¿Es estúpido querer tener un estilo?

Un desfile de moda. Foto: duke9042004 / Flickr Creative Commons.

Un desfile de moda. Foto: duke9042004 / Flickr Creative Commons.

Un desfile de moda. Foto: duke9042004 / Flickr Creative Commons.

¿Puede ser democrática la moda, la auténtica alta moda? La columnista plantea el factor moda/estilo -¿qué hace una tendencia como ésa en una sociedad cómo ésta?-, a partir de las controvertidas declaraciones de varias especialistas en el asunto y de la diseñadora ‘intelectual’ Miuccia Prada, que ha lanzado la pregunta: «¿Por qué es estúpido querer parecer guapo?».

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 La revista Vogue Italia acaba de cumplir 50 años y para celebrarlo ha lanzado un número-aniversario en su edición de septiembre que tiene más de 800 páginas. Evidentemente, esto es ya un acontecimiento en sí mismo para el lector de revistas español; 800 páginas juntas en un kiosco es algo que nunca hemos visto por aquí, y me atreveré a decir que no veremos jamás: significa publicidad, significa producciones grandiosas, artículos largos y ganas de leer y de extasiarse ante la calidad inimitable del papel. Pero si traigo hoy a esta columna algo tan mundano –y de lo que estamos tan invadidos, dirán ustedes-, como la moda, es por dos razones: primero porque creo que reflexionar sobre lo que es y lo que significa resulta esencial para encontrar respuestas sobre lo que entendemos por belleza. Y segundo, porque el debate sobre el consumismo y la frivolidad que inevitablemente suscita nos ayuda también a reflexionar sobre la democracia. ¿Democracia? Sí, democracia.

Les recomiendo, antes de nada, que vean el breve pero bellísimo vídeo elaborado para presentar la portada, un desplegable en blanco y negro fotografiado por Steven Meisel y protagonizado por las 50 modelos más importantes de estos últimos años. Habla de la eterna aspiración de la moda –de la alta moda y su chevalier servant, el lujo- a ser una forma de belleza y de arte.

Dice la directora de Vogue Italia, Franca Sozzani –una mujer singular, de perfil botticelliano, que no aparenta ni por asomo los 65 años que tiene-, en una reciente entrevista en un periódico español, con motivo del aniversario: “La alta moda nunca será democrática”. “Zara, Mango o H&M son fenómenos fantásticos, ideas geniales”, la alta moda es otra cosa. Las grandes marcas han dado a todos la posibilidad de conocerla, de vestirla y de vivirla, pero decir que es democrática es de alguna manera un contrasentido, porque la moda, en lo que tiene que ver con la creatividad, nace después de una búsqueda, de una investigación para la que se necesita el uso de medios, de tejidos, de bordados, que son costosísimos y que sólo están al alcance de unos pocos. Desde este punto de vista no será democrática. Lo que sí lo es, es el concepto de la moda”.

Es algo que los grandes nombres de la industria no suelen decir con tanta claridad. Incluso no suelen decirlo en absoluto, por una sencilla razón: la alta moda (el alto prêt-à-porter, pero también la alta costura en ocasiones) ha adoptado el lenguaje de la moda low cost y del street style, un fenómeno este último genuinamente democrático, puesto que es el destilado de lo que cualquiera se pone, en cualquier momento, para salir, sin límites a su inventiva, ni a sus extravagancias ni a sus gustos. El blog ya mítico The Sartorialist es su biblia. Las pasarelas están llenas de rasgaduras, caras sucias, superposiciones, prendas oversize –gigantes y fuera de talla-, botas militares, zapatillas de running o cazadoras de estilo chamarilero. El lujo se viste de falso uso, de arrugas, manchas y aspecto de rastrillo. Y las grandes marcas se dejan mezclar con lo barato, conscientes de que los bolsos, los collares, los cinturones y los zapatos son más accesibles (vale, aunque siguen siendo escandalosamente caros) que las creaciones principescas que encargan las altas damas saudíes o las anónimas aristócratas de Wall Street. Gracias a los complementos, el engranaje puede seguir en marcha y la marca viva. Así que proliferan ese remedo de street style que son esas cientos de fotos de paparazzi en las que las it girls se pasean con pantalones de Zara y camisas de Gap junto con gafas de 400 euros y bolsos de 4.000. Y como es imposible llamar a esto elegancia y el objetivo es un público casi adolescente que no puede comprarse esos adornos, pero sí soñar con ellos –eso es el futuro para una marca-, nace esa palabra que está por todas partes y que lo justifica todo: lo bonito y lo feo, lo caro y lo barato, lo bueno y lo malo. La palabra “estilo”.

