“Es peligroso vaciar conceptos como democracia y libertad”

El profesor y helenista Pedro Olalla.

El escritor, helenista y profesor Pedro Olalla (Asturias, 1966) vive en Grecia desde 1994 y ha publicado diferentes ensayos sobre la cultura griega. El último: `Palabras del Egeo. El mar, la lengua griega y los albores de la civilización´ (Editorial Acantilado), una obra donde se hace eco de los hallazgos científicos que ponen en tela de juicio el origen de nuestra civilización y donde rastrea la génesis de nuestras primeras palabras a partir de los sonidos de la naturaleza, de sus cuatro elementos primigenios: agua, tierra, fuego y aire. En esta nueva ‘entrevista emocional’ hablamos de política, democracia, educación, humanismo, libertad, justicia, ética y otras ideas que nos legaron los griegos y que han ido perdiendo paulatinamente su esencia. “Es absolutamente necesario restituir a esos conceptos de la carga deontológica de su significado original”. 

“Creo que cada vez hay mayor evidencia para pensar en el remoto origen de una civilización en el espacio de las tierras que, en sentido lato, rodean el Egeo, y en su continuidad en ese espacio”, explica Olalla, autor también de libros como Historia menor de Grecia o Grecia en el aire.

Hemos leído siempre en los libros de historia que nuestra civilización y la agricultura comenzaron en esas tierras que van desde la antigua Mesopotamia a Egipto, pasando por las costas orientales del Mediterráneo. Es lo que se conoce como la teoría del Creciente Fértil. No obstante, cada vez aparecen más hallazgos e investigaciones científicas y genéticas, como señalas en tu último libro ‘Palabras del Egeo. El mar, la lengua griega y los albores de la civilización’, que ponen en tela de juicio estos orígenes y sostienen que ya existía anteriormente una cultura ancestral y milenaria ubicada en torno al Mar Egeo y la península griega, y que sus pobladores fueron quienes llevaron, en los primeros milenios del Neolítico, la agricultura, la ganadería y la cerámica al oeste del Mediterráneo y al interior de Europa. Todo un vuelco en esa visión que teníamos sobre nuestra genealogía civilizadora…

Este libro no ha sido escrito con la pretensión de ser ningún giro copernicano. Está escrito con respeto y humildad ante todos los que han trabajado y trabajan por conocer la realidad con ayuda de la ciencia; pero la ciencia es lo contrario del dogma, y, si aparecen evidencias nuevas, hay que revisar la solvencia de las antiguas teorías. Esto, precisamente, es lo que viene sucediendo en las últimas décadas, en todos los órdenes: nuevas evidencias y nuevas herramientas de análisis nos sitúan ante nuevos interrogantes y nos conducen, en ocasiones, a conclusiones diferentes.

Honestamente, creo que ya no se sostiene la visión de que la civilización sería como un hilo que sale de Mesopotamia y ensarta sucesivamente a sumerios, egipcios, acadios, babilonios, hebreos, fenicios y otros pueblos, hasta llegar aquí, al territorio histórico de los griegos, quienes habrían comenzado a gestarse como pueblo en el segundo milenio antes de Cristo, venidos de otro sitio impreciso e imponiendo su lengua y su visión del mundo sobre un confuso sustrato cultural mediterráneo, ajeno a sus orígenes y llamado con condescendencia pre-griego. Creo que cada vez hay mayor evidencia para pensar en el remoto origen de una civilización en el espacio de las tierras que, en sentido lato, rodean el Egeo, y en su continuidad en ese espacio; cada vez hay mayor evidencia para pensar que lo “pre-griego” es, en realidad, “proto-griego”. Por eso, teorías como la del “Creciente Fértil”, “Ex Oriente Lux”, la “Llegada de los griegos”, la “Expansión del indoeuropeo” o lo que se dice habitualmente sobre el origen del alfabeto o la escritura necesitan un cuestionamiento.

Cuando los griegos de la época histórica miraban hacia atrás, hacia sus orígenes, hablaban de la estirpe remota de los pelasgos. ¿Quiénes fueron y por qué los griegos los consideraban sus verdaderos ancestros?

