‘El túmulo’, los últimos días de Cervantes

Ilustración de El Quijote.

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¿Está Cervantes enterrado en las Trinitarias? ¿Murió en Madrid, la ciudad que tan mal le había tratado? Rafael García Maldonado escribe una ucronía sobre los últimos días del Príncipe de los Ingenios. Relato que se ha publicado en el volumen ‘Generación Subway III’ (Playa de Ákaba).

Para Rodrigo

No pudo sino recordarse en medio de la contienda, entre la pólvora y el dolor, entre el humo, el oleaje y la algarabía, cuando cayó de rodillas en el sendero, exhausto. Las plantas de los pies habían comenzado a sangrarle, y una molestia intensa del costado, acompañada de una regurgitación de bilis, le trajo la certidumbre de que era poco tiempo el que le quedaba. Además, le era difícil sostenerse sobre las rodillas artríticas, entumecidas por los años cautivo del moro en penosas circunstancias, por las leguas infinitas recorridas por Castilla y el sur en busca de tributos para la Armada; representante y viva imagen de la rapiña de monarcas y funcionarios sin escrúpulos. Había, empero, pertenecido a esa Armada y había combatido en esos buques, la más grande ocasión que vieron los siglos pasados y habrán de ver los venideros, decía. También, por entonces, soñó su afán con las olivas, y lo había soñado en uno de aquellos coys de proa, en los duermevelas antes del combate y la aventura. Lo soñó también en Argel, en Alcalá y en cada lecho donde pernoctase. Las olivas y su jugo se extenderán allende los mares como hoy el Rey Prudente extiende las guerras, las lanas y los impuestos: por doquier.

El sueño se esfumó pronto, por lo inoportuno de los amores, por las prisas y el entusiasmo; por la codicia también. Por la tara de un miembro inmóvil con el que, en aquel momento, en medio de la noche en la que se hallaba, se esforzaba por sostener su alforja llena de escasas monedas, viandas y un grueso tomo de hojas manuscritas, pasaporte de antaño hacia la gloria en vida, y que, sin embargo, esperaba emplear como abono para la gloria eterna.

Dos meses sin parar de caminar desde La Villa, acongojado y enfermo, temeroso de la posible deshonra a todo el que un día creyó en él y que, tal vez, pudo quererlo. Huía también, posiblemente sin saberlo del todo, de las engañifas de editores, comerciantes e intermediarios; de traductores y funcionarios públicos, de nobles, aristócratas y de un clero inmisericorde. De las discusiones y afrentas con los poderosos Robles, de las artimañas del ambicioso Villaroel. Huía de su propio genio, de la fama y de la vejez. Se alejaba de la pena por un error de juventud y a la vez de un mundo entero que había comenzado a idolatrarlo mientras él se pudría entre los remordimientos, el temor a la posteridad y la nostalgia de un amor perdido e imposible. Un pánico desmedido se adueñó de la simple condición de un hombre valiente, obsesionado por legar al mundo el más bello resumen del ser humano y el más valioso tesoro escondido en la madre naturaleza.

Quién fue, quién había sido el traidor, se preguntaba. Por qué tantos años después me han denunciado. Hacía por recordar, en los descansos, el camino recorrido en su fuga, las semanas en el anonimato entre paisajes y olores excelsos: el colorido de los abrojos amarillos, de las adelfas rosáceas, las tupidas praderas de madreselvas, las chicorias y las retamas. Faltaba aún un largo camino hasta el árbol elegido.

Dejó atrás Castilla. Amaneció un día caluroso y la mañana, límpida y solaz, adornada con el canturreo de un verderón, le reconfortó bajo un quejigo anciano y robusto. Se mesó las barbas y orinó sobre el tronco, saludando al alba de una mañana que tal vez fuese la última de todas las que Nuestro Señor habíale concedido sobre la tierra. Saludó con deleite a un ganadero con cientos de cabezas de lanar, privilegiado antiguo de la Mesta, que lo miró con lástima, se diría que apesadumbrado y misericordioso hacia su aspecto de anacoreta, de ermitaño moribundo y sucio. Pocas palabras fueron las que intercambiaron mientras el perro que traía el pastor, un galgo negro con una pata blanca, les olisqueaba el morral. No esperaba tamaña educación el pastor, ni tan sutil entendimiento y sesera. El viajero siguió su camino, reconfortado al saberse por el pastor en el centro de una provincia querida, donde había dejado muchos lances, historias y aventuras que ya no podría contar nunca y que llevaría consigo a la tumba. Lances que no podrá ya nadie arrebatarle jamás como ahora querían desposeerlo de todo. Fueron las olivas, pensó, fue el sueño de ella y el mío. Allí será también el sueño eterno, dijo mirando el cielo que iba quedándose sin nube alguna.

Todo había ocurrido en la ciudad del comercio con el Nuevo Mundo, la ciudad del oro, de los galeones y los negocios; muy cerca del lugar por donde entonces huía, semioculto, lleno de achaques y arrastrando consigo el manuscrito en el mismo lugar donde guardaba la cecina, el queso y el pan duro junto a escasos maravedíes. Apenas llevó dinero consigo, ni otros enseres más allá de la indumentaria de un difunto monje jerónimo de Valladolid. Decidió emprender el camino días después de que se supiese que lo habían denunciado por un delito cometido veintisiete años antes en la ciudad.

