiraban los dibujos. Grietas y salientes eran utilizados para dar volumen, de manera que sus sencillos y precisos trazos sacaban las figuras de la piedra. Roca y pintura se funden en uno para dar vida al animal representado. Entre las más de 300 representaciones destacan las ciervas, los caballos y las cabras, además de los bisontes. Y tenían el manejo de varias técnicas, como la incisión o el grabado en roca, además del dibujo y la pintura. Así representaron sus historias, su memoria, sus vivencias, lo que veían, lo que pensaban…

Aprendí muchas cosas que no sabía y con toda esa información nos fuimos camino arriba entre árboles para llegar hasta la “cueva auténtica”. Me encantó ver la sencillez del lugar. Ni un cartel, nada artificial, el camino conduce a la entrada de la cueva tal y como es, natural, rodeada de verde, de vegetación, con un prado encima (tuvieron que quitar las vacas que pastaban porque se filtraban por la tierra los desechos y podían perjudicar las pinturas). La pequeña cavidad por la que entraron María y su padre, tras miles de años sellada. Previamente nos pusimos la indumentaria necesaria para proteger las pinturas y dejar el menor impacto humano posible (un mono blanco con su gorro, mascarilla, calzado específico). Cual astronautas, pero adentrándonos en las profundidades de la Tierra en vez de la Luna. Y nos dividimos en dos grupos: dos personas por un lado y tres por otro. Con un nuevo guía para acompañarnos también. Pero ahora no tanto para hablar ni para explicarnos. Ahora tocaba tener la vivencia directa, sentir la cueva, contemplar en silencio las pinturas durante los ocho minutos que podíamos estar allí, en esa zona concreta de la “Capilla Sixtina del arte rupestre”. Me llamó la atención que la cueva brilla. Las pinturas brillan, están vivas. Porque la cueva está viva. Tiene sus propias bacterias. Se monitoriza nuestra entrada, el cambio por la temperatura corporal, la respiración y todo lo que pudiera alterarlas. Una vigilancia exhaustiva para conservar este Patrimonio Mundial de la Unesco, esa expresión artística única de la cultura magdaleniense. Se sigue investigando, se sigue mirando con detalle para saber más y proteger el primer arte de la humanidad.

Fotografía tomada por la autora del artículo durante su reciente visita a la Cueva de Altamira. Foto: Silvia Melero.

Unos minutos únicos para nosotros, para mirar y sentir. Para trasladarme miles de años atrás e imaginar cómo pintaban. Y sobre todo, cómo sentían. En Altamira no representaron escenas de caza ni flechas ni sangre ni violencia, como sí hay en otras cuevas. Por eso la idea de “santuario”, de lugar sagrado, espiritual, de canto a la vida. Busqué la cierva preñada, la mula preñada. Me pareció mágico. Imaginé de nuevo a quienes decidieron plasmar a una hembra en estado de gestación, con esa sensibilidad, con ese canto a la Naturaleza, a la vida, a la creación. Traté de sentir la destreza en sus trazos sencillos para con apenas cinco líneas reflejar perfectamente una cabeza. Me puse debajo del saliente de las rocas donde dibujaron los bisontes para conseguir ese volumen y tener yo misma esa percepción que tuvieron, la sensación de “se salen del techo y se nos caen encima”. Y sonreí, imaginando que otras muchas sonrisas miles de años atrás habían acompañado también esa misma visión.

Imaginé también la sonrisa de Rafael Alberti al ver lo mismo que yo veía ahora, y al escribir: “Parecía que las rocas bramaban. Allí, en rojo y negro, amontonados, lustrosos por las filtraciones de agua, estaban los bisontes, enfurecidos o en reposo. Un temblor milenario estremecía la sala. Era como el primer chiquero español, abarrotado de reses bravas pugnando por salir. Ni vaqueros ni mayorales se veían por los muros. Mugían solas, barbadas y terribles bajo aquella oscuridad de siglos. Abandoné la cueva cargado de ángeles, que solté ya en la luz, viéndolos remontarse entre la lluvia, rabiosas las pupilas”. (La arboleda perdida, 1928)

Sí, yo también abandoné la cueva cargada de ángeles, hadas y duendes. Además de observar el techo más famoso, poder recorrer luego el resto de la cueva (mucho más grande lo que me imaginaba) me pareció mágico.

Altamira está viva porque cuando penetras en ella la cueva te acoge, cual útero, y te reconecta con la esencia de la humanidad, recordándote lo que somos. Recordándonos que dejamos huellas en este planeta, que todo lo que hacemos puede inspirar, construir o destruir. Que la humanidad tiene el don de la creación, de la creatividad como puente de conexión. Que crear belleza (sea desde el arte o sea desde cada gesto, cada palabra o cada acción) que acompañe la belleza natural del planeta es el camino.

Sentí que aquella cueva nos contaba mucho de lo que somos, de manera sencilla y directa. Sentí la vida latente de quienes nos precedieron y tomé una profunda consciencia de mi propia vida y de las huellas que quiero dejar a quienes vengan después. Altamira está viva porque sigue inspirando.

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Comentarios

  • Carmen

    Por Carmen, el 09 agosto 2022

    Magnífico artículo. Gracias por compartir la vivencia y contar la historia de tu visita. Felicidades por la suerte de haber realizado este viaje al pasado.

  • Ana Giménez Ginel

    Por Ana Giménez Ginel, el 11 agosto 2022

    Me ha encantado este artículo.
    Yo me apunté a una lista, el mismo año que la cerraron creo que era cuando ya me tocaba ir a mi.
    He visitado la réplica y aunque esta impresionante, no he sentido el escalofrío y la sensación de estar en casa, como me ha pasado cuando he visitado otras cuevas, como por ejemplo la de Tito Bustillo»»
    Nunca he entrado en Altamira y sin embargo en mis sueños estoy en ella, vivo en ella. Creo que sí un día puedo entrar en ella, mis ojos se humedeceran como lo están haciendo ahora.
    Entrar en esa cueva ha sido mi esperanza incluso antes de saber su nombre y ubicación.
    Sería volver a mí hogar.

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