Defensores del paisaje, antes que el paisanaje

paisaje

Fotos: ©Manuel Cuéllar

Enzarzados en las vorágines de la actualidad, a menudo nos olvidamos de reivindicar las estructuras de lo importante. Como defender el valor del paisaje, que contribuye a conformar nuestra identidad y a no pedernos. Por eso, iniciamos un nuevo curso con Rousseau, Simmel, Lord Byron, Delibes, Unamuno, Caballero Bonald para reencontrarnos con nosotros a través de las naturalezas.

Aproveché las fiestas navideñas para introducir, un año más, un nuevo paréntesis en la rutina de gran ciudad. Como vengo haciendo desde que tengo constancia del paso del tiempo, comencé el año retirado en el campo para vaciar cuerpo y mente de mensajes multiplicados en ciclogénesis explosivas constantes hasta la saturación, para tomar nueva energía en un ejercicio que hoy quiero compartir aquí con los lectores de esta Ventana Verde, a través de grandes pensadores del paisaje y de lecturas recomendadas, de otro tipo de lecturas que jamás engrosarán las listas de ‘lo más del año’ que tanta veneración levantan. Se trata de reiniciar, de resetearse, con la contemplación. Pero no la contemplación espiritual, que es la primera que se nos viene a la cabeza, sino con la pura contemplación del paisaje, que tiene también algo de trascendental, pero, sobre todo, de elemento purificador.

Disfrutar el paisaje, uno de los mejores regalos -y más baratos- que nos pueden dejar los Reyes Magos. Y a menudo tan ignorado. La mayoría ni repara en él sino como un escenario donde tender infraestructuras, tantas veces sobrevaloradas por intereses de quienes aman distraer dinero desde las arcas públicas.

Disfrutar el paisaje al estilo de Georg Simmel: «No pocas veces puede ocurrir que, paseando por la naturaleza, nos fijemos, con mayor o menor atención, en cuanto nos rodea: los árboles y los cursos de agua, las colinas y las construcciones, la luz y las nubes en sus infinitas transformaciones…». Pero abarcándolo como un todo armónico, como algo que nos apacigüe. Seguimos con Simmel: «Por naturaleza entendemos la conexión sin fin de las cosas, el ininterrumpido surgir y desvanecerse de formas, la unidad fluida del devenir que se expresa en la continuidad de la existencia espacial y temporal».

Lo expresó Lord Byron, un icono del Romanticismo, época en la que escritores y artistas volvieron con devoción sus ojos hacia el horizonte: «Cuán a menudo olvidamos el tiempo al admirar a solas de la Naturaleza el trono universal: sus bosques, sus selvas, sus montañas, la intensa respuesta de su inteligencia a la nuestra». Y lo subrayó Miguel de Unamuno, aunque el desarrollismo -no podemos llamarlo desarrollo, sino desarrollismo, pues tiene algo de filia irracional- que nos impuso el siglo XX descalificó sin límite a los amantes de lo natural: «El sentimiento de la Naturaleza, el amor inteligente, a la vez que cordial, al campo, es uno de los más refinados productos de la civilización y de la Cultura». Y otro icono, en este caso de la educación progresista, Francisco Giner de los Ríos, lo expresó de forma breve y plástica: «En la contemplación de un árbol podríamos pasar enteramente nuestra vida». Son citas recogidas del libro Éticas y poéticas del paisaje, de Joaquín Araújo.

No es solo estética, aunque eso ya sería suficiente. Miguel Delibes, devoto de los espacios del norte de Castilla, se refería a ese paisaje que ayuda a conformar la identidad de la gente, y cuya destrucción, o transformación radical e irreversible, resulta un atentado a las propias personas, a su integridad: «Al hombre, ciertamente, se le arrebata la pureza del aire y del agua, pero también se le amputa el lenguaje, y el paisaje en que transcurre su vida, lleno de referencias personales y de su comunidad, es convertido en un paisaje impersonalizado e insignificante».

