‘De viaje’, cada día queremos más a Virginia Woolf

La escritora Virginia Woolf.

Virginia Woolf era una mujer como cualquiera de nosotras, llena de contradicciones, humor no siempre correcto, unas increíbles ganas de vivir y disfrutar, amenazadas por momentos de melancolía existencial y dolores físicos. El libro ‘De viaje’, que ha aparecido recientemente en español, muestra su lado menos ficcional, ya que reúne sus cartas a los seres más cercanos y sus diarios, escritos hasta 1939, dos años antes de su muerte.

Decía que solo podía imaginar libros en lugar de escribirlos mientras paseaba por las ciudades de las que se iba enamorando. Virginia Ginnie Woolf (1882-1941) no fue una viajera de largos recorridos por el mundo, pero fue una británica de su tiempo que se asomó a Grecia y a Turquía, como para confirmar su inglesitud en Oriente. Por supuesto, como correspondía a una persona de clase ilustrada en el Reino Unido a principios del s. XX, vino a España a confirmar su folklore, paseó por Francia, por Italia y fue a Berlín. No recorrió miles de kilómetros, porque, sobre todo, fue una viajera dentro de su país. Adoraba visitar Cornualles, el lugar de veraneo de su infancia –que tanta nostalgia le daba–, conducía (esto significa que recorría los caminos al volante) y caminaba. De viaje (Editorial Nórdica), con traducción de Patricia Díaz Pereda, es el libro de reciente aparición en castellano que da cuenta de sus reflexiones al paso, de buena parte de sus diarios, sus momentos plácidos y tribulaciones en movimiento.

De su padre había heredado su amor por los paseos y la capacidad de construir frases al compás de sus pasos, quizá porque ella desconfía de las palabras, pero no de su ritmo. “Así, amontonamos palabras, pero es una simulación. Debes verlo y dejar que los ojos salten, como criaturas libres, entre esas curvas y cavidades ¡porque los ojos han suspirado por tal belleza! Y la piedra –si es que la llamas piedra– también parece conforme en la mano del escultor: es casi líquida, del color del alabastro y tiene la solidez del mármol”, escribe, a propósito de no poder describir a Olimpia. Y a nosotras se nos saltan los ojos frente a la belleza de sus líneas impotentes.

“Cuanto peor escribo, mejor debes pintar tú”, le dice a su hermana Vanessa (Nessa), desde Roma, en 1927, mientras enumera para ella, la pintora, las cosas del paisaje.

O, también, “he perdido todo contacto con el lenguaje, soy un animal que gira; una criatura que se sienta ocho horas al día mirando por la ventanilla”, reconocía para su amiga amante Vita Sackerville-West mientras recorría Francia en coche.

A pesar de expresar esa desconfianza hacia el texto, cuánto placer se presiente al verla jugar con las palabras y las formas, y descubrir su estilo para expresar ese mundo de abundante vitalidad, incluso esas vetas de hondo pesar que la habitaban. Solía incluir esas pequeñas dosis de desazón (o dolor físico) en sus diarios y en pequeños y preciosos ensayos, pero sobre todo, en las muchas cartas que envió a Nessa, a Vita, a su marido Leonard Woolf, a sus hermanos, a los amigos de sus hermanos, a su cuñado Clive Bell y hasta a la escritora argentina Victoria Ocampo: “Ay, ya he gastado todas las vacaciones de este año y no iré tan lejos como a Sudamérica. ¿En otra ocasión? Espero que sí”.

Como en su familia lo de escribir había sido siempre un hábito cotidiano, con menos de diez años Ginnie había fundado un periódico doméstico semanal llamado Hyde Park Gate News, inspirado en las revistas infantiles de la época, en el que colaboraban casi todos los hermanos (aunque Virginia era la más activa redactora) y que se editó aproximadamente durante cinco años. Allí se reseñaban las actividades diarias de los Stephen (su apellido de soltera), acompañadas por ilustraciones; se hacían bromas, adivinanzas y había un imaginario correo de lectores, aunque nunca se tocaban temas tristes. El día que se publicaba, los niños lo dejaban al lado de la mesa, sobre el sofá, a la hora de la cena, para que sus padres les prestaran atención.

Cornualles, su idea de felicidad

En el barrio de Kensington, en Londres, Leslie Stephen y Julia Duckworth –los padres de Virginia– habían criado a sus hijos en común: Vanessa (nacida en 1879), Thoby (nacido en 1880), Virginia y Adrian (nacidos en 1882 y 1883). Con ellos también crecían los otros hijos: Laura (hija de Leslie con su anterior esposa, nacida en 1870), además de George (1868), Stella (1869) y Gerald (1870), hijos de Julia con su primer marido Herbert Duckworth. Esto, por supuesto, con ayuda de sus siete sirvientas.

Cuando llegaba el verano, los Stephen-Duckworth sacaban billetes de tren en tercera clase en el Cornish Express y viajaban a Cornualles, a 500 kilómetros de Londres. La familia pasó allí al menos 13 veranos, porque Leslie era de costumbres fijas y alquilaba invariablemente en St. Ives, la ciudad costera de Cornualles, en el sudoeste de Inglaterra. Aquellos veranos fueron la referencia de Virginia para toda la vida, porque a partir de entonces siempre necesitó un refugio fuera de la ciudad y porque esos instantes de intensidad le sirvieron de medida para cada viaje que realizó fuera de Londres. Por ejemplo, para describir los paisajes de Grecia comparándolos con St. Ives, donde quedó fijada su idea de felicidad.