La primera en utilizarla fue la creadora Coco Chanel. Dijo aquella famosa frase –“La moda pasa, el estilo permanece”- que dio carta libre a la creatividad por la creatividad, al vestuario-concepto y, con el tiempo, a una especie de “Si Dios (la elegancia) ha muerto, todo (mi estilo, tu estilo, su estilo) está permitido” costurero. Evidentemente, Chanel no aludía a la vulgarización, sino a todo lo contrario: trataba de acercar el vestir a una forma de eternidad emparentada con la belleza y con el arte, esa eterna aspiración que ya hemos mencionado al comienzo. Pero lo hizo sin querer, o quizá queriendo, porque su espíritu fue siempre dinamitador de corsés: abogó por la bisutería en lugar de la joyería, por el jersey y la lana inglesa, por los sombreros masculinos, el pelo corto y sin artificio, por los zapatos planos, por los pantalones. Abogó por la sobriedad y el alma de los gestos, del perfume y de las palabras en una conversación inteligente. Y fue, así, la primera diseñadora de la modernidad, porque fue la primera en mostrar y expresar, consciente o inconscientemente, esa contradicción entre el deseo de libertad en el vestir, por naturaleza universalizante, y el refinamiento de la costura, por naturaleza elitista y despectivo de lo que es demasiado universal, es decir, vulgar. Hoy sus joyas ya no son de bisutería y, si lo son, cuestan muy caras, y su marca es uno de los emblemas del lujo contemporáneo.

Pero sigamos. La palabra estilo esconde mucho de lo que somos en este tiempo. ¿Hay algo más democrático que el estilo? Para empezar, ¿qué es? Nadie lo sabe, pero desde luego es una mercancía que se vende con mucho rendimiento. Ya nadie habla de elegancia. Elegancia suena antiguo, elitista, fuera del alcance de los mortales. Y la moda (alta, baja o media) pretende vender otra cosa. Franca Sozzani no se engaña. La realidad es que comprar costura de verdad sólo lo hacen unos pocos privilegiados, los demás compramos sueños y camisetas de Mango, que son moda y belleza, sí, pero en su versión de “estilo”. El estilo es una especie de “pensamiento débil” de la belleza.

La fascinación por la belleza ha tomado otras formas: el deslumbramiento ante la fotogenia, ante la celebridad, ante esa mirada de seguridad que confundimos con la inteligencia y que en realidad sólo procede del mucho dinero. El estilo es hijo de la elegancia, pero está en movimiento, no tiene modales, va rápido y no lento. Es algo parecido a “lo cool”, esa otra palabra que parece definirlo todo, pero es menos misterioso y elitista. El estilo modula la voz, coloca la sonrisa, ilumina el gesto. Y, en la era del cine, de YouTube, del vídeo, sabe moverse y sabe hablar.

Escaparate de Prada en 2006.

Escaparate de Prada en 2006. Foto: Vyacheslav Argenberg / Flickr Creative Commons.

El viejo debate que plantea la pregunta “¿la apariencia importa?” toma así un nuevo sentido. Claro que importa, porque todos somos apariencia, todos tenemos estilo. Todos nos miramos en el espejo, todos pensamos en qué corbata o chaqueta nos pondremos para afrontar la mirada del otro. La moda nos engloba a todos. La industria, la prensa, las estrellas, todos los dicen y viven de ello: es impensable hoy en día que alguien no le preste atención. Rebelarse contra ella es entrar de lleno en ella, porque esa es la vía de expansión de un negocio por otro lado nacido para, y reducido a, las elites. Imposible pues escaparse de esa supuesta frivolidad, de ese reino de futilidad, pero también de felicidad, de expresión, de imaginación. Ese mundo de los accesorio y del juego. Pero, ¿es eso frívolo? Yo creo que no. ¿Es esencial para la vida? Bueno, no es como comer o dormir. Pero nos hace humanos, igual que el lenguaje, el uso de las manos y el placer y el arte.

“¿Por qué es estúpido querer parecer guapo?”, se pregunta en una reciente entrevista la diseñadora Miuccia Prada, considerada la “creadora intelectual”, doctorada en Ciencias Políticas, militante comunista en su juventud y hoy detrás de una de las marcas sin duda más caras del mercado. “En una época me sentía muy culpable por su aspecto superficial, pero hoy la respeto. Lo demás me parece hipócrita” . Es parte de la cultura pop, insiste Miuccia, es una forma muy interesante de saber y de conocer cómo es nuestra sociedad. Lo que uno lleva puesto dice muchas cosas sobre sí mismo.

Prada no se engaña tampoco: sabe también, como Franca, que innovar en telas, combinaciones de texturas y patrones es caro y el resultado inevitablemente está reducido a un grupo de gente muy rica. Pero es algo que forma parte de nuestra cultura, asegura. ¿Por qué no respetar ese trabajo? Miuccia también es un soldado de esa contradicción intrínseca de la creatividad de la apariencia: fue la primera en subir a una pasarela una bata de casa en satén de flores y decir que era un abrigo (y conseguir, además, que las compradoras se la pusieran encantadas en su cócteles). Quizá lo interesante de todo este debate es precisamente eso: que la espiral liberadora que buscan los grandes creadores, los verdaderamente interesantes, los que dejan huella en lo que luego los demás compramos en los almacenes low cost, es que está inevitablemente abocada a la contradicción de ser apreciada por la parte menos antisistema del sistema, y menos democrática: los ricos y poderosos.

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