El diálogo íntimo y conmovedor de una mujer con un desierto

La escritora Mary Austin.

La escritora estadounidense Mary Austin.

Un libro clásico, de principios del siglo XX, de amor a la tierra. Mary Austin nos habla de la espiritualidad del desierto en el sur de California. Un diálogo íntimo y conmovedor entre la narradora y la naturaleza. ‘La tierra de la lluvia escasa’ es un acto de amor. Una autopsia empírica y justísima del viento, del agua, de la vegetación. Austin adora la tierra, pero no la convierte en algo irreal, sino que nos la presenta como una compañera de viaje, de vida.

Hay quien conoce lo invisible y lo fortalece hasta hacer de ello algo necesario. Hay quien corre ese riesgo aunque escape a las modas y ese conocimiento se convierta en estigma. En el prefacio de La tierra de la lluvia escasa, Mary Austin (Illinois, EE UU, 1868 / Santa Fe, Nuevo México, 1934) forma con este conocimiento una armadura hermosa sobre la que dejar que se refleje lo importante: “La tierra no está dispuesta a dar gratuitamente lo mejor de sí a todo el que llega, sino que guarda una intimidad dulce e individual para cada uno”.

Tiene claro que sus paseos no serán algo rutinario, sino que, muy al contrario, serán una conversación concreta y exigente con la naturaleza y con quienes la habitan. No hará distingos maniqueos entre seres vivos y agentes climatológicos. El viento será protagonista, pero lo será también el tejón porque sus alientos marcan y alimentan el porvenir de una madre, la madre Tierra.

Mary es una mujer pragmática, dueña de una prosa bella y concreta, teatral incluso, que disecciona cada plano de los paisajes en una autopsia extrema que acabará proporcionando un detallado mapa de la vida y la muerte de la naturaleza. Sus párrafos son extensos tesoros en los que cada palabra va aumentado en belleza mientras la frase avanza. Austin sabe controlar la respiración de quien lee su libro, sabe que cuando se mira, la mirada no puede ser un animal impreciso: “La flora del desierto nos avergüenza con sus alegres adaptaciones a las limitaciones estacionales. Su único deber es florecer y dar fruto y lo hace con esfuerzo, aunque con lujuria tropical en virtud de la lluvia”.

No es una maestra de títeres complaciente, no se deja avasallar por el poder inabarcable del paisaje. Narra sus sombras, sus vicios, sus traspiés y ese sórdido poder de quien se sabe incontrolable: “Las plantas desérticas tienen innumerables recursos para prevenir la evaporación: colocan su follaje de canto contra el sol, hacen crecer pelos sedosos, exudan gomas viscosas. El viento que tiene largo barrido, las hostiga, las ayuda”.

Hace creíble la convivencia entre enemigos y lo hace usando metáforas de lengua áspera que arrasan la quietud de quien lee como un gato arrasa con la suya las zonas del pelaje que le avocan a la vulgaridad: “La yuca tras su muerte, que es lenta, el entramado hueco y fantasmal de su esqueleto de madera, casi sin fuerza para pudrirse, hace que la luz de la luna dé miedo”. “Siempre hay halcones solitarios navegando sobre la meseta y donde alguna torre azul de silencio se eleva sobre la cordillera vecina, un águila vuela vertiginosamente, y siempre hay busardos en el cielo traslúcido formando un tiovivo”.

Austin consigue con su narración que un libro tan concreto haga saltar los límites por los aires. Su consistencia narrativa evita que La tierra de la lluvia escasa sea tan solo un libro de viajes más. Hay tanta emoción como cautela en lo que cuenta. Austin ofrece ese equilibrio minucioso capaz de desterrar al mejor de los funambulistas. Leer sus páginas es un espectáculo de beldad constante. Un diálogo íntimo y conmovedor entre la narradora y la naturaleza. Un acto de amor. Una autopsia empírica y justísima del viento, del agua, de la vegetación. Austin ama la tierra, pero no la convierte en algo irreal, no la sublima: “Los conejos son criaturas estúpidas”.

Y, sin embargo, convierte su paseo sobre ella en un juego de estética imbatible que empapa al lector como empapa el mantel de una mesa ese vaso de agua que se derrama mientras los comensales siguen su vida.

La tierra de la lluvia escasa es un prodigio de observación. Y Mary Austin, una sanadora de heridas. Una diosa que cree también en el Infierno. Su sabiduría construye una memoria colectiva en cuanto la primera imagen que se muestra en el libro cae sobre la retina del lector. Es una recolectora de pasados, de presentes y futuros: “El hombre-medicina recordaba sus lugares felices uno a uno, como pequeñas islas bendecidas en un mar de conversación”.

Tiene una mirada inagotable, casi sobrenatural, es un águila de ojos omnipotentes que cura.

No dejen de leer La tierra de la lluvia escasa (magistral la traducción de Eva Gallud), porque, si lo hacen, esos misterios que convierten a la naturaleza en una amante a ratos tenebrosa, a ratos canalla, a ratos sumisa, a ratos colérica y destructora, acabarán siendo certezas que le cambiarán el destino a su memoria. En este libro todos los senderos construyen esa plataforma sobre la que la noche, esa niña errante que liba el alma de quien la contempla, encuentra por fin su casa.

‘La tierra de la lluvia escasa’. Mary Austin. Traducción de Eva Gallud. Volcano Libros. 152 páginas.

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