La casa de Cornualles se llamaba Talland House, y a partir de ese escenario se desarrolló la más importante consideración de Woolf: “Si la vida tiene un fundamento sobre el que se apoya, si es un tazón que llenamos, llenamos y llenamos, entonces mi tazón, sin la menor duda, se apoya en ese recuerdo. Es el recuerdo de yacer medio dormida, medio despierta, en la cama del cuarto de niños en St. Ives. Es el recuerdo de oír las olas rompiendo, una, dos, una, dos, detrás de una persiana amarilla. Es el recuerdo de oír la persiana arrastrando por el suelo la pequeña bolita de madera del cordón cuando el viento la empujaba hacia afuera. Es el recuerdo de yacer y oír las salpicaduras de agua y ver esa luz, y sentir, es casi imposible que yo esté aquí; de experimentar el más puro éxtasis que me es posible concebir”.

Para las que escribimos, estos textos a borbotones (que parecen sin pulir) de nuestras grandes abuelas-maestras constituyen una lección imborrable de cómo decir la mirada asombrada –la de una niña o un poeta– frente a cualquier objeto o acción cotidianos. Esto, si queremos aprender.

Si lo que buscamos es conocer los lados más pedestres y humanos de nuestros próceres, en este caso, de Virginia, podemos también asomarnos a este libro para reírnos con ella y su visión sin reservas de los lugares y la gente. “Si dios solamente se hubiera olvidado de crear a los alemanes y a las alemanas, no tendría ninguna queja”, le dice a Angus Davidson, desde Roma. O, a propósito de los franceses, según estas líneas de su diario: “Por hermosa que sea la lengua francesa, no le confiaría mi cuerpo, ni tampoco mi alma a una gente que no conoce la bañera”.

Resume, con morriña autorreferencial, desde Grecia: “Inglaterra tiene el sonido de todo lo que es limpio y sano, y serio”.

Su mirada sobre la práctica religiosa

También podemos comprenderla sinceramente frente a las cavilaciones (o la procrastinación) en los momentos en los que presiente que tiene que ponerse a escribir, pero prefiere disfrutar del mundo suave después de beber un vino. “Hay una marcha hacia la plaza, ahora mismo, la banda toca, hay linternas y algún objeto sagrado bajo una panoplia –es Pascua, supongo–. Me gusta la religión católica. Digo que es un intento de arte; Leonard está furioso. Dimos con una ceremonia de niñas pequeñas que llevaban velos blancos, esta mañana, que me conmovió mucho. Me parece simplemente el deseo de crear, ligeramente distorsionado, sin Dios en absoluto”, le cuenta desde Palermo a su hermana Nessa, en abril de 1927.

Su perspectiva de la espiritualidad y la práctica religiosa resulta realmente interesante con ojos de hoy, ya que ella miraba los cultos con una distante amabilidad, y respeto. Y no solo los rituales cristianos. Aquí, en uno de sus diarios, expone sus sensaciones frente a “la mezquita más hermosa de Constantinopla”. Escribe: “La mezquita no es otra cosa que una enorme sala; aquí podrías bailar vestida de seda o tomarte el té de la tarde… El lugar te invita a entrar y sentarte en el suelo a tu aire; tendrás pensamientos alegres y serán acerca de cosas elevadas y saludables… Las fuertes voces de los hombres rezando no se diferencian de las de esos mismos hombres en el mercado, y un niño corría sin miedo… como si le pareciera un sitio para jugar tan bueno como cualquiera y no viera motivos para interrumpir su júbilo”.

En fin, De viaje son casi 300 páginas de pura Virginia, con su humor corrosivo y sus diferentes estados emocionales, reflexiones sobre la escritura, la vida de las mujeres y su condición de europea que conoce ciertas comodidades, pero que no puede vivir sin trabajar.

Por cierto, también es posible cotillear algo sobre otras personalidades de su tiempo, como Henry James y su “ojo de canica”, o sonreír con las descripciones de Ginnie, en confianza, de encuentros casuales que pueden terminar con un toque de melancolía, o de contradicción. “Al mirar por la ventanilla del vagón en Civita Vecchia, a quién crees que vimos sentados en un banco, pues a D. H. Lawrence y a Norman Douglas… Lawrence agujereado y penetrante. Un tren los borró y nosotros seguimos a Roma. Estoy segura de que Roma es la ciudad adonde iré a morirme (unos meses antes de la muerte, no obstante, porque no hay duda de que el campo de los alrededores es, de lejos, el más bonito del mundo). Allí iré a morirme; sugiero, puedes considerar la idea, fundar una colonia con los maduritos, Roger, tú, Lytton, yo: todos con las mejillas hundidas, tambaleantes y corteses”.

Pero Virginia no fue a morir a Roma. En marzo de 1941, se sumergió en el río Ouse, después de haber llenado de piedras los bolsillos de su abrigo. Cerca de casa.

Nos deja pensando… Ella detestaba la guerra y la describía como un juego inconsciente de los hombres. A su delicada salud mental le afectaba especialmente el belicismo de su época, por lo que nunca sabremos si aquel tiempo ingrato también contribuyó a empujarla al río. Este libro nos permite asomarnos a un largo trayecto de su existencia (de 1882 a 1939), casi hasta el final, y a especular también con el carácter de su relación con Leonard, el marido que tanto la cuidó –al parecer, tolerante y paciente con su dolencia y sus momentos de fragilidad–, pero… ¿no se habrá sentido asfixiada?

¿Qué salida había entonces para una mujer sin un marido protector?

Tras esta lectura, todas las preguntas seguirán abiertas, pero habremos aprendido a quererla un poco más.

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