Ellas son las putas de los ‘hurones’ del opresor régimen castrista

La escrfitora Martha Luisa Hernández Cadenas. Foto: Jenn Sanz.

Hay algo mágico en ‘La puta y el hurón’, algo sobrenatural en las confesiones de su protagonista y algo prodigioso en la escritura de Martha Luisa Hernández Cadenas (Guantánamo, Cuba, 1991). Una escritora con las ideas claras, sin miedo a lo políticamente incorrecto y con un dominio estratosférico de las atmósferas emocionales que presenta esta novela, diario, sueño, prisión, deseo… Y tantas cosas más en torno a la podredumbre del opresor sistema cubano, en el que cabe el consentimiento de una madre para que el régimen comunista y sus gerifaltes paguen favores sexuales a sus hijas, y en el que la homosexualidad bajo pago no es pecado, pero sí lo es si nace del deseo, del amor o de la propia naturaleza del individuo.

Un texto en el que se hibridan sueños rotos y subyugantes victorias.

Un texto que a medida que avanzas en su lectura y en su análisis te lleva de manera irremediable a construir esta pregunta: ¿Cómo se puede narrar de manera tan sencilla y conmovedora una tragedia como la que en él se cuenta?

Quizás porque a Hernández Cadenas no le importa lamer el alma de los perdedores hasta extraer de ella el artefacto narrativo que ha compuesto, quizás porque tiene una brutal facilidad para narrar lo incómodo que subyace en la vida de una mujer cubana, pero también lo que subyace en las vivencias de alguien que ha conseguido huir:

“Para qué escribir sobre mis comienzos en Europa, sobre lo que fue mi vida con Gérard, esos años fueron una pérdida: yo era su puta del tercer mundo, su cubanita especial, su rareza del Caribe”.

Esta es una de las primeras frases de la novela. Hernández Cadenas la deja quieta sobre una misiva en la que Pamela, una de sus protagonistas, confiesa su fracaso. Una diatriba demoledora de la que sale fuego, de la que emana dolor, desde la que se derrama una cínica empatía que convierte en una marioneta a  quien la lee.

Pamela ha huido de Cuba, de los últimos estertores de la Revolución, pero, como su amiga Mary, tampoco ha podido huir de la precariedad, de la prostitución; y las palabras que usa para confesarse con su amiga se meten en la carne de quien las recibe de esa forma impactante y flemática en que se mete una aguja interminable en el enjuto cuerpo de un faquir.

Mary, en cambio, se ha quedado prisionera entre una execrable relación materno-filial y la pesada sombra de los últimos hurones, súbditos de la revolución, incondicionales del mensaje mesiánico de Fidel, que han sobrevivido a la expiración de Castro. Una prisión que, sin embargo, no frena ni su lengua, ni su imaginación, ni sus intenciones y que hace de ella un personaje eficaz de pulquérrima dialéctica.

La puta y el hurón es una novela inclusiva por la exclusividad de sus verdades. Es una herida, sí, pero una herida que no daña sino que construye, porque no hay en ella nada fallido, no hay nada en ella que no turbe y no perturbe, no hay en ella nada que difumine los fracasos, nada que no se erija en una lucha constante. Porque en esta novela no hay cabida para la improvisación ni para la queja; solo para la evidencia y el hartazgo que provoca la descomposición de una utopía cuando se sabe de antemano que nadie querrá cavar la tumba que acabe con su hedor:

“El calor y el resplandor se colaban por las ventanas de la beca, mientras deseábamos viajar”.

“Hoy toca ir a casa de R. No sé cómo estará ese viejo, de seguro que hoy no va a querer hacer nada, el país está de luto y él debe de estar dándose latigazos de hurón ilustre. R tiene una melancolía tercermundista acumulada en el hedor de su aliento, que me salpica la cara cuando dice mi nombre”.

