Envidia de dildo, o cómo ‘pensar’ con dos cerebros

Foto: Irene Díaz.

¿Por qué los hombres desacoplan la actividad de su pene de la voluntad de su mente? Hay una necesidad de quererse a través del rendimiento del falo, dicen unos; es la tendencia a la dualidad del adentro/afuera, dicen otros. ¿Será una necesidad imperiosa de ubicar fuera cualquier fallo? Otra entrega de nuestra sección quincenal a dos voces, ‘Por culpa de Eros’. Diálogos sobre encuentros, el eterno femenino resistente y las masculinidades errantes en tiempos de turbocapitalismo. A cargo de Analía Iglesias y Lionel S. Delgado.

Allá por los noventa, el genial Robin Williams hacía un monólogo sobre los animales y la primavera en el que hablaba de repente sobre el pene masculino. Se dirigía a los hombres diciéndoles algo como esto:

“Sabéis que tenéis una pequeña criatura viviendo entre vuestras piernas que no tiene memoria y no tiene conciencia. Lo sabéis. Sabéis que no tenéis el control. No hay control posible sobre esta pequeña bestia”.

Sin memoria. Sin conciencia. Sin control.

En su último artículo, Analía dice quedarse perpleja cada vez que escucha a alguien refiriéndose a su pene con un “ella”. Hoy, la mayoría de los hombres que leen esto saben que los que no nos hemos referido al pene en tercera persona, directamente lo hemos bautizado. “Hoy está cansada y no responde”, “creo que se levantó contenta”, frases que nos acompañan a muchos. Luce Irigaray, la célebre filósofa, dijo que los hombres exteriorizamos el pene para poder amarnos a nosotros mismos. No sé.

He escuchado a muchos amigos hablando de sus penes con un orgullo paternal muy llamativo. Una especie de adoración fetichista, un narcisismo esquizo (“soy yo, pero…”) que hace sospechar que hay algo más que puro chiste.

No sé si Irigaray está equivocada, pero creo que hay algo más de fondo.

Pene: el cuento de “pensar con la polla”

La psicóloga Annie Potts, en un famoso artículo que da nombre a este escrito, trabaja con los relatos de jóvenes neozelandeses en relación con su pene. Para ella, la clave que permite entender esta tendencia a exteriorizar la identidad del pene está en la tendencia a la dualización. Nuestra cultura está marcada por las parejas de conceptos: dentro/afuera, mente/cuerpo, razón/pasión.

Estas dualidades, no obstante, nunca están hombro con hombro sino que se ordenan jerárquicamente, y para Potts (y para una larguísima tradición de autores) estas jerarquías se articulan con el género: así, el hombre está ligado al afuera (la política, lo público, el lugar del debate, la mente y la razón), mientras que la mujer queda relegada a lo doméstico, el adentro, lo privado y lo pasional.

Para esta autora, la tendencia a exteriorizar la figura del pene viene de la necesidad de poner el impulso pasional aparte del yo-racional. Recordemos que en el artículo anterior hablábamos del doble requerimiento masculino: el hombre debe ser caballero y bestia (caballeros que garanticen bienestar a la dama; bestias con una sexualidad adolescente). Una bestia que, sin embargo, tiene que poder separarse del yo-razón. Es el hiato identitario que separa a uno de otro el que permite la coexistencia de ambos (si los mezclásemos en uno, se diluirían como algo confuso e indeseable). Y es también ese hiato el que nos hace pagar el precio de vivir nuestra sexualidad como si no fuese nuestra, sino “del pene”.

Conocí a un chico que me enseñó su prueba para detectar el amor: “Si aún te gusta después del orgasmo, quédate con ella”, me dijo. Es lógico si al final en el acto sexual no mando yo, sino que manda él. Una inteligencia carnal sin memoria, sin conciencia que ordena y ante la cual no puedo hacer mucho. Ansiosa y agresiva, se suicida con el orgasmo. Y ahí aparezco yo nuevamente. Eso es “pensar con la polla”, algo que hemos escuchado mil veces. Y es que al final es algo excluyente: o piensa el pene o pienso yo, pero no ambos.

