‘Delirio americano’, o cómo funciona hacerse la víctima

Evita Perón hablando para sus ‘descamisados’.

El ensayo ‘Delirio americano’ (Taurus, 2022), del colombiano Carlos Granés, busca contar la historia de América Latina a través de la influencia que tuvo el arte y la literatura en la vida política, y en la búsqueda de una inexistente identidad latinoamericana pura. La tesis de Granés es que, desde los tiempos post coloniales, América Latina ha buscado una identidad, contrapuesta a lo foráneo, imperialista o estadounidense, asumiendo un papel de víctima; algo de lo que se han aprovechado (y siguen haciéndolo) muchos políticos, desde dictadores fascistas hasta guerrilleros marxistas, pasando por presidentes populistas.

El 1 de enero de 1994, cuando el subcomandante Marcos se sublevó en Chiapas con el Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN), entraba en vigor el Tratado de Libre Comercio entre Estados Unidos, México y Canadá, Internet estaba a punto de cambiar nuestras vidas y la primera versión de lo que hoy conocemos como Windows estaba por irrumpir en nuestros ordenadores. Hacía cinco años que el Muro de Berlín había caído y parecía impensable que una guerrilla marxista del tipo guevarista y foquista se alzara en armas en medio de una selva inaccesible. Cuatro años antes, en una reunión que la izquierda latinoamericana había tenido en São Paulo (conocida como el Foro de São Paulo), tras la derrota ideológica con la caída del muro de Berlín, las distintas agrupaciones izquierdistas habían decidido, entre otras cosas, cambiar su lenguaje y dejar de hablar de la “dictadura del proletariado” para hablar de “democracia”. Las balas iban a ser reemplazadas por los votos. Si la derrota del fascismo en la Segunda Guerra Mundial había obligado a los fascistas a ceñirse a las reglas de la democracia occidental, la caída del Muro de Berlín hacía algo muy parecido con el comunismo. Lo que estaba haciendo el subcomandante Marcos era ciertamente anacrónico y (una vez más en América Latina) delirante.

Todo esto lo recoge Carlos Granés (Bogotá, 1975) en su más reciente ensayo, Delirio Americano (Taurus, 2022), un ambicioso libro que busca contar la historia de América Latina desde la independencia de la última colonia a finales del siglo XIX, Cuba, hasta nuestros días; no solo a través de los protagonistas de la política latinoamericana entre los que se encuentran dictadores y grupos guerrilleros, sino también a través de sus vanguardias y movimientos artísticos y literarios que influyeron en la historia de la región, sobre todo en el siglo XX.

La tesis de Granés es que, desde los tiempos post coloniales, América Latina ha buscado una identidad, contrapuesta a lo foráneo, imperialista o estadounidense, asumiendo un papel de víctima; algo de lo que se han aprovechado (y siguen haciéndolo) muchos políticos, desde dictadores fascistas hasta guerrilleros marxistas, pasando por presidentes populistas. Lo delirante de América Latina es que al mismo tiempo que surgían líderes carismáticos, autoritarios, despóticos y totalitarios, la creación literaria y artística era rica, abundante, vanguardista y en algunos casos extraordinaria. El papel que los escritores y poetas jugaron en la vida pública fue fundamental. Ellos, desde el comienzo del siglo pasado, intentaron buscar una identidad latinoamericana pura. Y para ello no dudaron en refugiarse en lo indio, en lo negro, en lo criollo, o en el arte en sí mismo, intentando encontrar una especie de pureza propia de cada país. Y ese es, quizá, el mayor de los delirios: buscar una identidad, cuando lo que hay es un gran mestizaje que, si de algo carece, es justamente de pureza.

Si la idea de ser revolucionario fue algo que estuvo ligado a la izquierda marxista luego del triunfo de la revolución cubana, los primeros que se llamaron a sí mismos revolucionarios fueron los militares de tendencia derechista, en algunos casos filo fascista, que llegaron al poder a punta de golpes de Estado a partir de la década de los años treinta, y que prácticamente padecieron la mayoría de países de América Latina. Todos los déspotas decían ser los verdaderos revolucionarios. Los militares se levantaban contra las viejas oligarquías y clases dominantes y todos ellos tenían algo en común: el nacionalismo.