Entregaré el alma, pensó mientras hacía por no sucumbir a las embestidas del sol andaluz del medio día, se la entregaré junto con mi gran obra en la vida, y, empero, no sabré quién ha sabido de mis componendas pasadas con las aceitunas.

Apoyado en su garrote junto a una casa de techo de pizarra y broza, refugiado todavía de la inclemencia del escandaloso calor, vio a través de sus ojos miopes y vidriosos a dos campesinas que trillaban en una era, a poco del solaz del almuerzo. Se acercaron y él hizo el amago de sonreír al imaginarlas bellas y seductoras doncellas, salvadoras de su desdicha e infortunio. Amistoso e inofensivo, les habló a las labriegas de los campos de la Castilla que dejaba atrás, y de cómo los conoció al dedillo. Les habló de encinas, alcornoques, olmos y rebollos; de la Sierra Morena poblada de jaras quemadas por la rapiña de la Mesta, oscureciendo los montes y la hombría de las sanguijuelas que exprimían el reino con sus desmanes y ambiciones de comercio y empréstitos. Disfrutaron las mozas del entusiasmo de tan peculiar viajero por los olivos viejos, por el zumo de olivas al que él calificaba como un bálsamo milagroso, como panacea interminable. Resultaron agradecidas de las historias, y casi tan bellas como de buen corazón, y tuvieron a bien convidarlo a parte de su almuerzo bajo un olivo solitario, donde yantó como el príncipe que un día dicen que fue. Recuperó las fuerzas para su industria y las dejó entre risas y saludos efusivos. No quiso decirles cuál era su destino, ni de que más pronto que tarde oirían hablar de él y del legajo inmenso que llevaba consigo.

Desamparado en una Villa que lo sumía en la tristeza más profunda, de taberna en taberna buscando la inspiración y el sosiego que nunca llegaban del todo, echando de menos la acción y el verdadero amor perdido, sorteando deudas y envidias, le había llegado la noticia de que el corchete lo estaba buscando por orden de un tribunal de Sevilla. Las acusaciones eran graves. Inmediatamente pensó en sus mercados infructuosos de juventud y tuvo miedo. Junto a un brasero sin apenas rescoldos en casa de Juan Pardo, su fiel amigo, decidió que quería descansar en el sur, a pocas leguas de la ciudad donde en 1588 la conoció a ella, y donde, como decían los ripios del pérfido Carpio por La Villa, había dejado el seso y la hacienda corrompida. También, pensaba, quedose allí el amor perfecto, el ideal heroico de la dama, algo que nunca nadie, ni él que lo vivió en las carnes, podrá llevar al papel ni a corral de comedia alguno.

Pasaban los días cada vez más lentos y estaba ya cerca del lugar elegido para el descanso. La fatiga, el dolor y los ahogos le atormentaban el cuerpo a la vez que su alma se sentía en mayor paz a cada momento, en cada paso que daba más cerca de su última morada en la tierra.

Gastó los últimos dineros en una venta inmunda, mas de buen yantar, donde apenas durmió, melancólico y febril, parloteando con el ventero amable sobre otros lances similares al suyo propio, que hubo hecho inmortales muchos tiempo ha en parecido lugar a la fonda aquella. Regocijó al buen hombre con sus historias, y quedó atónito el ventero, como encantado, con aquella vida plena y colmada de aventura que aquel despojo decía haber desempeñado.

Voy en busca del olivo donde la conocí y bajo el que la enterré cuando Dios me la arrebató junto al que iba a ser mi hijo varón. Estoy bien seguro de que de su cuerpo han brotado las mejores olivas que jamás vieron ojos de cristiano en todos los reinos de Europa, le dijo al ventero. En ese olivo le juré que marcharíamos a las Indias a sembrar cientos como él, a prosperar llevando aceite por el Nuevo Mundo que se nos abría paso fuera de la Castilla inmunda que nos expulsaba con su desidia y sus miserias.

No quiso decirle al dueño de la fonda que su empresa fue más allá, de sus engaños a la Corona, de las martingalas del que hubo de ser su suegro, añadidos a la codicia del primer sueño americano. Quedose impactado el ventero del Alcor, y éste le pregunto al viajero cuál era su nombre, pero no quiso descubrirlo. Guardó el legajo ancho y grande de letras manuscritas, le entregó sus últimas monedas y salió de allí en dirección al monte, casi sin fuerzas, apoyado en su garrote, mas diligente y decidido.

El ventero, muchos años después, contaba que lo había visto perderse entre los olivos de un altozano, a los que iba mirando el tronco, las hojas y los frutos con gran cuidado y deleite. Contó a las gentes que era como un alma en pena derrotado por la edad y por la vida, y que parecía camino de una tumba en lugar de la inmortalidad.

(Coín, 12 de enero de 2016).

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