Porque hay algo que se llama Topofilia y que debería ser tenido en cuenta cuando, sobre todo en países como España, tan alegremente -tan tristemente, sería más apropiado decir- se infligen heridas graves sobre el paisaje. Lo recordaba recientemente Santos Casado en su artículo de Natural Historia en la revista Quercus: «El geógrafo norteamericano de origen chino Yi-Fu Tuan publicó un libro titulado Topophilia, para explorar ese universal pero al mismo tiempo idiosincrásico ‘vínculo afectivo entre la gente y el lugar’. Es decir, la topofilia tiene que ver con el conjunto de percepciones y actitudes ambientales de los seres humanos, concretamente con aquellas que intervienen en el modo en que nos sentimos apegados al entorno y al paisaje que nos rodea. Es el amor a la tierra, ya se exprese en la escala ultra local de un pequeños rincón predilecto, o en la globalidad de un sentimiento de respeto por el planeta entero, pasando por todas las posibles escalas regionales de relaciones afectivas que establecemos con la naturaleza y el territorio».

Jean-Jacques Rousseau declaró en 1745: «Creo que todos los hombres pueden ver la magnificencia del espectáculo de la naturaleza, pero muy pocos son capaces de valorarla».

Y él marcó un hito; instauró el cambio en la relación del ser humano con su entorno, como explica Raffaele Milani en El arte del paisaje (Biblioteca Nueva), profesor de Historia de la Estética en la Universidad de Bolonia, que ha editado varios volúmenes sobre la estética del paisaje y trabaja para el Ministerio de Ecología francés (complicado imaginar alguien así trabajando para el ministro Arias Cañete, la verdad): «En la segunda mitad del siglo XVIII, el sentimiento de naturaleza impulsado por Rousseau emerge en contraposición al espíritu lógico-matemático de los siglos XVII y XVIII y a la teoría de D’Holbach de una naturaleza entendida como simple mecanismo».

Sentimiento de naturaleza. Interesante sería incluirlo en la agenda de nuestros políticos, de sus programas electorales, de sus sentimientos de Estado. Por encima de nacionalismos de todo tipo. Paisajes, antes que paisanajes.

Ahora vivimos tiempos muy distintos, como ha explicado Alain Roger, profesor francés de Estética y Filosofía, en Breve tratado del paisaje (Biblioteca Nueva): «La invasión de lo audiovisual, la aceleración de las velocidades, las conquistas espaciales y abisales nos han enseñado y obligado a vivir en nuevos paisajes, subterráneos, submarinos, aéreos…». ¿Somos capaces de percibirlos y de valorarlos? Roger, por cierto, reflexiona no sin guasa: «Querría denunciar un prejuicio: la obsesión por lo verde (…) ¿Por qué esta verdolatría? ¿Porque el verde remite a lo vegetal, por tanto a la clorofila, por tanto a la vida? ¿Un paisaje tiene que ser una gran lechuga? (…) Es el grado cero del paisaje, y no hemos progresado ni un paso en la creación paisajística cuando nos hemos contentado con instalar espacios verdes».

Terminemos con poesía esta contemplación liberadora para iniciar el año; terminemos con José Manuel Caballero Bonald en Diario de Argónida, y uno de los poemas en que mejor he visto trasladar a lo literario la práctica de sentirse uno con un paisaje por el que se siente apego. Apunte del natural:

«Ese óleo locuaz de las colinas

colgado de la luz, al fondo

de la inestable prórroga del río,

apenas un reclamo evanescente

retenido en los bordes

majestuosos del paisaje, ilustra

la pasión y el desdén con que has juzgado

los quebrantos del tiempo, esa voluble

jurisdicción de lo vivido

donde se albergan siempre las mentiras.

Paisaje ameno, mesurado, manso,

benigna imagen que remeda

tu cobijo primero, tu última morada».

Jurisdicción de lo vivido. Tu cobijo primero. Tu última morada. Topofilia. Georg Simmel, Rousseau, Lord Byron, Delibes. Unamuno, Giner de los Ríos, Raffaele Milani, Alain Roger, Caballero Bonald…

Para que después vengan los corruptos ocultos/incultos, instalados en el poder, en connivencia -que es la convivencia para delinquir- con grandes constructoras, taladrando con fracking, aeropuertos innecesarios, autopistas hiperdimensionadas; cercenando paisajes, engañando, estafando, diciendo «es que hace falta…», en nombre de un desarrollo…, un desarrollismo castrante.

Como diría alguien por aquí, disfrutad los paisajes, las olas y las flores, los valles y las montañas, cincelados por el agua, el tiempo y el viento.

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