Enrique Aparicio, el marica que ha de volver a su pueblo manchego
Enrique Aparicio (Alpera, Albacete, 1989) es periodista cultural y creador de los pódcast ‘¿Puedo hablar!’ y ‘Maricapáginas’. Es coautor del ensayo ‘¿Puedo hablar de mi salud mental!’ (Aguilar, 2023), junto a Beatriz Cepeda, y ha participado en varios volúmenes colectivos. En su primera novela, ‘La mancha’ (Plaza y Janés, 2024), el autor nos propone un viaje de vuelta al pueblo en plena crisis económica, en el verano de 2013, donde su protagonista tendrá que hacer frente a sus demonios y aprender a habitar un espacio del que hace años se sintió expulsado. Con gran honestidad y una prosa ágil y delicada, el autor nos invita a observar a través de un visillo cómo es la vida en un pequeño pueblo manchego donde el tiempo parece detenido y donde el protagonista se dejó todo el miedo, toda la vergüenza y toda la culpa.
Has hecho muchísimas cosas antes de publicar tu primera novela: eres periodista cultural, ‘podcaster’ de éxito e incluso has sido integrante de un grupo de electropop. ¿Qué te llevó a adentrarte ahora en el mundo de la literatura? ¿Cuándo supiste que querías ser escritor?
Aunque me he entretenido con otras cuestiones, lo que he hecho siempre es escribir. Como buen hijo de mi generación, internet me ha permitido bregarme en espacios que me han interesado, pero no he dejado de escribir mientras me divertía en los escenarios o frente a un micrófono. Además, componer las letras de Monterrosa o conversar con los invitados de podcast me ha servido de entrenamiento para afilar la pluma.
‘La mancha’ es una historia sobre ‘sexilio’, pero no habla de marcharse sino, precisamente, de la dificultad de volver al punto de partida. ¿Qué te ha llevado a tratar este tema?
Tradicionalmente, las historias que tratan sobre la diversidad en el entorno rural consisten en ‘cuánto sufrí en el pueblo hasta que me fui a la ciudad, final feliz’. Por mi experiencia, y por la de tanta gente que conozco, sé que la relación de las personas del colectivo con sus pueblos es mucho más compleja y menos automática. La mancha arranca con el trayecto inverso, el de un marica que se ve obligado a volver al pueblo años después de haber huido de él. ¿Qué pasa cuando la vida te obliga a habitar un lugar del que una vez te marchaste para siempre? Muchas personas del colectivo –pero no solo del colectivo, claro– hemos tenido que enfrentar ese abismo que ha dividido nuestras vidas en dos mitades: la del pueblo y la del sitio al que huimos. No es fácil.
En sus páginas cuentas que su protagonista, al volver, debe “ponerse la piel muerta que dejó el que se fue a la universidad”, ejemplificando a la perfección esa dicotomía entre el que creció en el pueblo y el que vive liberado en Madrid. ¿Te ha costado mucho escribir sobre algo tan personal?
Tenía claro que la parte testimonial o documental de la historia –que es menor de la que pueda parecer– debía ser honesta. No tendría mucho sentido escribir sobre ese conflicto con pudor. A mí, como a tantas personas, el mundo me señaló que mi pueblo, Alpera, no era mi lugar; nadie me lo dijo literalmente, pero lo aprendí pronto. Y a quien nació en el pueblo de al lado, le pasó con el pueblo de al lado. ¿Por qué tantas personas supimos que nos teníamos que ir? Es una cuestión fácil de entender, pero difícil de explicar. La mancha es mi intento de despejarla, aunque eso pasara por reconocer mis contradicciones, los prejuicios que yo también me he creído o las consecuencias del enfado y la rabia que he dirigido a mi pueblo cuando no entendía de dónde venía ese dolor.
¿Cuáles son los pros y los contras de la autoficción? ¿La novela ha sido bien recibida entre los tuyos o te arrepientes de haber dado demasiados detalles personales?
No siento reparo a la hora de denominar esta novela como autoficción, porque es una propuesta literaria que me ha alimentado desde siempre. Como alguien que se buscó a la desesperada en los libros, siempre era un consuelo saber que esas vidas sobre las que leía tenían parte de realidad. Cuando uno se sienta a escribir no debe tener remilgos, y yo no los he tenido. Por supuesto, al usar elementos de mi vida o de la de otras personas, he intentado ser cuidadoso, porque lo último que uno quiere es hacer daño. Pero eso no es incompatible con llamar a las cosas por su nombre.