Potts descubre que detrás de gran parte de esta externalización de la libido hay una excusa para dejar pasar varios comportamientos que, si fuese la razón la que llevase la batuta, tendríamos que afrontar. En concreto, parece que la idea de que “manda el miembro” excusa comportamientos de riesgo como prescindir del uso del condón. Pensar con un pene separado del yo evita la responsabilidad. Luego ya vendrán las disculpas y el arrepentimiento cuando el cerebro vuelva a ocupar el sitio del conductor.

Con mi hermano tenemos un juego de referirnos a nuestra personalidad de borrachos con nuestro segundo nombre. “Anoche salió Sebastián”, digo, “y se pasó tres pueblos”. Como con el pene, se trata de máscaras que desvían la responsabilidad. La libido, para el hombre, funciona como el alcohol: exculpa y permite actuar sin miedo a consecuencia alguna.

Pene: el arma para esconder la vulnerabilidad

Pero, además, me gustaría probar otra clave de lectura a partir de las palabras del escritor Phillip Lopate que escribe, en su Retrato de mi cuerpo, refiriéndose a su pene: “Esta parte de mi persona (…) tiene una personalidad de gato. Yo le he suplicado que se comporte mejor, que sea menos retozón, o más, dependiendo del momento (…) El poder de la declaración de un pene fláccido es tan severo, tan cruelmente directo, que ejerce una fascinación desproporcionada, mucho mayor que su incidencia real”.

Estas palabras de Lopate, mucho menos alegres que las de Robin Williams, permiten entender otro sentido del distanciamiento del pene: cuando el pene falla, no soy yo el que falla, por lo que no cae sobre mí la culpa. Todos lo sabemos: la impotencia te cuestiona como persona. Su impacto es mucho mayor que la incidencia real. Y es que los hombres no llevamos muy bien eso de que las cosas vayan contra nuestra voluntad. Ante esa vulnerabilidad será lógico pensar que, exteriorizando la carga, mi identidad queda indemne.

Susan Bordo se ríe en su libro The Male Body de cómo en un estudio realizado a jóvenes estadounidenses sobre los nombres que daban a sus penes las etiquetas escogidas hacían referencia a héroes míticos (“Júpiter”, “Genghis Khan”, “El llanero Solitario”), herramientas (“martillo”, “llave”, “palanca”) o armas (“torpedo”, “pistola”, “AK-47”). Pero esto no solo es divertido: señala una huida del pánico a la debilidad. Si no es así, ¿por qué no hay nombres que reflejen cosas blanditas o cariñosas? Exclusivamente rendimiento, acción y potencia.

Y aun con todo, la voluntad del miembro sigue siendo caprichosa y, como el gato, no responde siempre a mi llamada. El gran miedo del hombre: la impotencia, que el arma dé un gatillazo. Los nombres agresivos no pueden esconder la vulnerabilidad última de la erección.

Para la teórica lesbiana Pat Califa, esta retórica que envuelve al falo esconde una “envidia de dildo”: nos encantaría tener la disponibilidad de un juguete sexual. Que solamente haya que desenfundar para garantizar eficiencia. Pero no, no es así. Debemos tapar la vulnerabilidad máxima de la erección con nombres de armas termonucleares.

Todo esto refleja, en última instancia, una vida sexual muy limitada. Tenemos todas en la cabeza imágenes de anuncios de mujeres que muestran caras de placer casi sexual cuando les acarician el cuello, la espalda, las piernas… Sería ridículo pensar en anuncios de ese tipo con cuerpos masculinos. En nuestras sociedades, el placer del hombre reside únicamente en el falo. Y esta centralidad, sumada a una masculinidad que se prohíbe ser vulnerable, pone el estrés de “rendir a toda costa” en el centro de nuestra vida sexual.

Es difícil aceptar la vulnerabilidad, encontrar otros placeres y afrontar que somos falibles porque somos de carne y huesos. Convencernos de que podemos pensar con el pene o que la razón del cuerpo es totalmente distinta a la razón de la cabeza solo ahonda el problema. Somos un cuerpo completo, una cinta de Moebius donde mente y cuerpo nunca están separados. Para lo bueno, y para lo malo.

Creo, como mi compañera Analía, que ir armados al encuentro de los cuerpos es de mala educación. En la cama, las corazas pesan. Tengan nombre propio o no.

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