El riesgo de que la economía circular nos lleve a un círculo vicioso  

Foto: Pexels

Sostenibilidad, economía circular, up-cycling… El autor saluda todos esos conceptos como positivos y deseables, pero, ojo, siempre que vayan acompañados de una actitud crítica a la hora de consumir. No se vaya a convertir todo en una gigantesca campaña de marketing ultraliberal para que sigamos consumiendo sin medida ni razón ni responsabilidad. Ante todo, las 3C: Consumo Con Conciencia.  

Quisiera plantear aquí un ejemplo de lo que podríamos denominar ‘inteligencia colectiva’, que no es otro que el que plantea el reto de la sostenibilidad, ese proyecto en el que se demuestra fehacientemente que la fuerza de lo comunitario radica en cada una de las acciones individuales, por mínimas y aparentemente inanes que parezcan, y que tal vez pudiese llevarnos a concebir ese horizonte del que se habla en el titular no ya como circular, sino como esférico, metáfora visual perfecta del ideario global que debe, o debería, suponer dicho proyecto.

Tengo que confesar que no soy un especialista en el tema, simplemente un usuario y consumidor medianamente informado, bastante crítico, pero sobre todo preocupado por el futuro de los nietos de mis amigos. Por ello, no pretendo poner en duda, por supuesto, los principios globales de la sostenibilidad del planeta y sus habitantes, pero sí cuestionar ciertos mensajes y formulaciones que, percibidos como meros eslóganes publicitarios y por lo tanto asumidos sin ningún sentido crítico, pueden llegar a banalizar, neutralizar y hacer peligrar los objetivos últimos de dicha aspiración.

Por supuesto, creo en la necesidad del reciclado y en la necesidad de que los productos que de él surjan sean a su vez reciclables, creo en una economía circular que logre minimizar la necesidad extractiva de materias primas, creo en la necesidad del uso de vehículos de transporte eléctricos y en el uso de ropa en armonía con el hábitat, por lo que lo que aquí quisiera hacer es alertar de esos mensajes que más bien parecen salidos de una consultoría de marketing y publicidad y no de gabinetes de análisis científico, racional y mesurado de la realidad y sus necesidades, y que, percibidos como meros instrumentos del sistema mercantilista, pudiesen hacer fracasar los objetivos innegociables y perentorios que han de guiar los propósitos de la sostenibilidad.

Quisiera comenzar echando la vista atrás –no con una mirada nostálgica sino pragmática– recordando, y hasta cierto punto homenajeando, oficios y actitudes del pasado, de los cuales podemos tener una visión desdeñosa y marginal, pero que, actualizados por sugerentes campañas publicitarias, nos parecen de lo más novedoso y nos llevan a adoptarlos alegremente sin ningún reparo. Me estoy refiriendo a actividades como las de los chatarreros y traperos –antecedentes inmediatos del reciclado y de los ‘puntos limpios’– o la de zapateros remendones, hojalateros, sastres y talleres de reparación que funcionaron como una avanzadilla de dos términos tan en boga hoy en día como son los de reparar y reutilizar. Todas aquellas actividades y ocupaciones se inscribían en contextos y sociedades pobres, o, tal vez para ser más precisos, deberíamos decir con recursos restringidos, y en los que seguramente deberíamos mirarnos para llegar a comprender –a partir de una visión modesta– que nuestro pequeño planeta no es tan rico como se nos ha venido diciendo por parte de un sistema económico y productivo depredador, o que no lo es en la medida de los esfuerzos y requerimientos a los que le sometemos, y que los recursos que aquel nos puede ofrecer no son ilimitados como hasta hace poco se nos vendía.

Pasemos ahora a analizar alguna de esas formulaciones que, asumidas sin ser valoradas críticamente –entiéndase, inteligentemente, no necesariamente de forma negativa– pueden llegar a hacer más daño que beneficio a la causa de la sostenibilidad, comenzando por el asunto de la ‘economía circular’.

Empecemos por analizar la formalización que parece haber asumido la nueva economía productiva.

Si hasta ahora la economía industrial había adoptado un esquema lineal que de manera simplificada comenzaba con la extracción de materias primas, pasaba por la transformación de las mismas en bienes de consumo y culminaba con la muerte del producto, ya fuese por su obsolescencia –ahora programada– o la superación –ficticia y artificiosa– de sus prestaciones, en la actualidad el sistema mercantilista ha evolucionado –como si de un organismo vivo se tratase adaptándose a su entorno– hasta adoptar una idílica forma circular, eterna y perfecta. Buscando una metáfora con tintes metafísicos, podríamos decir que hasta ahora el producto industrial moría, pero que ahora se reencarna.