Para Granés, el nacionalismo (útil tanto para la izquierda como para la derecha) ha sido uno de los hilos conductores en la historia de América Latina y esto ha permitido justificar desde el anti imperialismo estadounidense, hasta el anti comunismo. Pero si hubo alguien que supo añadir y utilizar el arte y el melodrama en su accionar político ese fue Juan Domingo Perón, que había quedado fascinado por la manera en que Mussolini había conseguido unificar, movilizar y organizar al pueblo italiano cuando lo fue a visitar a Italia en 1939. Perón, como Mussolini, supo crear una ficción entre los argentinos que incluso a día de hoy muchos líderes siguen utilizando: “El pueblo bueno y trabajador se enfrenta a enemigos perversos –el imperialismo y el antipatria–”. El populismo se afianzaba en Latinoamérica.

La empresa que emprende Granés es titánica y algo que podría parecer imposible: contar la historia de América Latina del siglo XX (incluido Brasil) en menos de 600 páginas. El logro del autor es que consigue relatarnos el delirio latinoamericano casi como si fuera una novela bolañesca: con personajes que entran y salen de la trama para volver a aparecer más adelante con pasajes cargados, incluso, de humor e ironía. La lucidez de sus apreciaciones con una mirada aséptica, que el lector termina por agradecer, es uno de los grandes aciertos del libro.

Los delirios, las utopías, los nacionalismos y las victimizaciones que distorsionaron el destino de América Latina siguen en nuestros días, con la variante de que ahora, también, Europa y Estados Unidos parecen haberse latinoamericanizado. El mejor alumno de la pirotecnia publicitaria y marquetera del subcomandante Marcos no fue un campesino en el altiplano boliviano, sino un profesor universitario de Ciencias Políticas de una universidad madrileña: Pablo Iglesias. Su intención de querer convertir España en un país latinoamericano, buscando tirar abajo los cimientos del sistema democrático europeo fueron una clara muestra de que en el Primer Mundo se había aprendido la lección de Perón y Chávez: había que erosionar las instituciones desde adentro.

En Latinoamérica, la victimización edénica frente a lo que viene de fuera ha servido como instrumento para que los tiranos locales hagan de la suyas sin rendir cuentas a nadie. Y ahora, en Europa y Estados Unidos, la política del sufrimiento y el victimismo ha comenzado también a dar sus réditos políticos. En el siglo XXI las batallas ya no son ideológicas, como lo entendió en su momento el subcomandante Marcos, que utilizó a los indígenas chiapanecos para construir su relato victimista, sino culturales. Si la izquierda puritana victimiza a las mujeres por el simple hecho de serlo o a las mujeres subidas de peso en carteles retocados con Photoshop; la derecha reaccionaria victimiza al hombre blanco heterosexual que se siente amenazado por el inmigrante que viene a quitarles el trabajo o los movimientos LGBTI que van a acabar con la institución familiar. Ambos extremos, como los populistas latinoamericanos, necesitan un enemigo visible a quien culpabilizar de sus males. Y si ese enemigo no existe, se lo inventa. Porque de eso siempre se ha tratado el populismo: de crear realidades a través de la ficción. Buenos contra malos, oprimidos versus opresores, víctimas contra victimarios. El concepto de descolonización no surge en las alturas de la cordillera de los Andes, sino en las Facultades estadounidenses que han hecho de la identidad su nueva lucha de clases. Ser una víctima te asegura esa pureza que los artistas latinoamericanos estuvieron buscando durante todo el siglo XX y que jamás encontraron.

En política, a diferencia del arte y la literatura, los sueños delirantes, cuando se quieren llevar a la práctica, siempre terminan mal: fracasan. Granés intenta decirnos esto cuando uno cierra el libro: la imperfección es parte de la realidad que es al mismo tiempo compleja, antagónica y diversa; hay que aprender a convivir con lo que nos incomoda, nos asusta y con lo que nos ofende (si no, que se lo digan a Salman Rushdie). Eso es preferible a la censura o cancelación puritana, ya sea esta conservadora o progresista.

El paraíso en la Tierra no existe.

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