‘El hombre que lo vio todo’: multienamorado, multidesesperado, multisexual y multionírico

La escritora Deborah Levy. Foto: Sheila Burnett.

“Una gélida estocada al patriarcado, la mentalidad humana y la oscuridad de la Europa del siglo XX”, así ha descrito ‘The Times’ esta nueva novela de Deborah Levy (Johannesburgo, 1959). El hombre que lo vio todo’ es un combate preciso entre la inteligencia de la autora y las brutales negligencias de los distintos dictadores que han manejado el mundo. Y es, además, una inextinguible historia de poliamor bajo la errática batuta de un Peter Pan que solo se atreve a ser un hombre bajo los efectos de la morfina. A veces la vida y la muerte se parecen demasiado. De eso habla esta novela. ‘El hombre que lo vio todo’ es una profunda reflexión sobre la forma en que la historia se repite cuando no reparamos nuestros errores.

El hombre que lo vio todo, protagonista de la nueva y absorbente novela de Deborah Levy es paradójicamente un hombre ciego. Un hombre que recorre el mundo a través de su corazón, que renuncia a la lógica con esa firmeza con que renuncia el ateo a la extremaunción.

Saul Adler, historiador y profesor de Historia, nos conduce a través de sus ensoñaciones, de su vida y de una agonía titánica, y llena de fantasmas, por los grandes hitos históricos que han derribado y construido demasiadas veces Occidente. Un hombre multienamorado, multinfiel, multidesesperado, multisexual y multionírico que hace las delicias del lector. Un personaje completísimo desde su inadecuación emocional. Un hombre que cree en el suicidio como materia de defensa y que, sin embargo, no está predestinado para engrosar su larga lista de finados. Un hombre que sufre y goza con el mismo ímpetu. Un hombre cuya memoria habita en un brillante duermevela que le sirve a la autora para retratar los vicios y virtudes del capitalismo, del comunismo y del neoliberalismo (Brexit incluido, y que la hermana de manera incontestable con la escritora Ali Smith), a través de una historia escrita en dos planos temporales y que corre veloz entre la sangre de quien se sumerge en ella.

Y es que esta novela se hace grande a través de las elipsis que propone:

“–¿Quieres hablar de lo que pasó cuando volviste de la RDA?

–Sí. Cualquier cosa con tal de alejarme de los perros dormidos de Heidelberg”.

Deborah Levy, al contar esta historia, vuelve a llenarnos la memoria de inquietud. Nos enfrenta a la historia reciente, la desmenuza con la perseverancia con que desmenuza una madre un pedazo de pollo para su hijo, con la atención suficiente para que ningún hueso traicionero nos aleje de la vida que nos queda por vivir. Para que seamos conscientes de que los errores repetidos son pequeños verdugos a la espera de elegir la pena de muerte que acabará con el mundo si seguimos desoyendo los que nos conviene, si seguimos desoyendo el hábil y certero idioma de los muertos, de los ajusticiados por los regímenes totalitarios:

“El genocidio ofrecía oportunidades para enriquecerse: se abandonaban fábricas, tiendas, viviendas y mobiliarios familiares. Desde Auschwitz se mandaron a Berlín setenta y dos trenes cargados de oro. Oro que se había arrancado de los dientes de hombres y mujeres que no volverían a ver su hogar. El fascismo, mano a mano con el nacionalismo, había industrializado las matanzas, organizado el transporte de gases venenosos baratos y reclutado agentes para la eutanasia”.

“Stalin quería a su hija Stvelana igual que un gato a un ratón”.

“Si hubieras tenido que enfrentarte al fascismo, tú también levantarías un muro para mantenerlo a raya. Cuando le recordé que el Muro se había construido para mantener a la gente dentro, no fuera, me respondió que yo era la María Antonieta de la familia y las perlas no ayudaban. “Quítatelas, hijo”.

“Recordé que estaba escribiendo un trabajo sobre Stalin. Su padre, Beso, era un maníaco”.

Levy no toma partido, solo equilibra catástrofes, rasca sobre el hueso de la amoralidad de ambos bandos y deja sobre la mirada de quien lee un festín de verdades que hiela la sangre. Levy no cree en la caducidad de las masacres y las describe como un núcleo siempre hambriento en busca de víctimas. Por eso hace vivir a su protagonista en dos temporalidades inversas. Primero lo sumerge en ese ímpetu apasionado e idealista de la pos-juventud en la que el amor convierte cualquier hecho histórico en una fiesta emocional. Su protagonista es un promiscuo atípico, un promiscuo que quiere echar raíces en cada boca que besa, en cada vientre que toca. Y después lo enfrenta a la madurez y a los actos vandálicos que esta comete sobre el cuerpo de quien no ha sido educado para asumirla.