Hay una concatenación de tabúes en esta narración que saltan por los aires de una manera soberbia con el explícito deseo de dejar lo maniqueo a la intemperie. Denunciar, por ejemplo, el tácito consentimiento de una madre para que el régimen comunista y sus gerifaltes paguen favores sexuales a sus hijas por una cantidad irrisoria de dinero. Denunciar que en Cuba la homosexualidad bajo pago no es pecado y sí lo es si nace del deseo, del amor o de la propia  naturaleza del individuo:

“Alberto era ese conejo degollado que servían en la bandeja sucia del Pre”.

“Creo que le escribí una carta. Le escribes una carta a Dios para quitarte culpas. Le escribes una carta a un muerto para rebelarte. Le escribes una carta a un amigo para limpiar el miedo de tu cuerpo. Escribir cartas es lo único que me ha salvado de no sentirme sola”.

“Alberto se mató”.

La puta y el hurón es un libro de aliento escalofriante, de conmovedoras entrañas, de imprevisibles consecuencias:

“Odio los  domingos. No hay diferencia entre estos domingos y las noches de Alberto en el Pre. Con la diferencia de que yo soy una payasa, un trozo de carne, y Alberto era un alma a la que no podían romper con semen, saliva y puños”.

Un libro en el que las madres se comportan como extravagantes animales materialistas, como meretrices de sus propias hijas:

“Mi madre cuenta con los treinta cuc que paga R. Mi madre dice que mi trabajo extra, es decir mi visita de domingo, es lo único útil que puedo hacer”.

Un libro que sostiene con soltura, respeto y exactitud la presencia de las minorías. Cadenas convoca para visibilizarlas a personajes homosexuales como Alberto y a personajes trans como Pamela. Su vitalidad narrativa a este respecto es apabullante, como lo es también el tañido del aborto que sufre por culpa de la irresponsabilidad de su madre:

“Justo hoy me cayó la menstruación y siento temblores. La calvicie duró poco, como el feto, el bulto, el bebé hurón”.

Sus reflexiones son estremecedoras; parece mentira que una autora tan joven posea una profundidad estética y emocional tan manifiestas:

“Me burlo de la Siberia telúrica de los hurones que no beberán por una semana y que aún así fingen un estado de felicidad irrepetible en la ceremonia del luto de la nada”.

“Mi suerte icónica de puta y vagabunda en un diario rojo escrito por hombres”.

“Han dicho que las putas no saben nada de política, que las putas no conocen nada de los planes para invadir la bahía de Cochinos, han dicho que las putas no dominan la política porque lo más lejano a lo político es la prostitución”.

Mención aparte merece la página 85 de esta historia y cómo inunda la proeza de lo colectivo este libro escrito en primera persona:

“La censura. La censura comienza por un tema. Termina con la muerte. Una lógica de subdesarrollo y podredumbre demasiado penetrante. Esta semana en la que los hurones aprovechan el duelo para tener algo de protagonismo, quisiera defecar en sus bocas de censores”.

Y ese salvaje hábito que lleva a Mary a escoger la oscuridad como patria en un homenaje causal a la gran filósofa María Zambrano.

Mención aparte merece también lo que guarda en la boca esta joven escritora, el insistente protagonismo que le otorga a la verdad y que me lleva a preguntarme quién mueve su lengua. Si lo hace Dios o si lo hace el diablo. Que me lleva a celebrar esta bicefalia constructiva y esa confianza ciega que tiene en el lenguaje jamás intoxicado de los muertos.

El fogonazo estético y ético que supone la prosa de  Martha Luisa Hernández Cadenas es un clamor en todas sus páginas.

Como verán, hay sobradas razones para leer esta pequeña obra de arte. Este catecismo global que una vez leído movilizará las moribundas biografías de los jóvenes del mundo.

La puta y el hurón es un libro brillantísimo que no duda ni un instante en asirse a la cara más inteligente de la transgresión.

No dejen de leerlo, es tan hermoso como impúdico, tan veloz como exacto, tan lisérgico como tangible. Es como la exuberante puesta de sol que jamás imaginó que acabaría aniquilada por la llegada de un inesperado eclipse.

Literatura de la buena; el presente deglutido a palo seco.

‘La puta y el hurón’. Martha Luisa Hernández Cadenas. Caballo de Troya. 165 páginas. 

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