Entre Toteking y Vila-Matas: 10 apuntes para el final de las vacaciones
Continuamos con las reflexiones de final de vacaciones de algunos de nuestros colaboradores. Hoy en el entorno de Nerja, muy bien acompañados por el rapero Toteking, Kafka, Vila-Matas, el príncipe Carlos de Inglaterra y Camila Parker-Bowles, Justo Navarro y Salinger.
1) La casa de Godard. La cosa empezó así. Salimos de la casa-búnker a cenar. La Casa Malaparte, como la llamamos desde que vimos Le Mépris de Godard, una película que se rodó en esta mítica vivienda de Capri –isla donde un día desapareció Bernardo Atxaga- y que, según escribe Oscar Tusquets en Pasando a limpio, Curzio Malaparte había dejado en herencia a la República Popular China, hasta que su familia pudo recuperarla más adelante. Precisamente, siguiendo con este filme y con los apuntes de Tusquets, lo que el escritor Emmanuel Carrère recuerda de Le Mépris es esa secuencia en la que Brigitte Bardot y Michel Piccoli se pasan 25 minutos sin articular palabra, una escena que nos dejó a nosotros también en un intenso y paralizante estado de incomunicación, acostumbrados como estábamos a los cambios de ritmos de Godard y a que en sus películas siempre hubiera algún texto, algún fragmento que leer.
2) Curvas de Amalfi, curvas de Nerja. Cuando vamos a cenar en verano a Nerja nos gusta bordear la costa. Hay unas curvas suaves, nada peligrosas, donde dicen que tiene una casa-búnker el cantante Miguel Ríos, por las que pasamos con el coche muy despacio. Es de esos lugares donde el mar parece querer decir algo, revelar algún secreto.
“En verano uno se imagina con un descapotable por las curvas de Amalfi, con música de órgano yeyé”, señala el periodista Íñigo Domínguez en uno de los artículos recogidos en Polo de limón. Como este año no podemos ir a Amalfi, nos contentamos con esta costa sureña y con ver películas de Dino Risi, que nos dejó esa maravilla del Il Sorpasso, a la que hay que regresar cuando la vida se vuelve severa, burocrática, demasiado rutinaria, y necesitamos meternos otra vez en el Alfa de Bruno Cortona para hallar esa intensidad que nos haga recuperar el sentido.
3) El poder de hacerte esperar. Nuestro restaurante preferido siempre está repleto. Si no reservas, tienes que esperar. Pero nosotros apenas reservamos nada en la vida, porque somos de cambiar bastante de opinión en el último instante. Suficiente que tengamos segura una cosa para que queramos justo la contraria.
El camarero nos ve llegar y nos informa que pronto habrá un hueco en la barra. Cuando alguien me hace esperar es inevitable que recuerde ese ensayo que escribió Andrea Köhler, con el título El tiempo regalado, donde dice que quien nos hace esperar celebra su poder sobre nuestro tiempo de vida, “y el hecho de que jamás lleguemos a saber si nos están haciendo esperar a propósito es lo que le confiere a este poder un carácter ominoso”. ¿No habrá en verdad algún sitio vacío en el fondo del restaurante y este camarero, secreto lector de Köhler, nos quiere tener en su mano y nos está imponiendo una medida temporal ajena?, me pregunto, al tiempo que se me viene a la cabeza el arquetipo de esperador sempiterno: el príncipe Carlos de Inglaterra.
4) El príncipe Carlos y Camila. “Estoy sometido a la ansiedad de la espera, como Saul Bellow”, dice el príncipe Carlos a la futura Camila Parker-Bowles en la tercera temporada de The Crown. Camila dice que lo siente, que no sabe quién es Saul Bellow y pregunta: “¿Tuvo que esperar mucho?”. El Príncipe de Gales le explica: “Es un autor americano. Escribió El hombre en suspenso. Me siento como su protagonista al que describe como existente en un atemporal y ligeramente ridículo abismo”. Y Camila insiste: “¿Era un príncipe?”. Y Carlos dice: “No, era un joven desempleado de Chicago que espera que le recluten para ir a la guerra. Y quieren que le recluten porque eso le daría por fin sentido a su vida (…). Necesitamos darle sentido a la vida”.
