‘De repente, el paraíso’: ¿Y si todas fuésemos Palestina?

Fotograma de la película ‘De repente, el paraíso’, del Elia Suleiman.

Hoy parece frívolo jugar con la idea de que cualquier comunidad del mundo podría estar cerca de vivir un apartheid semejante al que se ejerce desde hace décadas en esas estrechas franjas palestinas. Sin embargo, poco antes de que la pandemia truncara el camino de su comedia, un realizador palestino (cristiano) se permitía mostrarnos su tragicómica perplejidad frente a lo que sucedía en Nazaret, pero también podía ocurrir cualquier día en París o Nueva York. ‘De repente, el paraíso’, del genial Elia Suleiman –una suerte de Jacques Tati oriental– sonó profética cuando llegó el covid-19, a los que habíamos podido verla en algún festival (o en un preestreno), pero a España acaba de llegar de la mano de esa plataforma de cine ineludible que es Filmin. No dejen de verla (aunque a la luz de los destellos de los bombardeos de estas últimas semanas, duela reírse). Vuelve a valer la pena entender el contexto y las raíces de los males, sobre todo si están hechas con ‘humor al arte’. Esto es lo que escribí con entusiasmo prepandémico cuando aquel conflicto, en el que siempre hubo opresores y oprimidos, parecía crónicamente enquistado en Oriente Próximo.

“Soy árabe, témeme”, dice el estribillo del tema que corean a lo loco los chicos y las chicas de una discoteca de Nazaret. Bailan frente a la mirada silente del realizador Elia Suleiman, acodado a la barra, dejándose mecer por la ola catártica: “Tenme miedo: soy árabe”.

¿Qué otra cosa podría decirle un árabe a cualquier incauto del mundo occidental?

La bravuconada de la canción se parece más bien a una maniobra defensiva y apuntala una escena festiva de la película De repente, el paraíso, del director Elia Suleiman, que se autoproclama palestino aunque, según sus propias palabras, deba cargar con un pasaporte impuesto: el israelí.

Suleiman nació en Nazaret –la ciudad de Israel que cuenta con la mayor proporción de población árabe– y es cristiano; o sea que su condición es doblemente minoritaria.

Con esta película, que en su versión internacional se llama It must be heaven (Esto tiene que ser el cielo), el realizador ganó en 2019 el premio Fipresci que otorgan los críticos en Cannes, y volvió a estar en foco (en 2002 ya había obtenido el premio del Jurado de Cannes por su película Intervención divina). Esta vez, lo hace desde el rol protagónico de un observador pasivo, de mueca mínima, que va posándose en los tres países en los que el realizador efectivamente ha vivido –Palestina, Francia y Estados Unidos– y en las tres ciudades con cuyo ánimo está familiarizado.

Pero, más allá de la trivia de la industria del entretenimiento, Suleiman –el palestino– nos deja mudos a los espectadores frente a esta comedia visual de nuestro presente, en la que las grandes cuestiones del poder pueden rastrearse en gestos, sinécdoques, micronarcisismos cotidianos, delaciones y violencias coreografiadas hasta el absurdo.

El silente personaje protagónico abre la boca únicamente para decir que viene de Nazaret, una ciudad de insoslayable referencia bíblica y escasa sonoridad actual. Él mira, mira y calla. Frente a sus ojos pasan las frustraciones y las hipocresías del día a día en el mundo árabe (la moral aparente y no ejercida, el vino ajeno, la codicia, el alarde), y también el capricho sionista sin vueltas.

Trascartón, a un vuelo de pocas horas de distancia, el hombre cincuentón se sienta a contemplar todo el ridículo europeo, con sus violencias solemnizadas, estilizadas y los buenos modales para seguir diciéndoles a los otros qué mirada de ellos necesitamos (algo que podría llamarse chantaje… u obediencia debida). Así, en París, un ramo de flores marchitas debajo de un coche es un signo de desorden y un pájaro obcecado cumple su rutina como los policías que persiguen, en disciplinada formación, cualquier posible transgresión a alguna norma, por arbitraria que parezca. El aire es banal y, sin embargo, poderosamente violento.