Siempre supe que iba a escribir esta historia, y durante mucho tiempo quería hacerlo para vengarme de mi pueblo, de mi lugar de origen, de mi infancia y mi adolescencia. Me alegro de haber esperado hasta los 35 años, cuando he podido hacerlo desde una perspectiva más madura en la que hay más comprensión que venganza.
En tu novela existen dos narradores: Ramona y Valentín. ¿Por qué has optado por usar estas voces tan distintas y separadas en el tiempo? ¿Qué tienen en común estos dos personajes?
Valentín, el narrador principal, es un muchacho atrapado en su propio dolor. Como no ha sido capaz de salirse de él, le ahoga, porque no puede separarse ni un instante de él mientras está en el pueblo: es el lugar del crimen, pero de un crimen más etéreo que tangible. La novela presenta el inicio de su recorrido de perdón consigo mismo y con su pasado, y para eso es necesario que se despegue un poco de esa herida, que la contemple con un mínimo de distancia. Quería que la forma de la novela reflejara ese fondo, así que la voz narradora también se desplaza de Valentín. La historia de Ramona, que se va desvelando poco a poco, me sirve además para dar profundidad a lo que él irá aprendiendo y demostrarle que no es la primera ni la principal víctima de su entorno.
En el libro haces un uso espectacular del refranero popular y abundan las expresiones manchegas, incluso has respetado las faltas ortográficas que probablemente cometería Ramona en su diario. ¿Por qué has querido incluir el habla popular de nuestra tierra?
El acento y el habla manchega es uno de los elementos que Valentín neutraliza de sí mismo cuando se va a Madrid, convencido de que debe convertirse en un lienzo en blanco que los demás puedan rellenar con lo que más les plazca, para así ser aceptado rápidamente. Al volver al pueblo, se va a dar cuenta de a cuántas cosas ha renunciado para habitar una vida que, además, le ha expulsado a la primera de cambio.
Como marcador territorial y de clase, el habla me sirve como elemento plástico de la historia y para comprobar cómo Ramona, que por su escasa educación, no ha aprendido que hablar así ‘está mal’. Así que ella se expresa con una pureza de la que Valentín puede aprender mucho. Y, más allá de su uso narrativo, me apetecía mucho dejar constancia de nuestra manera de hablar en una novela, y proponer una forma de reflejarla por escrito.
¿Cómo ha sido el proceso de creación de la novela? ¿Has hablado con tu madre, las mujeres de tu familia o las vecinas del pueblo para inspirarte? ¿Cuánta ficción y cuánta realidad hay en el libro?
Mi vida en el pueblo me ha servido de inspiración obvia, y he procurado hacer un retrato realista de cómo es crecer en un pueblo manchego desde una determinada óptica temporal y social. Para la parte histórica, mi fuente principal ha sido África Sánchez, una señora de Alpera de 95 años con una memoria prodigiosa. Las muchas tardes hablando con ella en su casa son lo más bonito que me llevo del proceso de documentación.
En La mancha hay más ficción de la que probablemente perciba el lector, aunque, como resulta evidente, mi vida ha sido el material más directo. Quizás la familia de Valentín es lo más documental que hay: sus padres se comportan y hablan como los míos.
¿Qué hubiera sido de tu vida, como adolescente homosexual en un pequeño pueblo manchego, sin la llegada de Internet? ¿Crees que el acceso al porno gay, el uso de chats o el Messenger, de alguna manera, fue lo que te salvó?
Cuando internet llegó a mi casa, se hizo la luz. En esa habitación adolescente en la que me había encerrado, intentando protegerme de la mirada de los demás, se abrió una ventana que me conectaba con información y con personas con las que jamás podría haber contactado de otra manera. Fue providencial que eso ocurriera, y, por supuesto, supuso un respiro que me ayudó a sobrellevar mejor mis últimos años en el pueblo, los más duros. Hacer amigues por internet fue lo que me impulsó a reconocer y poder expresar lo que era, porque me permitió conocer a personas fuera del armario y constatar que había existencias vivibles más allá de la norma.
Pero eso no significa que todo lo que pasaba entonces y pasa ahora en internet sea positivo y beneficioso. Creo que es después de décadas de uso cuando empezamos a ser conscientes del precio que hemos pagado por lanzarnos a un espacio digital que al principio era una jungla salvaje y ahora un territorio colonizado por el capital y el capitalismo feroz. Internet fue un salvavidas, pero después había que nadar hasta la orilla.
