En el Nuevo Año, ¡‘desmierdemos’ el cambio climático!
Frente al gran reto que supone para la Humanidad la crisis climática, la esperanza es un antídoto contra la eco-ansiedad y contra los fantasmas de la sociedad moderna, la apatía, la indiferencia y la avidez. Buscar el mejor de los mundos posibles se convierte en un mandato contra la incertidumbre que domina el planeta. 2025 es un año clave para ilusionarnos o para hundirnos en el pesimismo.
Por CAROLINA BELENGUER HURTADO y FERNANDO VALLADARES
Es verdad que la crisis climática es una gran mierda en el camino de la vida. No es un charco que se pueda vadear, no es una montaña que se pueda escalar, no es un lago que se pueda cruzar construyendo una balsa. Es otra cosa. Te obliga a ajustar los pasos uno a uno pensando dónde poner el pie para no pisarla. Te obliga a mirarla, a taparte la nariz y a desviar después la mirada. Repliega el cuerpo y lo envuelve en una sensación de asco. Te enfrenta a las culpas y vergüenzas de la Modernidad. Te enemista con la pureza. Te aboca al mundo repulsivo de la mugre. Te aproxima a lo que apesta. Te contamina, te infecta y te corrompe. Te empuja a pozos inmundos. Te desalienta. Te deja en la oscuridad. Te lleva a las cloacas.
El cambio climático despierta agresividad y odio, violencia política y social ante una realidad que algunos pretenden negar. Pero no es el sentir más general y hay iniciativas y movimientos para reconducir el odio y la politización interesada e infértil del cambio climático. Y también es verdad que el cambio climático puede despejar el camino de la esperanza.
El deseo de alcanzar lo que se anhela es la principal fuerza que nos impulsa; por eso perseguimos los sueños, aspiramos a ocupar la zona de las utopías y codiciamos asentarnos firmemente en las quimeras de lo que hoy son solamente posibilidades. En ese mundo de posibilidades es en el que las acciones son importantes para darle forma al futuro. Cada decisión que tomamos construye mundos de hormigón y petróleo o de jardines y energía renovable. Cada respuesta puede ser tasada en el mercado de valores o en la báscula de los Derechos Humanos. Cada emoción sentida dirige la luz a lo que de manera consciente deberíamos estar prestando atención. Sin embargo, acostumbramos a actuar automáticamente comprimidos/as por las prisas y por lo que será aceptado socialmente. Esta reacción no nos permite escuchar las cicatrices que deja la experiencia, ya sea en forma de satisfacciones o de malestares. Probablemente, conectar las huellas de los hábitos y costumbres con sus consecuencias en las múltiples crisis eco-sociales nos haría más conscientes de plantear propósitos deseables para enriquecer y rehabilitar la vida.
La esperanza de disfrutar de un planeta en el que respirar sin necesidad de taparse la nariz nace de un profundo convencimiento de que la vida merece vivirse en armonía. Para conseguirlo, los esfuerzos deben dirigirse hacia la consecución de esos objetivos; bien porque esas metas sean valiosas por sí mismas, o bien porque le den sentido al ratito de nuestra existencia y empujan a proyectarse en un porvenir más apetecible. La esperanza es una capacidad indispensable para elegir las acciones que conducirán al paraíso que imaginamos. La preocupación climática, que enlaza las emociones que nos alertan con las ideas que podrían remediar esos problemas, constituye un factor protector para la salud mental esencial. La angustia que se acompaña de propuestas realistas, objetivos adecuados y acordes con los principios morales que dan lógica a las vivencias puede mejorar las situaciones conflictivas en las que se encuentra la Humanidad. Eso sí, recordemos que esperanza viene de esperar, y no es para nada la idea. La idea es hacer, es actuar, y por eso hablamos de una esperanza activa, tal como Joanna Macy y Chris Johnstone nos proponían en su libro (Esperanza activa. Cómo afrontar el desastre mundial sin volvernos locos), con el que nos dan claves para abordar el desastre mundial sin volvernos locos..
Esta virtud de canalizar las fuerzas para acabar con las mierdas del mundo requiere de la voluntad de trabajar para conseguirlo. Trazando caminos, esbozando estrategias para tener éxito y simulando las condiciones que puedan facilitarlos o las barreras que se pueden encontrar en esa travesía. Identificar esos componentes hace más probable que la esperanza disipe las actitudes nihilistas.
Aquellas personas que creen que en la vida hay que aspirar a conseguir las metas que son importantes, valoradas y que dan sentido y coherencia a las experiencias vitales muestran mayores niveles de bienestar y de satisfacción con la vida.
