Doce relatos de terror que te devolverán a la infancia
Leer por primera vez a Mariana Enríquez (Buenos Aires, 1973; autora de la exitosa novela ‘Nuestra parte de noche’) ha supuesto para mí un auténtico cataclismo. Largamente aplazada la lectura de sus libros, ha llegado en el verano más incontrolado y sádico por el que yo he transitado. Quizás por esta razón la comunión con su universo literario haya sido total, una epifanía. Sigo totalmente deslumbrada por su calidad y la calidez que ofrecen los 12 relatos que arman la voluntad y eternidad de su libro ‘Un lugar soleado para gente sombría’, publicado el pasado invierno. Un título que, ahíto de una trasversalidad admirable, acoge la médula de esta soberbia colección de relatos de terror. Pero terror desde el realismo. Miedos al cuerpo, el dolor, la enfermedad, la muerte…
Mariana Enríquez ha conseguido algo mágico, algo a lo que ya no imaginaba tener acceso, me ha devuelto a los veranos de siestas largas, a los veranos de desobediencia cuando cualquier descuido de la madre servía durante las horas lentas para leer, aunque solo fuese una línea, con una avidez demasiado temprana, como si la muerte fuese ese monstruo que nos esperaba debajo de la cama. Como si la palabra mañana fuera un juguete con el que no conseguíamos tener empatía.
Enríquez me ha devuelto a la pasión por lo inesperado, por esa luz que llega para cambiarnos la vida mientras dura.
Estoy fascinada por la naturalidad de sus relatos, por la sencillez con que sumergen al lector en la piel de esos ángulos incómodos sobre los que los demás narradores pasan sin mirar. Enríquez mira al rostro de lo sobrenatural como se mira a los ojos de esa amiga que vuelve a tu vida cuando ya se daba por perdida. Recurre a lo sobrenatural para contar la realidad, para que la verdad sea tomada en cuenta, para que el hiperrealismo y las denuncias que circundan sus cuentos aterren de esa forma que han de aterrar, sin estridencias y desde la conciencia más rotunda.
Enríquez y sus personajes comparten carne con el realismo más rotundo, son portavoces del abuso, de la miseria, de la desidia, de la impunidad, de la macabra inocencia y de la precariedad.
Enríquez es una narradora vitalista y desinhibida, concreta, una luminaria a pesar de la naturaleza de cada uno de sus relatos. Piezas de cristal modeladas a fuego lento hasta lograr la cristalina destreza de sus reflexiones, de sus denuncias.
Enríquez llena de exclamaciones la memoria y el ánimo del lector. Le inunda el lenguaje de exclamaciones. ¡Qué manera de gestionar sin juzgar la naturaleza de los vivos y de los muertos! ¡Qué manera de sacar del mundo ordinario a quien lee! ¡Qué manera de mostrar la belleza en lo que no será señalado nunca como bello! ¡Qué manera de exigir desde la generosidad más absoluta al lector!
Enríquez me ha convertido en una entusiasta veterana, me ha transformado otra vez en niña, también en fantasma, en la devota perseguidora de lo invisible, en adepta a su perfecto desmantelamiento de lo ordinario. En una irredenta enamorada de la brutal dialéctica de sus personajes. De su fantasía incendiada por la realidad en un ejercicio político y ético descomunal:
“Extraño a mi marido, pero no como pareja. Extraño su amistad, sus charlas, su comida (es un excelente cocinero). Pero él necesita enamorarse y cuidar, y yo necesito estar sola”.
“Bajo el odio en su mirada de fantasma, Matías tenía el miedo impregnado, la adrenalina de su última noche cuando, además de morir, supo que estaba solo, que nadie iba a ayudarlo ni siquiera marcando un número de teléfono, que estaba rodeado de verdugos sin capucha, escondidos tras máscaras de clase media y buena vecindad”.
Enríquez nos convierte en juncos que se estremecen y vibran ante el contacto con el viento después de un día de calor infernal. Nos alimenta con poesía social, demarca la injusticia, reclama la verosimilitud que implica cada abuso por parte de personas u organismos. Está dedicada por completo a lo exacto, no está hecha para la confusión, no comulga con el caos, tiene clara la escrupulosa jurisprudencia que marca el éxito de lo irreal:
“A orillas de este río, todos los pájaros que vuelan, beben, se sientan en las ramas y molestan como posesos con sus graznidos demoniacos durante la siesta, todos esos pájaros alguna vez fueron mujeres”.