Es ese círculo que pareciera no tener ni principio ni fin, en el que podemos ubicar en puntos diametralmente opuestos los conceptos de reciclable y reciclado, el que, con su movimiento cíclico y armónico, puede hacernos entrar en un estado de inconsciencia hipnótica que nos llevase a pensar que el consumo inscrito en el mismo es totalmente inocuo, sin efectos colaterales ni consecuencias fuera de él. Sin embargo, buscando un símil en los modelos mecanicistas, tenemos que darnos cuenta de que ese movimiento necesariamente tendrá un rozamiento con el mundo circundante del que forma parte, haciendo que su eficacia no sea la óptima, que se produzca un desgaste de los materiales que lo conforman y que dicho desgaste se transforme a su vez en contaminación; como ya mantenía Richard Buckminster Fuller: “La contaminación no es otra cosa que recursos que estamos desperdiciando”.

El peligro que podemos correr radica en llegar a percibir y asimilar ese círculo virtuoso como el de un consumo sin efectos secundarios, sin daños colaterales, llevándonos a usar y consumir sin un cierto grado de conciencia crítica ni responsabilidad colectiva, hasta convertirlo en vicioso.

El hecho de percibir en el producto únicamente su calidad medioambiental –imaginémonos que es reciclado, reciclable y que sus huellas de carbono, hídrica y química son óptimas– puede llevarnos a soslayar –cegados por su etiqueta eco– sus cualidades utilitarias o funcionales, a preguntarnos si realmente necesitamos que ese objeto o servicio entre a formar parte de nuestro universo material y vivencial, de ese sistema de los objetos del que hablaba Baudrillard, que nos rodea en nuestra vida cotidiana.

No hablo de consumir con cargo de conciencia, sino de adoptar una posición crítica –fundamentada en la información– ante el consumo.  Tal vez no necesitemos más y mejor, como parecería ser la formulación idónea, sino menos y mejor. Permitiéndoseme una aportación muy personal desde mi perspectiva como diseñador de producto, siempre he pensado que el mundo necesita mucho más diseño, pero muchas menos cosas diseñadas.

Volviendo a la formalización de esa panacea en la que se ha convertido la economía circular me gustaría plantear un mecanismo que haría esa formulación cíclica seguramente más eficiente. Consistiría en ampliar el diámetro de dicho círculo, o lo que es lo mismo, intentando que la distancia imaginaria entre los dos puntos opuestos marcados en el dial como ‘reciclado’ y ‘reciclable’ sea la máxima, aunque podrían observarse resultados similares por el procedimiento de ralentizar su velocidad de giro. Esto puede conseguirse haciendo que los bienes materiales que entran a formar parte de nuestras vidas lo hagan intentando que permanezcan en ellas el mayor tiempo posible, evitando por ejemplo las compras compulsivas de objetos de los que nos cansemos y desprendamos con la misma velocidad con la que hicimos clic en la pantalla y la misma con la que el vendedor nos hizo su envío, o recurriendo a las consabidas reparar y reutilizar, o recuperando, aunque suene obsoleto, el hábito de heredar.

¿No puede llegar a resultar más sostenible un producto que no sea precisamente un dechado de virtudes medioambientales pero cuya vida útil por sus cualidades intrínsecas materiales y de diseño, por la calidad de fabricación, se prolongue 50, 60 o 100 años, pasando a lo largo de la misma por las manos de diferentes propietarios, pasando de padres a hijos o de un usuario a otro?

Un claro ejemplo de cómo la temporalidad afecta a la sostenibilidad sería el de la moda.

Siempre me ha parecido que el concepto de ‘moda sostenible’ constituye un ejemplo de oxímoron antológico, donde resulta complicado –por no decir imposible, e incluso hipócrita– intentar hacer conciliar coherentemente los ciclos habituales de la industria, con las consabidas colecciones primavera-verano y otoño-invierno –por no hablar de los aberrantes y vertiginosos ciclos con los que se tiende a trabaja en la actualidad– con unos ciclos respetuosos medioambientalmente Si entendemos la moda por un mecanismo de formulación cíclica y constante de fagotización de tendencias –y con ellas de materiales y energías–, no podríamos encontrar término conceptualmente más alejado al de la sostenibilidad.

Y este campo me permite reiterar la tesis fundamental de este artículo; esto es, intentar desenmascarar aquellos mecanismos que aparentemente promueven la sostenibilidad, pero más bien son fruto del departamento de marketing del neoliberalismo salvaje. Así, el auge de las plataformas de venta de prendas de segunda mano, que por supuesto encaja perfectamente en ese reutilizar, seguramente promueva en muchos compradores y compradores, digamos que primarios, realizar compras compulsivas de prendas y complementos sabiendo y habiendo interiorizado inconscientemente que podrán darles una segunda vida al venderlas por Internet, descargando así su supuesta culpa consumidora. Además, posiblemente la ropa que entre en este circuito no supere una o dos ventas en dichas plataformas debido a, por lo general, su mala calidad o a la obsolescencia programada, seña de identidad intrínseca de la moda.