El libro está plagado de referencias literarias: Truman Capote, Carson McCullers, Lorca, Gide, Martín Gaite, Proust, ‘Las uvas de la ira’ o ‘La isla del tesoro’… ¿Cómo te han influido estxs autorxs y sus libros? ¿Eras un adolescente que se refugiaba en la cultura para huir de una realidad hostil? ¿Qué otras vías de escape encontraste?
Como buenas mariquitas lectoras que somos Valentín y yo, esas referencias eran indispensables. La única mención a la homosexualidad que recibí en el instituto era que Federico García Lorca y Luis Cernuda eran maricas –y que a uno lo habían asesinado y el otro se había tenido que exiliar por ello, menudo panorama–, así que mi identidad y la literatura siempre han estado conectadas. La biblioteca municipal de mi pueblo fue mi refugio, y así se lo inyecto también a Valentín. Es el sitio donde empezamos a descubrir pistas que nos han servido para construir nuestra vida.
Además de los libros, internet también ha sido mi repositorio cultural, y por eso en La mancha hay referencias más petardas de vídeos como el del baptisterio romano o personajes como Carmen de Mairena, que he consumido con fruición y que me han servido de lenguaje común con personas cercanas.
Quien te conoce un poco sabe que si algo te caracteriza es tu gran sentido del humor y el uso de simpáticos chascarrillos. Además de como escudo, ¿el humor te ha servido como arma para abrirte camino?
Por no usar términos bélicos, diré que el humor me ha servido de herramienta, aunque es bien cierto que descubrí pronto que si en el patio del colegio hacías reír no te pegaban. Reírme del mundo y de mí mismo siempre ha sido una válvula de escape para la presión que sentía por encajar y por exponerme a la mirada de los demás. Bendita herramienta.
En la novela hablas de la rabia que usamos como caparazón las personas que hemos vivido una situación de rechazo. ¿Crees que debemos utilizarla como motor para crear o, por el contrario, “arrojarla al campo y que la deshaga la intemperie”?
Es una coraza muy pesada. Puede ser útil cuando uno se siente asediado, pero moverse con ella es agotador, e inútil si uno se atreve a abandonarla un momento y descubre que la batalla ha terminado. No se puede vivir con esa rabia, eso lo sé ahora que ya no la habito. Todos tenemos a nuestro alrededor personas enfadadas con el mundo, y termina siendo insoportable convivir con ellas. Ojalá La mancha sirva como autopsia de ese estado, como muestra de que esa rabia puede pasar, aunque para ello es necesario enfrentar de dónde viene, a qué se debe, de qué te está protegiendo.
Parece que esas mismas personas nos sentimos obligadas a demostrarle algo al mundo de manera constante. ¿A qué se debe esa necesidad de triunfar para que nos reconozcan los mismos que nos repudiaron?
Quienes nos hemos hecho adultos sintiendo que había algo en nosotros que nos convertía en menos que los demás, intentamos compensar esa falta con algo que sí podamos controlar. Necesitamos que lo que hacemos redima lo que somos. Además, a las personas del colectivo de mi edad o mayores no se nos mostraron vidas diversas de personas como nosotros, los pocos referentes que teníamos eran los del éxito o los de la excentricidad extrema. No hemos tenido más espejos en los que mirarnos.
Valentín se siente rechazado y oprimido por ser gordo y homosexual, pero es interesante ver cómo su prima Ana siente algo parecido por el mero hecho de ser mujer y no cumplir las expectativas de la sociedad o cómo Ramona se siente ridiculizada por los señoritos y oprimida por ser pobre y mujer (hasta el punto de que ni siquiera es libre para elegir su propio destino). ¿Qué presencia han tenido las mujeres en tu vida y por qué es importante hablar de ello?
Valentín se irá dando cuenta progresivamente de que, al contrario de lo que piensa, ser él no es la peor de las suertes. Una persona tan traumatizada como él no logra escapar de su dolor, y ni siquiera es capaz de registrar el de los demás. Las historias de Ana y de Ramona le irán demostrando que hay otras vidas muy complicadas, que las había antes y que las hay ahora, y que quienes las encarnan le pueden enseñar mucho de resistencia, de resiliencia y de rebeldía.
