El destornillador de Candela

Foto: Pixabay.

Pasamos el ecuador de los Relatos de Agosto que los escritores del Taller de Clara Obligado han creado este verano para ‘El Asombrario’. Y llegamos con Candela, su padre, el destornillador y un lavavajillas averiado. A Candela le encanta perderse en la despensa. Invadir los recovecos, escalar las baldas, descubrir antigüedades que algún día fueron almacenadas para no volver a ser usadas jamás. Si uno mira más allá de los cartones de leche y el papel higiénico, puede encontrar auténticos tesoros. Pinzas, escalpelos, tenazas oxidadas, zapatos que huelen raro”.

POR ANA COB 

A sus siete años, Candela cecea. Le falta una paleta y algún trozo de piel en las piernas. Esto último lo prefiere. En su lugar, presume de heroicas postillas. También le faltan hermanos con los que jugar. Quizá por eso sus padres le tienen asignadas varias tareas para ayudar en casa. Pone y quita la mesa y vacía las sobras de la comida en el cubo de la basura. Algunas veces, bajo permiso, hace bailar la escoba con las migas por las baldosas del comedor. Lavar los platos no está en su lista, y, sin embargo, aquel domingo de agosto Candela sintió como propio el disgusto que suponía que se hubiera roto el lavavajillas.

Cuando se levantó y fue a por su leche, la cocina estaba repleta de trastos. Tubos de plástico, una regla, tornillos, varios libros de instrucciones. Sobre la mesa y en la encimera. No había hueco para el desayuno. Las tripas del lavavajillas agonizaban en las baldosas como piezas de lego abandonadas. Su madre se había refugiado en el baño, huyendo del caos, inmersa en la terapéutica tarea de desinfectar. Terapéutica. Le encantaba la palabra. Había tardado en aprenderla, pero ya la usaba con soltura. No tenía ninguna ese.

Su padre estaba tumbado en el suelo con medio cuerpo dentro del hueco del lavavajillas. Sudaba. Había desplazado la máquina hacia afuera mientras estudiaba sus entrañas con empeño. Tenía la cabeza girada, esquivando el tubo que unía el lavavajillas a la pared con cierto aire umbilical.

–Candela, búscame un destornillador de estrella. Este no me vale.

La niña corrió a hacer el recado. Todavía en pijama y con el pelo revuelto, pero sin dudar. Abrió la puerta de la despensa con la autoridad de un vaquero que reaparece en la cantina tras años de forajida existencia. El estrecho habitáculo, abarrotado hasta el techo, se le presentó como un campo de juego perfecto. Trepó por los estantes, resuelta a alcanzar la caja de herramientas. Ahí estaba, verde brillante, en el borde de la tercera balda. Subió un poco más hasta que se puso a su altura. A pesar de sus fuertes músculos, Candela no podía levantarla. Con un movimiento de contorsionista, metió su pequeño brazo en el interior de la caja sin tapa, tanteando en busca de un hierro alargado. Seleccionó varios, pero todos eran planos, como paletas. Con las manos buscaba eso que al tacto es como una muela con sus piquitos. En algún sitio tendría que estar.

A Candela le encanta perderse en la despensa. Invadir los recovecos, escalar las baldas, descubrir antigüedades que algún día fueron almacenadas para no volver a ser usadas jamás. Sus padres dicen que en eso se parece al primo Roque. Nada más entrar por la puerta, en sus visitas, corría a esconderse en la despensa. Dicen que lo hacía para comerse las galletas. Quizá no le gustara la comida que le ponían en esta casa. En una ocasión se atragantó con una salchicha y se le quedó atascada en la garganta. Sonaba como un coche averiado. Lo pusieron boca abajo, zarandeándolo como a un pollo, hasta que el trozo salió disparado y le dio al padre de Candela en el ojo. Por eso es tan importante cortar las salchichas en transversal y longitudinal, y masticar bien antes de tragar.

Lo suyo era distinto, a ella le interesaban las cosas. Si uno mira más allá de los cartones de leche y el papel higiénico puede encontrar auténticos tesoros. Pinzas, escalpelos, tenazas oxidadas, zapatos que huelen raro. Aquellos juguetes eran los mejores. No eran imitaciones inofensivas de bordes redondeados, eran cosas de verdad. Cosas que habían sido de sus padres y ahora eran suyas.

Arriba del todo, en la cumbre de un montón de cajas de ropa de invierno, reconoció algo que había visto antes. Le vino la imagen de su madre muy seria, unas semanas antes, cuando se le cayó el diente. El que le había dejado el hueco que ahora le hacía cecear.

–Hasta que crezca el nuevo tienes que masticar con más cuidado, pero mastica bien.

Al parecer, la transacción diente-regalo no es inmediata. Los padres adelantan el regalo. Luego guardan el diente hasta que el ratón pasa a recogerlo y deja algunas monedas como compensación. La custodia no es larga, pero es necesaria, había dicho su madre. El cofre que sostenía aquel día estaba ahora frente a ella, desafiante, al alcance de su ágil naturaleza infantil. Si Pérez aún no había venido, tenía que estar al caer. Eso sí que era un tezoro.

Olvidó el destornillador y se concentró en su nuevo objetivo. Tuvo que hacer acopio de toda su flexibilidad y acrobacia para llegar hasta él. Con una mano se agarraba a la balda opuesta y con la otra, estirando el brazo al máximo, intentaba alcanzar el cofre. Como un súper héroe que sujeta dos columnas para evitar que el mundo se derrumbe. Se estiró, se estiró hasta que por fin sus deditos rozaron una esquina del cofre. Ya casi lo tenía.

–Candela, ¡el destornillador!

El cofre y Candela se separan del susto. Ambos inician una órbita descendente hacia el suelo. La caída se produce a cámara lenta y la niña aterriza de culo sobre la baldosa. Se oye un leve gemido. El padre bufa desde lo más profundo de su cueva. La madre corre por el pasillo con los guantes de goma amarillos en alto. En la despensa, un pulgar hacia arriba emerge del cuerpo de la niña confirmando la ausencia de daños. Candela pestañea aturdida mientras una lluvia de dientes de leche repiquetean sobre su cabeza.

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