Cuando empezamos a odiar lo que antes nos fascinaba de nuestra pareja
Lo que nos gusta de nosotras mismas, aquello en lo que destacamos, suele ser lo que más nos irrita en un momento dado. Y lo mismo nos pasa con el otro, las otras: las peculiaridades suyas que nos conquistaron son las que volveremos a mencionar en sentido negativo si nos separamos. Cada don tiene dos caras, todos somos ambivalentes y contradictorios, y transitorias las apreciaciones de una misma virtud. Poderosas y frágiles, gocemos, mientras tanto, sin hacer sangre eterna de un adjetivo. Otra entrega de nuestro diálogo quincenal sobre encuentros, el eterno femenino resistente y las masculinidades errantes. A cargo de Analía Iglesias y Lionel S. Delgado. En este espacio alternamos nuestras voces sobre un mismo asunto: el amor o su imposibilidad en tiempos de turbocapitalismo.
En el momento de una ruptura, puede que lo primero que dejemos de soportar sea aquello de lo que nos enamoramos. Lo que un día nos conduce a lo inconducente es probablemente lo mismo que nos hizo amar sin remedio… Así como lo que nos indigna de nosotros suele ser una acumulación de esas virtudes que a veces nos vimos reconociendo como tales, en nosotras mismas. Sentir intensamente es para algunas de nosotras la única manera de sentir (con honestidad). La intensidad nos encanta, pero no que nos llamen “intensa” o “intenso”, con esa carga del demasiado que pone el ojo moderador de intensidades del otro. “No me ames demasiado”, claro, como si fuera fácil sentir con moderación. O “Me encanta cuando se concentra tanto en lo que hace, es tan talentoso/a”, hasta que empieza a molestarte su indiferencia. Marriage story (La historia de un matrimonio) lo cuenta bien. El filme de Noah Baumbach es, al margen de la tormenta mediática mainstream, una muy buena película sobre el amor, la irrupción del desamor y lo insondable de las relaciones.
Casi todo el mundo quiere creer que la película de Baumbach es una suerte de catarsis de la malasangre que conllevó el divorcio del propio director y guionista de la actriz Jennifer Jason-Leigh y, a decir verdad, eso importa poco en cuanto al cotilleo, pero sí es valioso para entender algo de lo carnalmente descarnado que consigue transmitir el filme sobre tan particular tiempo de disputas entre dos personas. Se trata de esa etapa en la que el amor surge entre las hilachas y hay que acallarlo, porque toca pelear, porque duele mucho más amar que odiar.
Asomarse a la cocina de las puertas de los armarios abiertas con las que el protagonista, Charly Barber (Adam Driver), se da mil veces en la frente (porque ella no las cierra nunca) o constatar la encantadora espontaneidad de Nicole (Scarlett Johannson) es la única visión edulcorada que se permite el director, a modo de presentación de los personajes. Pronto no nos dejarán respirar los espasmos de tanto llorar, al reconocernos (algo similar nos pasó con otra película suya, Margot y la boda, no se la pierdan).
La que se estrenó hace un mes es la historia que podría relatar una pareja cualquiera de profesionales de treintaytantos o cuarentaypocos, en este caso, los Barber, que comparten un hijo que aún no lee y toda la vida artística y profesional, porque ella es una actriz que se ha mudado de Los Ángeles a Nueva York para hacer teatro a las órdenes de su marido, un reputado director, con fama de indómito, pero buen tipo y talentoso. Entonces, ¿qué? Si les va bien, reparten las tareas del niño a medias, son compinches en lo creativo, acordaron mudarse a la ciudad en la que uno de los dos tenía el curro más interesante, ¿quién sabe? Hay algo que es y que, a la superficial mirada de los otros, no debería ser, pero es…
Nadie sabe nada nunca acerca de la erupción del malestar, y menos sobre ese tramo que va de la primera sensación de picor incómodo al hartazgo de no-hay-más-retorno. Sin embargo, a veces sí hay vuelta, y del anticlímax del hastío surge un reset, que tampoco nadie nunca podrá explicar a qué se debe, y reconectamos con el otro, la otra, en un mero rozarse la punta de un dedo, que puede augurar un reinicio o nada, o apenas el recuerdo de esa emoción, tapada de los reproches en lista. Justamente esa lista de los never-more (nunca más) puede desvelar alguno de estos misterios de las ambivalencias de las que están hechas nuestras pasiones, porque si echamos sinceramente la vista atrás sabremos reconocer en los puntos de desacuerdo inocultable (de hoy) los encantos que un día fueron las singularidades (o las excentricidades) del otro y nos llevaron a quererlo, a diferenciarlo por encima del resto del mundo, y hasta de nosotras mismas. Desde fuera, todo este mecanismo resulta bastante más fácil de detectar que para los propios implicados, de eso no cabe duda.