Saul ama a Jennifer, su novia inglesa, la mujer que lo convierte en un superviviente estético y emocional a lo largo y ancho de esta novela. Y también ama a Walter Müller, el romántico alemán que le hará conocer la bisexualidad amparado en las sombras de una dacha que nació para la conspiración y no para los besos prohibidos de dos hombres que recibirán de manera inesperada el favor de la noche. Pero además ama a Luna, hermana de este último, decidida disidente y crítica con ese sueño comunista que acabó destruido el 9 de noviembre de 1989.

Saul Adler es un visionario imperfecto diseñado a la perfección por la siempre inmisericorde pluma de Deborah Levy. Un personaje lleno de riesgos narrativos, pero cincelado de manera exacta por la escritora británica. Levy sabe que contar las atrocidades de cualquier guerra, de cualquier batalla o de cualquier ideología, aunque para ello no sea necesario exhibir una legión de cadáveres, es un arduo trabajo y que es fácil caer en ese desequilibrio capaz de devorar las mejores intenciones; por eso convierte al flamante idealista y esforzado protagonista de su novela en un zombie sobrealimentado como solo sabe sobrealimentar la morfina el destino de un ser humano. Necesita que la veracidad de su relato no se vea nunca en entredicho. Levy usa la memoria como un gusano lento, pero al mismo tiempo poseedor de un vigor inaudito. Historia y vida a través de un relato a priori frívolo, pero con unas consecuencias densas, categóricas y siempre deslumbrantes.

El hombre que lo vio todo es una brillantísima concatenación de fracasos en la que Levy ha sabido trazar una magistral línea secante sobre el caos del mundo hasta exprimir la idiosincrasia de todas sus realidades. Ha sabido poner de manifiesto la importancia de que la Historia no debe repetirse, aunque parezca condenada a hacerlo. El hombre que lo vio todo redunda en ello, a través del doble atropello del protagonista, y Levy lo muestra como esa casualidad que acaba convertida en hecatombe. Levy pone de manifiesto que no basta recordar para no repetir y hace hincapié en la necesidad de saber desviar, tomando la decisiones adecuadas, el ritmo de esa Historia que se comporta como un viciado círculo concéntrico.

El hombre que lo vio todo es, sin lugar a dudas, una novela desconcertante gracias a los enérgicos, valiosos y peligrosísimos flashbacks que despliega la autora, pero también es una novela de una belleza emocional épica en la que el caos vivencial de su protagonista se ofrece como un atribulado salvoconducto, pero también como el resultado de una contradictoria perfección narrativa. Posee esa ferocidad que implica tan detalladamente la ternura y que solo le pertenece a la imbatible imaginación de Deborah Levy, que ha creado un veraz mesías contradistópico que exhala parábolas que nada tienen que ver con la religión y mucho con la política:

“Sí, bueno, pues tu padre está muerto para siempre, Saul. Y siento que no vaya a estar con nosotros para recoger las manzanas de nuestro huerto”.

“Un avión dibujaba bucles bajo la lluvia soporífera de la morfina.

Sobrevolando en círculos los bancos de alimentos y los sin techo de Gran Bretaña.

Mi padre era el piloto que me mostraba las vistas”.

Levy despliega una vez más su lirismo arrollador en cada una de las páginas que componen esta narración. Y zarandea la soledad de un moribundo hasta hacer desfilar sobre ella con paso firme todos los sueños de la humanidad que han acabando amontonando cadáveres y desaparecidos.

El hombre que lo vio todo es un exuberante animal político, un combate preciso entre la inteligencia de la autora y las brutales negligencias de los distintos dictadores que han manejado el mundo. Y es, además, una inextinguible historia de poliamor bajo la errática batuta de un Peter Pan que solo se atreve a ser un hombre bajo los efectos de la morfina. A veces la vida y la muerte se parecen demasiado. Acogen las mismas luces y las mismas sombras, y de eso habla esta novela que te deja el cuerpo ahíto de certezas y de literatura en estado puro.

‘El hombre que lo vio todo’. Deborah Levy. Random House. Traducción de Cruz Rodríguez Juiz. 216 páginas.

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