5) Un hueco en un restaurante. Vuelvo de las regiones interiores. Sigo siendo el hombre en suspenso que espera en un restaurante un simple hueco en la barra. Un hombre que ve cómo ese hueco se va formando a medida que otro hombre, el que estaba en la barra, va ausentándose, va acercándose hacia la puerta para marcharse. Se parece a Justo Navarro. ¿O es Justo Navarro? Entramos y me siento otro, me siento el hombre en suspenso que ocupa el hueco que ha dejado otro hombre que se parece a Justo Navarro, me siento el doble de Justo Navarro.
6) De Justo Navarro y Paul Auster. “Ser escritor es convertirte en otro. Ser escritor es convertirte en un extraño, en un extranjero: tienes que empezar a traducirte a ti mismo”, explica Justo Navarro en Homenaje a Paul Auster.
7) A Vila-Matas. Siempre se escribe un texto diferente del que se tenía pensado. “Lo que acabamos transcribiendo en el papel es algo distinto de lo que teníamos proyectado”, comenta Vila-Matas en Doctor Pasavento. Es cierto, porque lo que llevaba un tiempo pensando escribir era que Pasavento, o Bartleby, es decir, el Doctor Toteking un día volvió de su viaje a Gansbaai (Sudáfrica) con una historia. Volvió siendo otro, o sea, siendo escritor, siendo un extraño, convertido en un extranjero que volvía a Sevilla, que volvía a su casa-búnker, a su Casa Malaparte. Regresaba Pasavento, o Bartleby, es decir, Toteking transformado en ese primer narrador viajero, que tras dejar su calle Rimbaud, la lluvia de naranjazos de la plaza del Pelícano, ha encontrado su historia, su punto de partida como escritor tras ver en Gansbaai tiburones blancos. Y convertido en un forastero que regresa a su Ítaca, Toteking empieza a traducirse a sí mismo, a narrarse, a construirse una identidad como escritor a partir del relato que ha vivido, que quiere contar, que venía narrando ya como rapero, un rapero que odia el rap y que lo que desea es ser escritor para saber qué escribiría si escribiese.
8) Humor cabrón de Toteking. Mientras leo Búnker, que también podría haberse llamado En casa soy inmortal, empiezo a pensar, ya desde el principio, si no será este primer libro de Doctor Toteking una de esas obras “con onda de humor cabrón” que él pedía a Enrique Vila-Matas que le descubriera en ese email inaugural que le envió en la noche de Reyes de 2018. Y es que no puede ser otra cosa que humor cabrón comenzar un libro odiando a la gente, o sea, odiando al lector, odiando madrugar, odiando las visitas que vienen a casa. Me imagino a Toteking atrincherado de libros en su búnker, desaparecido del mundo, retirado del mundo como Walser, haciendo de Onetti, al que una vez llamaron y llamaron a su puerta hasta que los que lo hacían vieron deslizarse un papelito con la letra del escritor donde se decía: “Onetti no está”. Me imagino a Toteking como ese lector que se aísla y no soporta ser interrumpido, un lector con pose Kafka, por decirlo al modo de Ricardo Piglia.
9) Del sótano de Kafka. “Muchas veces he pensado que la mejor forma de vida, para mí, consistiría en recluirme en lo más hondo de un sótano espacioso y cerrado, con una lámpara y todo lo necesario para escribir. Me traerían la comida y me la dejarían siempre lejos de donde yo estuviera, tras la puerta más exterior del sótano. Ir a buscarla, en camisón, a través de todas las bóvedas del sótano, sería mi único paseo. Luego regresaría a mi mesa, comería lenta y concienzudamente, y en seguida me pondría otra vez a escribir. ¡Las cosas que escribiría entonces! ¡De qué profundidades las arrancaría!», escribe Kafka en una carta a Felice Bauer.
10) Al búnker de Salinger. Doctor Pasavento, quiero decir Doctor Pynchon, o sea, Bartleby Toteking tiene ya su obra y quizá ahora solo quiera esconderse de las miradas del mundo. Un día, supongo, saldrá del búnker-sótano a lo Salinger a comprar el periódico, lo reconocerán y le dirán: “Toteking, ¿por qué ya no escribes?”. Él responderá: “Es que se me murió mi padre que era el que me contaba las historias”. Y luego le abandonarán las palabras.
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