No nos dejemos contagiar (por los hombres)
No nos amoldemos a su molde de saber. En nosotras hay coágulos. No importa si es pis el ‘squirting’, pero podemos despegar del saber masculino sin complejos. Esta es la proclama: pensemos con nuestros vericuetos, exhibamos la complejidad y la contradicción, ampliemos la vida. Porque permitir que el único discurso racional tenga el formato del abordaje masculino sería dejarnos arrebatar dos siglos de historia del feminismo. Otra entrega de esta sección a dos voces. Diálogos sobre encuentros, el eterno femenino resistente y las masculinidades errantes. A cargo de Analía Iglesias y Lionel S. Delgado.
No nos dejemos (re)contagiar por la razón de los hombres. Un día nos convencieron de que nuestra razón (nuestro razonamiento) era exclusivamente práctico y nos excedía, mientras que la suya era una razón universal, que era el tipo de inteligencia que se requería para atender a cualquier asunto humano o ciudadano de trascendencia.
Esto es una proclama:
–Si, por fin, logramos ir más allá de la gran maestra Simone de Beauvoir que, sin embargo, creía tener un cerebro de hombre encerrado en un cuerpo de mujer, entonces nos sobrepondremos a la razón teórica que se ha pretendido exclusivamente masculina y que hoy se ejerce como tal.
–Si ya hemos podido reivindicar una cabeza de mujer que razona de manera tan valiosa como la de los hombres, aunque pueda ir incluso más lejos de lo que se cuenta y se mide, no volvamos atrás.
–No mutilemos las cavilaciones del sentir. No nos estrechemos a sus márgenes. Fundemos nuestro saber. Ampliemos la vida.
Si las mismas feministas francesas que siguieron a Beauvoir (véase, por ejemplo, La musa de la razón, de Geneviève Fraise, compañera de ruta de Rancière) lograron reparar aquella idea del siglo XVIII de que la razón era la razón masculina, y desmentir a Jean Jacques Rousseau y otros patriarcas de la Revolución Francesa que mascullaron acerca de la razón femenina como una razón práctica que no abarcaba los dilemas universales (como la suya, claro), no nos dejemos contagiar otra vez. No nos amoldemos a su molde. Desmoldémonos sin complejos.
No nos volvamos a cuadrar con los hombres y a formatearnos con su manera de elaborar los discursos, porque sería retroceder al siglo XIX. Postular que el único discurso creíble es el que viene del modo de razonar del positivismo masculino sería dejarnos arrebatar dos siglos de historia del feminismo, en los que hubo batallas en las que las mujeres desconfiaron de sus propias compañeras de género y militancia (atiéndase, por caso, las controversias entre sufragistas o los debates de las precursoras del voto femenina en España, en las cortes de la II República).
Consensuar, sí; estrechar, no
Las mujeres necesitamos consensuar. Hemos necesitado, ola tras ola, ponernos de acuerdo en un axioma de mínimos en la lucha contra la segregación, pero no necesitamos seguir consensuando cada concepto para estancarlo en una etiqueta. Eso es estrechar, ajustándonos al modo en que lo ha previsto la razón masculina para elaborar sus protocolos. Ellos los necesitan para no liberar al monstruo (uno de sus tantos mandatos de género, según Rita Segato) al que ellos mismos parecen temer. Nosotras no tenemos que atar a ningún monstruo; por lo tanto, dejemos libre nuestra animalidad, el sentir, el expresar. Si hasta el ilustrado Rousseau lo dijo: “No se comenzó por razonar sino por sentir”.
No nos dejemos arrebatar las cavilaciones del sentir: sigamos pudiendo decir “no sé”. Seamos el misterio que no se pueden permitir los chicos por su rol de género anclado en el histórico y demodé sabelotodo, expresado en el mansplaining, con el que han aprendido a taponar sus dudas como se cuadra un texto, sin dejar huecos ni flecos. Empujados cultural y familiarmente a tener respuestas, a no mostrar debilidades, sufren y, quizá, incluso sin querer, intentan seguir moldeándonos.
En lugar de imitarles el método, celebremos nosotras la libertad de poder expresar desconcierto, de empezar a pensar con extrañamiento poético cada cosa que se nos ponga delante:
–¡Vivan los enigmas sin respuesta del cielo, la tierra y de nuestros orgasmos (volvamos a echarnos unas risas con aquello de los clitoridianos y los vaginales; a quién le importa si es pis el squirting)!
–Reivindiquemos nuestro desparpajo al decidir, incluso frente a los dilemas prácticos de esta vida liberalizada. Por ejemplo, ¿me vale la pena pasar diez horas a codazos con los ejecutivos de algún lugar para ascender en mi carrera o estaré más alegre con menos dinero y escribiendo novelas? ¿El doctorado a muerte contra todos, empastando tediosos papers en una maratón de burocracia, o gasto mi tiempo en leer los libros que me gustan?
El malestar masculino con su cuerpo
No somos nuestro cerebro. Tampoco los hombres son dos cerebros (conviene leer este artículo de Lionel al respecto), pero la mayoría de ellos prefiere –como los teólogos primeros– desligar las tentaciones del cuerpo de la razón verdadera que ubicarían, casi seguro, en la cabeza.
