‘El vértigo de levantarse cada mañana’

Diseño para una cama. Anónimo francés del siglo XIXI.

Diseño para una cama. Anónimo francés del siglo XIX.

El desamparo de una niña centra la nueva entrega de nuestros ‘Relatos de un Extraño Verano’ en colaboración con el Taller de Escritura Creativa de Clara Obligado.

POR MARÍA GARCÍA 

Pese al pánico que tengo a las alturas, en casa de la abuela duermo en la litera de arriba. Mi hermana no puede subir, tuerce los pies hacia dentro y es bizca, esto último no es un impedimento para subir las escaleras ni para otras muchas cosas, pero siempre pesa a su favor.

Subida en la escalerilla trato de no mirar por la ventana. La barra se clava en las plantas de mis pies. A la derecha, el abismo me atrapa y el vértigo tira en picado de mí, a toda velocidad, un piso, dos, tres, siete, ocho, nueve, hasta que me destripo sobre un coche, o sobre el asfalto, o sobre alguien desprevenido que amortigua el golpe con su vida. El aire que no entra en mis pulmones se cuela por debajo del camisón inflándolo como un paracaídas, mientras paralizada me desaguo en dos ríos de lágrimas y en uno de pis que resbala por mis piernas.

Ceci se asoma desde la cama de abajo al ver que llueve y me encuentra temblando.

–¡Abuela, Clara se ha meado! –grita bien alto para que mi abuela la oiga.

Ceci no es mala, pero tampoco es buena. Ha aprendido a sacar ventaja de sus defectos, que a veces utiliza contra mí. Ojalá que yo hubiera tenido ese “pequeño problema de vértices”, como lo llama ella, cuando alguien le dice bizca o tuercebotas. Entonces mi hermana sonríe y, sin perder la calma, contesta que mucho peor es ser idiota.

Mis defectos son más volátiles: el vértigo, el miedo a las alturas y, desde que mis padres no están, la soledad.

–¡Ceci, ayuda! –digo, paralizada en medio de la escalera.

Ceci posa sus manos en mi culo meado, empuja. Sentirla sosteniéndome aligera mis piernas. Con los ojos cerrados y una fe ciega en sus manos subo al siguiente travesaño, y después al otro, todavía soy capaz de subir uno más. Cuando consigo llegar arriba, soy una ballena varada sin respiración.

Por la mañana la abuela entra haciendo ruido, abre la persiana de golpe, la ventana.

–Aquí huele a gato –murmura.

La luz se cuela y el aire fresco llena la habitación, Ceci salta de la cama, torpe y libre. Antes de que el vacío me precipite desde la ventana hasta el suelo, me pego todavía un poco más a la pared.

Llega hasta la litera la música que anuncia el concurso que la abuela sigue en la televisión. El aire huele a tostadas, a mantequilla, a pis.

–Que venga ella –grita la abuela cuando Ceci me nombra.

Oigo sus risas por encima de las voces de la tele, y las odio, aprieto los ojos e intento concentrarme en las preguntas del presentador. Cuando papá estaba, contestábamos todas, ahora solamente acierto tres. La voz del presentador despide a los concursantes eliminados y una musiquilla triste los acompaña.

Sueño que planeo en los brazos de mi padre desde la litera de arriba hasta las tostadas, pero es Ceci quien entra en la habitación con las manos vacías. Observo cómo se pone los zapatos. Son zapatos ortopédicos, una tortura dice. Su cabezota llena de rizos parece un animal de granja. La odio por no quejarse de su calzado rígido, pero también me odio a mí misma por no ser capaz de bajar.

La música anuncia el fin del concurso y mi abuela grita.

–Clara, nos vamos.

Se asoma por la puerta para decirme que guarde la mantequilla en la nevera cuando acabe de desayunar.

–Pero abuela…

Y oigo cerrarse la puerta de la calle.

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