Existe un verbo en rumano, dezmierdare, cuya etimología es latina y que podría traducirse como quitar la mierda. Tiene sus orígenes en ese acto de amor que es limpiar la caca a un bebé. No es plato de gusto y quizá por eso con el tiempo su sentido se asimiló al de estar al cuidado de alguien. Significa mimar, atender o agasajar. La expresión de la palabra refleja el sentimiento que sobresale amplificando el sentido trascendente sobre la tarea concreta. Esta interpretación figurada nos enseña que atender, proteger y velar por el bienestar también incluye eliminar, higienizar y sanear las cosas que nos podrían causar daño, nos infectan y nos enferman.
La esperanza mira más allá del cálculo de posibilidades del optimismo y de un pensamiento simplistamente positivo. Los riesgos del cambio climático se calculan a partir de las probabilidades de que sucedan eventos climáticos extremos; del grado, de la vulnerabilidad y de la capacidad de resiliencia de las zonas geográficas, de las instituciones y de las personas que la habitan. Si las probabilidades superan el 50% podemos ser optimistas; si los riesgos son mayores, se abre la ventana al pesimismo. No obstante, este momento de conocimiento puede inclinar la balanza. Podemos decidir actuar de manera que se ponga freno a los resultados que se presentan. Construir ilusión y hacer una esperanza constructiva ayuda a no desfallecer ante los retos que la emergencia climática plantea. La esperanza vive en las posibilidades de intervenir para conseguir los sueños a los que estamos ligados/as.
Esos sueños, además, pueden ser compartidos por una comunidad y es entonces cuando se puede hablar de una esperanza colectiva. Un deseo de llegar a un futuro mejor, no sólo porque individualmente sea conveniente, sino porque ese progreso beneficiará a toda la humanidad. Para ello, para hacer desaparecer estas mierdas que limitan el bienestar, es imprescindible que la confianza sea el fundamento de las relaciones personales e institucionales.
En noviembre de 2019, en 12 países, entre ellos España, se hizo una encuesta a la que llamaron Barómetro de la esperanza. Los países con mayor desarrollo económico mostraron menores niveles de esperanza y cuanto más pesimistas eran las visiones sobre el futuro, también caía más la esperanza en el futuro. La mayor parte de las aproximadamente 10.000 personas sondeadas manifestaron que el escenario más probable en el que nos encontraremos será horrible, gris y sobrecogedor. Sin embargo, la mayoría desea un futuro más luminoso, sostenible y dichoso. Los/as autores del estudio afirman que esta situación indica que todavía existe algo de esperanza, aunque no garantiza que sea alimento suficiente para que los sentimientos de significado de la vida, pertenencia a un planeta e integración en una comunidad impulsen las transformaciones hacia el futuro deseado.
La esperanza, poca o mucha, en la tecnología, en la juventud, en la educación, en el futuro, en el trabajo colectivo o en la propia capacidad para actuar, es la emoción que nos ampara y socorre. La esperanza es un antídoto contra la eco ansiedad y contra los fantasmas de la sociedad moderna, la apatía, la indiferencia y la avidez.
Buscar el mejor de los mundos posibles se convierte en un mandato contra la incertidumbre que domina el planeta. Lo que ahora podamos imaginar y las visiones del futuro serán lo que podamos construir. El futuro será un espejo de las esperanzas del ahora, de la fe en la solidaridad y del enriquecimiento de los significados del amor.
Pensar que el futuro traerá éxitos es un buen indicador si se acompaña de las expectativas positivas de logro. Por ejemplo, la ciudadanía de Roma imaginó ciudades más limpias y legisló para proteger las aguas de la contaminación. En 1536, las Ordenanzas de la ciudad de Murcia impidieron arrojar desperdicios de toda clase y en Granada en 1552, a fin de proteger las truchas, se prohibió su pesca durante determinados periodos de tiempo. En 2015, durante la cumbre de París, se soñó con un mundo que no se calentase más allá de 1,5 C. En 2025, existen muchas posibilidades para no cagarla.
En el universo de las posibilidades que habitamos depende de cada cual que lo que está por llegar sea próspero. Esperemos que la humanidad, el agente de cambio más importante para voltear cualquier situación, sea capaz de tomar decisiones de las que sentir más orgullo, de elegir nuevas opciones que desbanquen los intereses económicos, de adoptar más medidas protectoras de la salud, de reaccionar ante las injusticias y de preferir mirar lejos y alto.
Desmierdar el mundo es un acto de esperanza en el amor.
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