“Debería estudiarse en el colegio la infelicidad de nuestras madres”

La escritora Carmen Verde. Foto: Marina Tampellini.

Hay novelas que impactan contra quien lee con una fuerza descomunal. Novelas que sin siquiera imaginarlo se convierten en piedras autorizadas para marcar cada pedazo de la piel y de la carne de quien lee. Eso es exactamente lo que ocurre cuando se tiene acceso a ‘Una mínima infelicidad’, la primera y extraordinaria novela de Carmen Verde (Roma, 1968). En la línea de autoras como Morante, Ferrante y Ginzburg, Verde crea un duro espectro a través de la cotidianidad de una madre y una hija marcadas por la locura.

Escrita con un talento primoroso, Verde construye a sus dos protagonistas con una honestidad titánica. Sofía y Annetta son sin duda carne de eternidad dentro de la literatura del siglo XXI. La finísima emocionalidad de esta novela abre inmensas grietas en todas las familias del mundo. A través de su novela la autora pernocta en la cara más oscura de sus afiladas fisonomías hasta hacer brillar la parte de ellas que importa. Escrita con una sencillez y un tino narrativo admirable, Verde va domando a ese animal siempre desbocado que es la salud mental en el ámbito femenino:

“Adelina estaba loca. Y por eso también yo, sin mérito alguno, llevaba en la sangre un poco de locura. La locura de Adelina dominaba nuestra familia. Estaba en las infidelidades de mi madre, en la desolación de mi padre, en mi cuerpo mínimo, contraído, que yo mismo contemplaba con asco”.

Verde convoca en todas sus páginas ese dramatismo luminoso y conciliador que sostendrá la supervivencia de sus protagonistas.

Pero a pesar de la dulzura con que está narrado el libro, las páginas de Verde son crudas, paradigmáticas y muestran con una soltura fascinante cómo la dureza de la infancia no se acaba nunca en la biografía del atormentado, cómo se convierte en una extrañeza que taladra su cuerpo mientras crece, mientras muere. Cómo se convierte en un sacramento despiadado que arrastra la felicidad de quien lo sufre con esa inhumana velocidad con que un fanático del Ku Klux Klan arrastraba el cuerpo sentenciado de un hombre o una mujer negros.

Una mínima infelicidad nos lleva de la mano hacia la ternura más ardiente, hacia la menos hollada, hacia esa comprensión siempre inaudita de una niña frente a los demonios de una madre y frente a los propios demonios. Seres danzantes cuya danza jamás debería corresponderle a los días la infancia:

“Qué inmensa fortuna ser alta. Tener la impresión física de todo tu ser. Nosotras, las personas pequeñas, siempre debemos incorporar con el pensamiento esos aspectos concretos que le faltan a nuestro cuerpo. Una parte de nosotras es pura abstracción. Somos medio fantasmas”.

“Sospecho que, si mi madre hubiera sido una madre mejor, si no me hubiera excluido continuamente de su mundo, si, en definitiva, me hubiese querido más, quizás yo no la habría amado tanto. Mi fantasía infantil la transformaba, día a día, en una diosa.”

“La vida no es menos importante que la literatura. Debería estudiarse en el colegio la infelicidad de nuestras madres”.

“Hay quien sostiene que la enfermedad posee una esencia espiritual, quizá porque linda con la muerte, quizá porque es su antecede más sagrado. De ser eso cierto, en sus últimos días Sofia Vivier alcanzó la santidad”.

Una profundidad exquisita construye Una pequeña infelicidad, un libro de locura y amor, destino y desamparo, de belleza y estigmas infligidos por monstruos de carne que cobran salarios a fin de mes por destruir el porvenir de quien está a su cuidado:

“Durante todo el tiempo en que Clara Bigi asoló nuestra casa, contrapuse siempre a sus órdenes lo mejor de mí misma: la obediencia”.

En esta novela el lector queda desarmado muchas veces por ese cuidado que pone en hacer sus descubrimientos la protagonista. Annetta es reflexiva, observadora, no se encara con el dolor, dialoga con él a través de una magnética tolerancia.

Una mínima infelicidad es un testimonio cuya boca hierve, y cuya traducción es un regalo vibrante y vívido, una historia en la que la libertad propia se entrega a la felicidad y al cuidado de los muertos. Un enjambre en el que el dolor y la locura zumban sin que ninguno de sus protagonistas conozca el punto exacto sobre el que hay que golpear para que cese el ensordecedor zumbido, o logre tener acceso a las técnicas adecuadas para su cuidado:

“Desde hace meses me miro en los cristales de sus ventanas, y desde ahí contemplo mi vida. En las ventanas de los demás, la vida parece más hermosa”.

No dejen de leerla. Una mínima infelicidad es una primera novela que rezuma oficio y categoría narrativa, una novela que estremece como lo hace una caricia que llega desde la mano que jamás se espera.

‘Una mínima infelicidad’. Carmen Verde. Traducción de Regina López Muñoz. Editorial Tránsito. 161 páginas.

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