¿Por qué no, por ejemplo, empezar a utilizar el concepto de indumentaria sostenible que proyecte a sus productos en el tiempo superando la barrera temporal de las modas y las tendencias?

Sobre este tema en concreto recomiendo el libro La moda justa, de Marta D. Riezu, cuya lectura me provocó por momentos sentimientos de culpabilidad por ir por la vida vestido.

Otro caso donde se nos venden reiteradamente las bondades medioambientales de un producto hasta conseguir que las hayamos interiorizado es el del coche eléctrico, que, revestido del mantra new age de su pureza medioambiental, puede hacer que lo usemos sin ese cargo de conciencia que reclamo al consumidor crítico.

Una primera puntualización sería que lo que realmente no hace el automóvil eléctrico es contaminar, o sea, emitir sustancias nocivas a la atmósfera gracias al empleo de baterías recargables frente a los motores de combustión interna tradicionales; pero ni siquiera esto sería cierto al cien por cien, ya que una parte de la contaminación de los vehículos es debida al desgaste de los neumáticos en su fricción con el asfalto, cosa que un coche, motocicleta o patinete eléctrico no podrán evitar hasta que no se consiga que ese rozamiento sea igual a cero, por ejemplo, desplazándose sobre colchones de aire o campos magnéticos.

Aceptado en parte  que el vehículo eléctrico no contamina, ¿podemos estar seguros de que no lo hace o, dicho de otro modo, de que la energía necesaria para la recarga de sus baterías proviene enteramente de fuentes renovables?

Y por último –habiendo obviado todo el proceso de fabricación– llega el momento de su desguace. ¿Sabemos, porque se nos haya explicado, que el desmontaje de la batería de un vehículo eléctrico es más complejo y potencialmente mucho más contaminante si no se realiza con los medios técnicos adecuados, medios que las condiciones económicas y técnicas de muchos países no poseen?

Vuelvo a repetir mi tesis. No pongo en duda la necesidad de reemplazar los vehículos de motor de explosión por coches, motocicletas, patinetes o cualquier otro artilugio eléctrico, pero hagamos de su uso un acto medido y necesario. ¿Qué conseguimos utilizando el coche, aunque sea eléctrico, para realizar un recorrido que cómodamente podríamos haber hecho a pie disfrutando de la ciudad de los 15 minutos? ¿Pensamos que, una vez sentados al volante de uno de esos vehículos, vamos a recorrer velozmente las calles sospechosamente vacías que nos propone esa fábrica de sueños que es la publicidad dejando a nuestro paso una corriente de aire limpio y puro?

Hasta aquí hemos hablado de productos, enseres y cosas, de materiales, procesos de fabricación, transporte y desmontaje, pero ni siquiera el etéreo universo de Internet puede eludir nuestra crítica.

Acciones tan aparentemente inocuas como pueden ser desplazar nuestro dedo por una pulida pantalla o hacer clic con nuestro ratón no son actos inocentes. Pensemos en las cantidades ingentes de energía necesaria para mantener refrigeradas las naves industriales que albergan los servidores –eufemísticamente bautizados como ‘la nube’– donde se almacena toda la información, imágenes, sonidos que ingenuamente pensamos que constituyen nuestro ser y forman parte de nuestra vida y que lo único que hacen es convertirnos en súbditos de un nuevo Estado feudal, esa telépolis gobernada por los señores del aire de la que ya en 1999 habló Javier Echevarría.

Recapacitemos sobre la cadena de acciones, transporte de materiales y productos, consumo de materias primas y energía, emisión de contaminantes, etc… que ponemos en marcha con ese inocente clic que casi sin pensarlo nos ha llevado a comprar algo que hasta hace unos instantes no sabíamos que necesitábamos, en beneficio del comercio electrónico haciéndonos olvidar conceptos como los de comercio de proximidad, productos de temporada, proveedores de kilómetro 0…

Por último, fijémonos en que ese término, el de la sostenibilidad, lleva insertada una señal de socorro lanzada al unísono por el planeta y el ser humano, aunque ese nexo de dependencia que habitualmente vincula a la Tierra con las personas sea falaz, ya que la dependencia real sólo lo es en un sentido unidireccional, del segundo respecto a la primera, y que aquella sería –dotándola de una naturaleza animista que seguramente posea– realmente feliz si desapareciésemos de cualquiera de sus horizontes y la dejásemos tranquila. Seguro que podría soportarlo.

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