“No creo que el malestar masculino en relación con su cuerpo sea una invención nuestra. Lo reconozco continuamente en la historia del pensamiento y en las convenciones sociales construidas a lo largo de los siglos. Pero los hombres han disimulado este malestar con el poder y con una operación de inversión simbólica de la miseria en valor”. Así lo explica Stefano Ciccone (Essere macchi. Tra potere e libertá, 2009), un trabajador de las masculinidades.
No hay una inteligencia diferenciada biológicamente, como nos quisieron persuadir los ilustrados, pero nosotras tenemos la ventaja de que se nos permiten reconocer socialmente las sensaciones del cuerpo y los sentimientos unidos a nuestro ser íntegro, incluso a la razón. “Cuando se habla de un más femenino, es preferible, en mi opinión, no darle un contenido definido en general, como serían ciertas cualidades o ciertas predisposiciones, aunque algunas vengan a la cabeza, una entre todas: la superior y corriente capacidad femenina de sentir, a la que los hombres acceden excepcionalmente (y son los que se entregan al arte con éxito). Es preferible, pues, dejar abierto el campo de la nominación al reconocimiento libre hecho en contexto, sin estereotipar este o aquel aspecto de la diferencia femenina”, dice Luisa Muraro en La indecible suerte de nacer mujer.
Con lo que nos gustan los dubitativos
Los columnistas –los de un cierto anticuado y mayoritariamente masculino mainstream mediático– creen confirmarse intelectualmente en sus malabares verbales. No son capaces del vértigo del narrador vacilante que han concebido los grandes escritores como Cervantes, Shakespeare o Borges, que se atreven a jugar sobre el existir con ese equívoco en el que late la lengua. Porque la vida no pertenece al campo de la verificación, sino al de la incertidumbre (algo así decía Ricardo Piglia). Entonces, estos prestidigitadores de hoy, que firman sus piezas ocultando sus inseguridades, suelen huir hacia adelante e imponer sus piruetas como método de razonamiento (amplíese este concepto del “agobio ante la lengua”, en este artículo brillante de Luisa Castro).
El problema es cuando ese molde masculinoide del ilusionista se transmite de generación en generación, para expresar una ideología y la contraria, y hasta nos contagian. Cuando los nuevos pensadores contra el machismo siguen en el mismo afán de repetir nombres y definiciones, y de protocolizar y ordenar todo en términos abstractos, pienso que alguien, alguna vez, tendrá que llenar todo eso de contenido de carne, hueso y respiración. Lo hará una mujer o un hombre excepcional como Krishnamurti, que se inquietaba frente al interlocutor: “El pensamiento produce cosas mecánicas(…) Sentir amor no tiene nada que ver con pensar (…) El pensamiento siempre es lo viejo. No hay semejante cosa como un pensamiento nuevo. El pensamiento nunca puede ser libre, porque el pensamiento es la respuesta de la memoria, es la respuesta del pasado. Solo es talento para poner palabras juntas. Lo importante es ver la inmensidad de la vida y amar”.
Porque hay, hubo, hombres libres de esas ataduras de género, que aceptan que lo que no se entiende es demasiado importante como para ponerle palabras y que las zonas elusivas enriquecen. Las dudas no quitan precisión (lo otro son máscaras). Scott Fitzgerald decía que una mente de primera calidad es la que es capaz de tener dos ideas contradictorias al mismo tiempo, por ejemplo. Y me acuerdo de esa frase cuando oigo retumbar palabras buenas que se van volviendo eslóganes, incluso en los campos contraculturales de género, y ya no me provocan nada, ni bueno ni malo, ni sensación agradable (o desagradable), pero mucho menos confianza: la vida no era esto de repetir frases bien hilvanadas en una enumeración que cuadre bien en el Power Point.
Algunos hombres bienintencionados replican los modos del poder masculino, incluso oponiéndose a él. En lugar de tomarse menos en serio, de dejarse de definiciones teóricas, en lugar de dedicarse al arte de vivir y soltar el lastre de los mandatos sociales, han intercambiado unos roles arcaicos por otros igual de férreos. Así, nos explican lo que es cada término y cómo proceder para tener tal o cual sello de garantía sobre nuestras emociones (labelizar, en palabras del marketing).
Por supuesto, todo el respeto: que cada uno haga su camino. Si ellos, para deconstruirse necesitan definir y atar, nosotras los seguiremos animando, pero hagamos lo nuestro a nuestro modo.
¿No estábamos inmunizadas?
Lo sabemos bien, lo sentimos. Ya una vez le creímos a Rousseau y luego nos dimos cuenta de que su libertad individual no incluía a las mujeres. Bueno, estamos volviendo a tropezar; nos estamos contagiando si nos plegamos a razonar con sus pretendidas certezas como bandera (que no son otra cosa que ocultamiento de las valiosísimas dudas que vienen del vivir, querer, contradecirse, volver sobre nuestros pasos, seguir viviendo).
Si amamos a los hombres, deberíamos poder hacer valer (y contagiarles) nuestra manera de razonar, de sentir, de dudar y de ponerle coágulo menstrual y líquido amniótico al palabrerío solemne. Contagiar humor, también, porque las mujeres nos hemos reído toda la vida de lo que no sabemos ni queremos tener controlado al cien por cien. Esto llena de sentido la palabra vulnerabilidad: poder mostrar la sangre de las heridas. Así como cuidarnos mutuamente es vernos las costras de no-sé-cómo-ni-cuándo-terminarán-de-sanar.
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