El teatro reencuentra a Lorca con su madre, Vicenta

La actriz Cristina Marcos da vida a la madre de Federico García Lorca. Foto: Raquel Rodríguez.

Cristina Marcos da vida a Vicenta, la madre de Federico García Lorca, en la obra ‘Lorca, Vicenta’, que se representa hasta fin de mes en el Teatro Fernán Gómez de Madrid. “La culpa es mía, solo mía (…). Te he culpado a ti, Federico, por decir la verdad. (…) ¡Valiente, valiente!”, dice Vicenta casi al final de esta conmovedora representación que contrapone el amor de una madre al odio que hizo caer a este país en un pozo.

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“Son y media, debe empezar ya, esto es teatro”, dice uno de los asistentes. Federico García Lorca estaría de acuerdo: el teatro debe ser puntual. Y de la puntualidad a los puntales que hay en la escena. Una mecedora, un escritorio de maestra de finales del siglo XIX, un pequeño altillo con dos escalones y una pizarra rectangular polivalente, rota, crujida. El sonido del piano introduce el mar en el que el inconmensurable autor se bañó y en el que produjo los desaires más preocupados de una madre, la suya, la de su apellido universal: Vicenta Lorca Romero.

El sueño va sobre el tiempo flotando como un velero, dicen los labios de una emocionadísima Cristina Marcos. Las manos de la actriz, protagonista en este monólogo íntimo, astuto, real, necesario, se mueven al son de los pasos de una madre cualquiera, “la palabra más bonita del mundo es hijo”, dice, derrotada por la presencia constante de la muerte, primero de su propio padre, después de dos de sus hijos. José Bornás dirige Vicenta, Lorca, una expeditiva obra que se sumerge en el inframundo de la esperanza, el desconsuelo y la libertad humana.

La escenografía se representa como una irreductible oda lorquiana. La mecedora, primero de la madre de la madre, después solo de la madre; el encerado en el que Vicenta enseña a leer y escribir durante la Primera República a las niñas, porque “una niña que sabe leer y escribir es una niña que puede salvarse”, expresa la protagonista; el suelo de azulejos grisáceos e imperfectos por el paso del tiempo que contrasta con el verde enmoquetado del césped.

“Desde el primer momento vi una madre amantísima de su hijo, que le dice que se cuide, que no pase frío, que le manda dinero; pero debajo de todo aquello se ve otro personaje, el que le marca los pasos que da cuando Federico ingresa en la Residencia de Estudiantes de Madrid, al que le aconseja y le guía diciéndole que publique, que compile sus escritos, que trabaje con la Xirgu”, reflexiona Bornás. El director, así, crea un recorrido vital por la madre que parió al poeta, desconocida y sufridora, a través de algunas biografías de familiares, entrevistas en las que él le nombra a ella, y la correspondencia epistolar que progenitora e hijo mantienen a lo largo del tiempo, hasta 1934.

Vicenta te interpela. Casi a la misma altura del público, la mirada desgarrada de esta maestra que dejó de serlo porque su contrato no le permitía ser docente y contraer matrimonio infunde luces y sombras en la mirada del público. Ambivalente como la vida misma, el simbolismo arropa cualquier detalle escenográfico. Más allá de la inabarcable luna lorquiana, las dramaturgas Itziar Pascual, Yolanda Pallín y Jesús Laiz han sido capaces de desprenderse de su propia lectura simbólica para trasladarla a la de la madre, para quien todo ello no es más que imágenes biográficas, experiencias que siempre acompañaron a su hijo, desde niño.

La vida de ella, la madre, Vicenta Lorca, está marcada por la ausencia y la muerte. “Tan solo teníamos una docena de fotos en las que aparecía, y siempre mostraba un rictus muy triste; ni siquiera antes de la muerte de Federico, cuando estaba rodeada de sus demás hijos, sonreía. A lo largo de su biografía no dejan de sucederse grandes aldabonazos que alumbran la tristeza que siempre le acompañaría”, explica Bornás.