Como escribía un poco más arriba, Enríquez me ha hecho sentir durante la lectura como una niña de cuatro años que abre por primera vez un libro. Esa emoción de lo que sabes que te va a cambiar la vida porque no te hará prisionero de lo cotidiano, aunque desde temprana edad sepamos que es una fuerza mayor que nos retendrá mientras estemos vivos:
“Caminar por la orilla del Paraná y ver una bandada de pájaros es imaginarse rodeada de mujeres reprendidas, metamorfoseadas contra su voluntad, rogando volver a ser humanas. Escuchar cantos de pájaros en la noche, cuando el calor no deja dormir, es un concierto de llantos viudos y de injusticia”.
“Tengo que volver a los pájaros. Todos los pájaros son mujeres que han recibido un castigo”.
“Todos conocen la historia de Anahí. La quemaron. A los hombres nunca los queman”.
En el universo literario de Mariana Enríquez todo encaja, hasta lo más morboso, hasta lo más hiriente, sus relatos son nidos en los que encuentra hogar lo que la sociedad desahucia. En ellos hay gritos, susurros y ese cuerpo rico, pero también atribulado, que es la denuncia. Sus relatos recorren la columna vertebral de los cuerpos más heridos, de los que cargan con sus estigmas de esa forma pesarosa con que otros han de cargar con la belleza. Sin embargo, la literatura de la autora bonaerense no nace de los contrastes, sino del equilibrio más austero. No se permite nocivas licencias; sabe que en el avance nítido de sus palabras reside el éxito de sus historias.
Un lugar soleado para gente sombría requiere la constante atención de quien lee. Enríquez le toma la mano y lo sumerge en la ceremonia del sosegado bautismo de su fantasía, lo aleja de la herida y lo mimetiza con aquello que antes del encuentro con su literatura sería imposible de asimilar, de desear, de leer, de contemplar. Es tan fácil de asumir el terror útil en el que nos acoge la generosidad de esta creadora.
Enríquez no se cansa de poner el dedo en la llaga. Sobrevuela el esqueleto de la feroz dictadura de Videla. Habla del cambio climático, ese fin del mundo cada vez más apocalíptico y bíblico en el que nadie pensó. Del abuso indiscriminado hacia la mujer, del degradante día a día de la locura desmantelando sus cuerpos y sus vidas. Del latente dolor del ninguneo al que son sometidas, de la sinergia macabra que las vapulea y de la esclavitud más siniestra y selectiva para las que son requeridas. También mira dentro de la particularidad de los pueblos, de las ciudades, de los paisajes hasta que su mirada emprende un ritual voraz y libertario que les hace retornar a su naturaleza primera. Lo genérico sin velos, sin subterfugios, sin engañifas, sin modificaciones beneficiosas para el poder o para terceros.
Enríquez apuesta en esta travesía cuajada de inteligencia por el peso de lo inesperado, por la sorpresa atroz que califica y descualifica al mundo y a sus habitantes:
“No pensé entonces que nos faltaba agua. Nunca llevábamos. Ahora todo el mundo anda con agua y habla de estar hidratado, eso no existía en mi infancia”.
Enríquez rasca sobre la condición humana hasta ver sus endémicos y deletéreos desdoblamientos, es irreverente sin resultar obscena. En ella la provocación es una vocación sublime.
Por todo esto que narro, y sobre todo por aquello que callo, les animo a descubrir Un lugar soleado para gente sombría, un libro bellísimo e impactante auspiciado por una ternura alejada de la establecida y que nos lega parámetros emocionales impensables.
Una próspera línea paralela sobre la que resulta un privilegio caminar sin sentirse obligado a prescindir de la temeraria prestancia de quien no le teme al vacío. Un neón cuyo brillo nos completa. La biografía que degrada al insultante progreso hasta la futilidad.
‘Un lugar soleado para gente sombría’. Mariana Enríquez. Anagrama. 229 páginas.
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