A quién no le ha pasado conocer bastante a dos personas y luego oír las quejas de una de ellas sobre la otra y advertir que eso que le molesta irrenunciablemente a una es lo que todos vemos como evidente rasgo distintivo de la otra, y sugerírselo: “Oye, ¿no te fascinó que él fuera tan seductor cuando lo conociste?, ¿te das cuenta de que ahora detestas que siga siendo lo mismo que siempre fue y que te enamoró?”. O: “Hoy te molesta su excesiva rigidez y el control, pero ¿no fue su faceta previsora lo que te resultó saludable y complementario, y el elogio que siempre tenías hacia ella porque, así, tan ordenada, te facilitaba la vida o… evitaba el descontrol del que no querías hacerte cargo en solitario?”.
Sí, somos contradictorias e hípercontradictorios, y lo que nos vino bien un día ya no nos conviene más y, aun peor, hoy sentimos que nos hace la vida imposible. Y no pasa nada. Bueno, sí, claro, hay dolor y habrá aceptación, y el desgarro inevitable de una parte que ya no somos más, que ya no queremos de nosotras mismas y, por lo tanto, no queremos querer del otro. O hay un “te quiero” miedoso y verdadero a la vez, como un asidero en medio de la tormenta emocional al borde del abismo de la ruptura, como aquel del personaje de Ingrid Bergman a su marido en Viaggio in Italia (sobre un libro original de Colette), que lejos de augurar un final feliz, le ayudaba al gran Roberto Rossellini a escribir fine sobre fondo negro, para que el otro final, el más previsible, quedara fuera de metraje.
No hay manera de salvarse de las fallas estructurales del amor, que son como los encajes de las placas tectónicas de la Tierra: están ahí, siempre están ahí, encastradas, más o menos estables, y pueden o no tensarse y arquearse y hacer saltar las olas y los volcanes de ira, o mantenerse serenas y abarcar el periodo completo de existencia de unas personas. De ahí la valentía de gozar de ese ahora que ignoramos de dónde viene y adónde va, a sabiendas de la densidad del presente, sus infinitas napas que intercalan esas corrientes líquidas de comprensión con el aire de vuelos inaugurales –aun los temerarios– que fueron aterrizando, incluyendo los miedos, las expectativas, los buenos encajes inesperados de las piezas del puzle, los bordes de la fractura.
Bienvenidos al 20/20, que quizá sea un buen año para nacer.
Comentarios
Por Nico Alto, el 07 abril 2020
» porque duele mucho más amar que odiar»
la clave.
para amar, saber del dolor, que provocará. No hay modo de huírle. Atrasar esa conversación mucho tiempo es empezar a resquebrajar une misme la «estructura» que yo la veo más como una arquitectura, pues no es solo formas, tiene pasiones que filosofan con lo material.
Historias de un matrimonio? Es pec ta cu lar.
Excelente momento de tensión, cuando casi sobreviene la violencia de género. El me parece que no es mala onda, pero si es bastante manipulador. No la ama. Amar es soltarlo todo. No tener miedo de tener miedo ni de cambiar.
Bueno, yo lo digo, aunque mis experiencias empíricas son muy poco comprobables. Pero bueno, en mi contradicción me manejo bastante bien. Siempre es más fácil ver lo de los demás que lo propio. Y a pesar de eso, no dejar de preguntarse cómo sería en uno, y no dejar de filosofar. Kant nunca salió de su pueblito y sin embargo habló de de todo un poco. jajaj si fuera solo por la experiencia empírica, no podríamos teorizar, o sí? Abrazo que cruce.