Como decía el psicoanalista Gustavo Dessal, a propósito de las disidentes revueltas simultáneas que se sucedían justo antes de desatarse la pandemia, en varias ciudades del mundo: “Uno de los mayores triunfos del capitalismo ha sido diagnosticar la furia como signo de inadaptación y locura, mientras una élite se entrega a formas de sadismo cada vez más extremas que se cotizan en Bolsa”.

“Esto tiene que ser el cielo”, dirá en tono burlesque el gran Suleiman. En este paraíso hay ruedas y armas, tanques y moda, y muchos uniformes que componen danzas ensayadas al milímetro sobre un suelo impecablemente liso para los monociclos eléctricos, y bajo un cielo rayado de aviones que van y que vienen. Son los desfiles, practicados y repetidos, los que marcan los recorridos de un mundo celestial donde todo está previsto, con los límites fijados de antemano: el precio de la carrera del taxi, la pasarela de moda, el paso militar, las líneas que delimitan los colores de las banderas nacionales.

Lo bello y el anestésico

Este cuidado orden satírico del realizador palestino huele a anestesia. Y aunque anestesia (que evoca insensibilidad) y estética fueron términos antinómicos desde el origen griego de ambos vocablos, este momento paradójico de la historia hace de la estética un anestésico: algo así como apreciar lo bello en simultáneo con el soslayo de lo ético.

Elia Suleiman, que abreva en el legado cómico existencial de Buster Keaton y Jacques Tati, lleva la estética al paroxismo cuando aterriza en Nueva York –una ciudad en la que vivió durante largos años– y constata con qué gracia se portan armas en ese presente anestesiado de la sociedad de consumo.

¿Y si todas fuéramos Palestina? Desde hace décadas se especula con la probable existencia de  laboratorios políticos del capitalismo tardío, que si Argentina, o España, que si Italia o los territorios ocupados por Israel.

El realizador de De repente, el paraíso mencionaba en una entrevista, “las nuevas formas de desesperación”, porque siempre hay un escalón más bajo de impotencia frente a lo que se vive. Y lo cierto es que Palestina podría pasar en cualquier lugar, o está pasando en todos lados. Su claustrofobia es nuestra asfixia.

“Si en mis anteriores filmes, Palestina podía aparecer como un microcosmos del mundo, esta película pretende retratar al mundo como un microcosmos de Palestina”, afirmó Suleiman, sin ambages.

Su afirmación tiene la osadía de alguien que no ha venido a esta Tierra para rodar otro capítulo de una serie adictiva que se deglute a granel en alguna plataforma digital. Su cine no es político, aunque nos siga haciendo falta la compañía de los que sí lo hacen, como Ken Loach o Robert Guédiguian.

El cine de Suleiman es poesía filosófica, o filosofía poetizada, con un ineludible sentido del humor. De repente el paraíso también funciona como una comedia de las de reírse a carcajadas, porque rasga con gracia la encorsetada obscenidad de este mundo. Reírse es, claro, un acto de desobediencia, como descreer de la solemnidad que pretenden imponernos.

A propósito, Virginia Woolf dijo una vez que la guerra es una ficción inventada por los hombres (sujetos masculinos). A juzgar por el devenir histórico actual, la trama se les ha ido de las manos, pero siguen intentando convencernos de que su orden social es verosímil.

Elia Suleiman, que no trabaja de palestino (y menos, de israelí), nos muestra desde su observatorio de sensibilidad privilegiada, en Oriente Próximo, las texturas de los materiales de los que está hecho también nuestro lado del mundo. Este lado del que los demás vemos solamente un reflejo en un espejo torcido es el que él es capaz de ver con la admirable perspectiva del ciudadano de un pueblo que sobrevive en la (aparente) derrota, pero con la inquebrantable resistencia que huele a victoria.

Una frustración que puede volverse esperanza.

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