Y si empezamos el curso aparcando tanta distopía y construimos utopías…

La periodista y escritora Layla Martínez.

El futuro no está escrito. No hay un mañana que vaya a ser de una forma por definición, sino que dependerá de cómo lo construyamos colectivamente”, afirma Layla Martínez, autora de ‘Utopía no es una isla. Catálogo de mundos mejores’ (Episkaia). Un ensayo en el que la periodista y escritora reflexiona sobre la utopía a nivel político y cultural con el fin de ayudar a pensar el futuro en positivo. Algo que desde los años 80 no llevamos haciendo.

Pero no siempre fue así. Según apunta Layla Martínez, “la victoria después de la Segunda Guerra Mundial, las tres décadas del estado de bienestar, la mejora de las condiciones de vida, de los salarios y un largo etcétera crearon la noción de que el futuro iba a ser siempre mejor”. Algo que se derrumbó a partir de los 80 con la llegada del neoliberalismo, la caída de la URSS y la idea de que había llegado el fin de la historia. “Políticos como Margaret Thatcher respaldaban este pensamiento hasta tal punto que a ella le debemos la famosa frase: “No hay alternativa”, sostiene la escritora.

Bajo estas coordenadas, la producción cultural se relacionó con el sustrato social y político de dos formas: reflejándolo y produciéndolo. “La oleada de distopías creadas a partir de entonces reflejan esta coyuntura sociopolítica. Así, se creó una idea más oscura sobre el futuro y la ciencia ficción que no hizo más que mostrar ese miedo de empeoramiento del trabajo, de la democracia, de los derechos…”.

De esta manera, la cultura, que buscaba alertar sobre ese posible futuro negro, contribuyó a apuntalar la idea de “No hay alternativa”. Al tratarse del único discurso existente respecto al futuro, terminó fijando esas ideas. “Acaban sirviendo, sin que la mayoría de los autores quisieran, como base política del sistema”, sostiene Layla Martínez. “Las distopías de los años 80, que son ferozmente antiutópicas, sostenían que cualquier cosa que se intentara iba a ser peor que lo que había. Eso acabó generando una sensación de conservadurismo con lo existente, de no apostar por el futuro”.

La importancia de las utopías en este contexto

Esa cancelación del futuro, esa no posibilidad de crear alternativas y horizontes, es lo que combaten las utopías. Porque, como dijo Eduardo Galeano, las utopías están siempre un paso por delante, sirven para avanzar. “A mí me interesan bajo esta idea, como algo hacia lo que hay que ir, no un edén. No es un espacio al que huir, sino un espacio que se conquista”, apunta Layla Martínez.

Esto último es importante ya que nos sugiere que debemos someterlas a continuas críticas. Cada época, cada sociedad que piensa sus utopías, lo hace bajo su propia idealización. “Por eso es importante tener en cuenta qué limitaciones tenemos con las utopías que generamos ahora. Y por eso también es importante que se creen a nivel colectivo, para que nadie se quede fuera, y que estén sujetas a revisión”.

Algo que Layla Martínez muestra en su ensayo. Un ejemplo clarificador es el libro de Tomás Moro Utopía. En él, el pensador presenta una serie de puntos progresistas, como puede ser la jornada de seis horas o la vivienda pública. “Sin embargo, en ella siguen existiendo los esclavos y son muy patriarcales”, afirma la autora. Otro ejemplo claro serían las utopías feministas de la primera ola, que muestran muchos progresos, pero a la vez “asesinan a los niños que no son blancos o que tienen cualquier diversidad funcional”.

Pequeños-grandes avances hacia las utopías

Como manifiesta Layla Martínez, en los últimos años la mayor parte del contenido de ficción que habla del futuro tiene que ver con distopías. Películas, series, libros, canciones, repiten una y otra vez que todo va a ir a peor. Sin embargo, también se están produciendo movimientos que nos encaminan hacia la utopía. Tanto desde la ciencia ficción como desde la realidad. Quizá no arrastran ni están tan generalizados como los del pasado, pero sí que empieza a haber cambios respecto a ese antiutopismo del que habla Layla Martínez.

Un ejemplo claro es la evolución entre el final del libro y la serie El cuento de la criada. En el primero, publicado en los 80, Margaret Atwood propone un final bastante ambiguo, pero introduce un epílogo en el que, 200 años después, sigue existiendo la misma distopía. “Eso crea una idea de que no estamos tan mal”, sostiene la periodista. Sin embargo, “la serie, que es actual, se despega de ese final y empieza a contar la historia de una revolución. Creo que es bastante interesante esa diferencia, porque habla de la necesidad de, en un contexto distópico, comenzar a proyectar intentos, aunque no sean utopías como tal. Aquí se ve claramente ese cambio de los 80 a ahora. Hay ganas de mostrar otros modelos que estaban muy ausentes en la ficción”.

Un pequeño acercamiento a las utopías que también se aprecia en la película Mad Max: Fury Road (2015). “Aquí el final también nos habla de una revolución que hay que llevar a cabo en el lugar donde vivimos. Y, al igual que esta película, hay más ficciones que están siguiendo este camino. Algo que me da bastantes esperanzas”, afirma.

Y, en esta búsqueda de nuevas esperanzas, Layla Martínez cierra el libro con algunos ejemplos de pueblos y personas que están acercándose a esas utopías. Como es el caso de Standing Rock, donde los nativos norteamericanos lucharon por defender su tierra de las petroleras en 2016. “Pero no es el único. Sobre todo en la lucha ecológica, se están produciendo grandes avances en América y en el Sudeste Asiático. Allí se está defendiendo la tierra frente a las multinacionales y han conseguido muchísimos avances como las prohibiciones del fracking”, defiende la periodista.

Como decíamos al principio, el futuro está por escribirse. Por ello, propone Layla Martínez, “la mejor forma de empezar a imaginarlo en positivo es mirar al pasado y empezarlo a pensar desde allí, a intentar construirlo de una forma mejor”.

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