Las mujeres de mi familia me han enseñado eso, además de que los márgenes de la norma pueden ser terrenos fructíferos para construir otra manera de estar en el mundo. Y, por supuesto, es un sensibilidad muy marica esa de observar casi a escondidas qué hacen las mujeres de tu casa e imitarlas.
Sin duda, ‘La mancha’ es una carta de amor a tus padres y un intento de reconciliación con tu lugar de origen. Hay un momento del libro en el que Valentín dice: “Perdón por lo de antes y por todo”, lo cual me recordó a la escena de ‘Dolor y gloria’ de Almodóvar en la que el protagonista, un aclamado director de cine, le dice a su madre: “Siento no haber sido el hijo que esperabas”. ¿Por qué parece que nunca es suficiente? ¿Cuándo puede uno saber que, por fin, ha honrado su tierra y es digno del amor de sus allegados?
A los maricas, y todas las personas fuera de la norma, nos han convencido de que nacemos con un pecado original que no solo nos marca a nosotros, sino también a nuestras familias. Hasta mi generación al menos, hemos crecido con comentarios del tipo de ‘que te salga un hijo maricón’ era una desgracia y un desafío social. Es normal que sintamos una culpa y una vergüenza muy grandes, que están en el origen de esa coraza de rabia de la que hablábamos antes.
Me gusta la unión de La mancha con Dolor y gloria, porque creo que son textos que enuncian ese conflicto desde un estado posterior, desde lo que hemos logrado hacer con los materiales de esa culpa, de esa vergüenza y de esa rabia. Ojalá estas dos historias se queden obsoletas, y se conviertan en ejemplos pasados de algo que hemos logrado superar como sociedad.
¿Has conseguido hacer las paces con el pueblo? Me gustaría pensar que, cuando vuelves, lo haces con la cabeza alta y viéndolo todo con nuevos ojos, dispuesto a disfrutar de tus raíces y del lugar que te vio crecer. ¿Es así o todavía sientes ese miedo a salir a la calle del que hablas en las páginas de ‘La mancha’?
Estoy en ello. Creo que no se trata de volver ‘con la cabeza alta’, porque eso indica que sigue habiendo una tensión a la que estás retando. La mejor señal es que ahora, cuando estoy en mi pueblo, hay veces en las que ni me acuerdo de esa tensión del pasado. Pero no ha desaparecido del todo, claro: han sido muchos, muchos años de no ser capaz de estar en sus calles sin miedo, sin ansiedad, y el cuerpo tiene memoria.
Me hace falta más tiempo, más horas de vuelo en las que habite mi pueblo como el adulto que soy y no como el adolescente aterrado que fui, para abandonar del todo esas sensaciones. Pero he avanzado mucho más de lo que ni siquiera consideré posible, por eso para mí era importante compartirlo con el mundo, y La mancha es mi manera de hacerlo. Ya me han llegado bastantes mensajes de lectores que se han replanteado su relación con sus lugares de origen a partir de leer la novela, y es lo que más me emociona.
¿Qué podemos hacer para que la comunidad LGTBIQ+ de las zonas rurales pueda vivir en armonía con sus coterráneos? ¿Cuánto queda por hacer para acabar con la homofobia que parece que todavía campa a sus anchas en determinados lugares? ¿Eres optimista respecto a este tema?
Lo mejor que podemos hacer es hablar con las personas del colectivo que no se fueron de sus pueblos: son muchas y están organizadas en multitud de asociaciones que tienen mucho que enseñarnos. Afortunadamente, tenemos a nuestro alcance un gran número de testimonios de cómo se pueden habitar esos territorios desde la diversidad, algo que nos habían enseñado que no era posible.
No hay más homofobia en un pueblo de La Mancha que en el centro de Madrid –donde, por cierto, a mí sí me han pegado por maricón, al contrario que en Alpera–, pero nos siguen convenciendo de que los lugares pequeños están más atrasados y son medio salvajes. No es verdad. De hecho, la vida en las grandes ciudades es mucho más salvaje y hostil en muchos aspectos. Nos convencieron de que solo en un sitio ‘donde no te conoce nadie’ podríamos vivir libremente. Hoy sabemos que precisamente que nos conozcan los demás, que entiendan que no somos unos enfermos o una amenaza, es lo que garantiza la convivencia. Así que démonos a conocer, que sepan nuestras vecinas y vecinos quiénes somos. Como hacemos en los pueblos.
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