El piano, otra constante. Cristina Presmanes aporta el ritmo necesario, también cuidadísimo, que pone banda sonora a una vida repleta de contratiempos. A la par, diferentes actores y actrices como Miguel Rellán, Elisa Matilla, Daniel Albadalejo, Manuela Paso y Ángel Ruiz encarnan al propio Lorca. Ceden su voz para que, de su mano, vertebren las palabras que un día dirigió a su madre.

Una Vicenta henchida de orgullo por los éxitos de su primogénito se subleva ante los espectadores. Es el momento en el que más arriba está de toda la obra, momento en el que también se muestra cautelosa. Las raíces humildes jamás te abandonan, ni siquiera en la pretendida y momentánea grandeza. Y llega 1936, un preludio de lo que, entre sueños, vislumbró el poeta. Lo dijo el 14 de agosto de 1931: “Dentro de cinco años hay un pozo donde caeremos todos”. No se equivocaba. Aquel pozo de sangre sigue regurgitando desde sus entrañas.

En este sentido, Bornás no ha dejado escapar ninguna de las tres líneas de investigación más fiables sobre dónde puede estar enterrado el cuerpo de Lorca. Habla, de fondo, la bala que lo mató. Con una precisión calculada en su discurso, convierte al auditorio en protagonista de esos pocos gramos de pólvora que dispararon, mataron, asesinaron al poeta. Bornás, tras documentarse extensamente sobre la realidad histórica y social de la época, agrega: “Granada fue un sitio especialmente terrible con la represión en los primeros meses de la Guerra, pues los sublevados encontraron cierta resistencia, estaban solos y aislados, así que al mínimo problema te llevaban al paredón”.

La representación se acerca a todas las perspectivas de la biografía de Lorca. Su homosexualidad, presente en esta cita: “De qué sirve la libertad si no está en los corazones”. Vicenta, a la vez, infundida en una dualidad de republicana y católica que, ante el disparo final, busca la expiación culpable y religiosa. Según Bornás, “ella tuvo desafección con los curas y la Iglesia tras su postura durante la Guerra Civil, además que entendemos que es normal esa búsqueda de culpables tras un hecho tan terrible como la muerte injusta de un hijo”, en sus propios términos. “La culpa es mía, solo mía (…). Te he culpado a ti, Federico, por decir la verdad. (…) ¡Valiente, valiente!”, dice Vicenta casi al final del espectáculo.

Unas breves notas del Ay, Carmela al piano introducen un nuevo tiempo que no deja de ser el inicio del fin. “Nadie nos dijo nada mientras duró la guerra”, expresa una Vicenta con tintes unamunianos. No consiguieron que la familia Rosales, abiertamente significada como falangista en la capital granadina y con quien Lorca pasó sus últimos días y noches, pudiera hacer algo para evitar el trágico final, al igual que con Manuel de Falla.

Una vida se terminaba fulgurantemente y otra lo empezaba a hacer a fuego lento. Primero en Nueva York, ciudad a la que Vicenta se exilió junto con su familia en 1940. Cinco años después, su marido, Federico García, también murió. Pasaron seis años hasta que retornó a España, pero jamás a Granada. En 1951 se estableció en una finca de Meco, un pueblo de la Comunidad de Madrid, donde la familia buscó una suerte de huerta de San Vicente. En 1959 llegó su hora, dos décadas después de que terminara la Guerra que mató a su hijo, nuestro poeta. Así concluye un relato dramático completo pero inacabado, pues es imposible completar una vida infinita, la de Lorca y todo lo que él amó.

Seguro que esos tres minutos de espera del principio le han merecido la pena a ese espectador.

‘Lorca, Vicenta’ estará en el Teatro Fernán Gómez de Madrid hasta el 27 de febrero.

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Comentarios

  • nicolas

    Por nicolas, el 19 febrero 2022

    Si lo que cuenta la obra es interesante, como espectador diría que lo que la guía es la entregada interpretación de la actriz, Cristina Marcos.
    Hay funciones teatrales, y ésta no es el caso, en las que uno va traduciendo lo que dice el texto, porque no está reflejado en la experiencia de los intérpretes en el escenario.
    En «Lorca, Vicenta», Cristina Marcos nos emocionó con una interpretación matizada, detallista, inteligente y llena de una sabiduría de la que pocas actrices son capaces.
    La recomiendo totalmente.

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