Desde el punto de vista de los griegos de época histórica –quienes nos han dejado casi todos los testimonios literarios al respecto–, los pelasgos eran los ancestros más remotos de sus propios linajes: héroes civilizadores y fundadores de nuevas patrias, que se dispersaron en todas direcciones a partir de sus cunas en Arcadia y Argólide. Desde nuestro punto de vista moderno, el nombre de pelasgos podría servirnos para aludir, de forma metonímica, a toda una cultura unitaria del Neolítico y la primera Edad del Bronce, con epicentro en el Egeo y extendida por gran parte de Europa, Asia y África, a la que la civilización occidental debe mucho más de lo que cree: una cultura con una lengua franca y con navegación, tecnología, ciencia, comercio, mitos, cultos, costumbres y patrones de medida compartidos por diferentes pueblos.

Esa cultura, aún poco conocida, es la que, a mi entender, une por dentro a los distintos pueblos que han pasado a la historia con nombres como dorios, argivos, dánaos, eólios, jonios, aqueos, helenos, arcadios, ectenos, minias, eteocretenses, cidones, acarnanes, caones, molosos, lapitas, magnetos, macedones, tracios, frigios, lidios, licios, paflagones, pánfilos, misios, troyanos, carios, cilicios, léleges… Es la que está en la base de sirios, filisteos, chipriotas, libios, enotrios, ítalos, tirrenos, etruscos, latinos, sículos, íberos… Y es también la que ha sido sustrato cultural de hiperbóreos, escitas, armenios, egipcios, sumerios, caldeos, babilonios, asirios, cananitas e hititas, de pueblos de la India y de África, y de tantas otras gentes que, a primera vista, parecen no tener relación con la cultura del Egeo. A mi modo de ver –muy próximo al de los antiguos griegos–, el griego y su cultura no son otra cosa que la continuación natural de la lengua y de la civilización que, lato sensu, podríamos llamar pelasga.

Los sonidos de la naturaleza nos enseñaron a hablar. Las olas del mar, el rugido de las tormentas o el soplo del viento moviendo los árboles dictaron a los hombres las primeras palabras. Del aire, del agua, de la tierra y del fuego, de los cuatro principales elementos, nació, pues, el lenguaje. Comenzamos a entendernos con onomatopeyas y metáforas, comenzamos a hablar para sentir la compañía de los otros, para escapar de nuestra menesterosa soledad…

Eso es lo que yo creo, y una de las cuestiones principales que intento rastrear en el libro Palabras del Egeo. Nuestra necesidad de comunicación generó, poco a poco, el lenguaje, y lo hizo a través de la onomatopeya y la metáfora –de imitar con la voz y de asociar ideas–, tomando como materia prima los elementos y las experiencias compartidas del entorno. De ese largo y complejo proceso, nació el logos –la transformación de pensamiento y expresión en fuerza creadora–, y es el logos lo que ha ido conformando con el tiempo el cerebro del hombre y lo que ha dado forma al mundo en que vivimos.

¿Qué seríamos sin el logos?

¡Cuesta imaginarlo! Sin duda, seres completamente diferentes a lo que somos hoy, carentes de gran parte de los rasgos que reconocemos como humanos. Pero, ¿sabes? Más sorprendente aún que imaginar cómo seríamos sin el logos, me resulta constatar que lo que hoy entendemos por una prerrogativa tan netamente humana es, en un alto grado, producto de la herencia de la cultura griega, o, por mejor decir, de la antigua civilización gestada en el entorno donde florecerá la cultura propiamente griega. 

Muchas de esas palabras maravillosas que nos legaron los griegos y que nos han definido como europeos han perdido su esencia. Una de ellas es la política, que no se parece ya en nada a ese arte de gobernar la polis y gestionar el bien común, a ese pacto entre ciudadanos activos que querían pilotar su propio destino para que fuera más justo e igualitario. En nuestros días, este concepto se ha tergiversado y pervertido y la política es ahora una partitocracia llena de intereses individuales, el negocio privado de unas élites. ¿Cómo podemos recuperar su sentido y volver de nuevo a confiar en ella?

La pérdida de los conceptos es una amenaza terrible, pues abre camino a la falacia y a la confusión. Cuando conceptos de fuerte contenido ético, como democracia o política, se ven vaciados de su deontología original, suele ocurrir que se convierten en cascarones vacíos donde encuentran cobijo intereses espúreos para actuar al amparo de un prestigioso nombre. Esto ha sucedido muchas veces con conceptos como la libertad o la justicia, pero también sucede ahora con la ciencia o la verdad. En todos los casos, si no queremos que nos den gato por liebre, es absolutamente necesario restituir a esos conceptos la carga deontológica de su significado original; y, en el caso concreto de la democracia y la política –conceptos ambos gestados en el imaginario griego–, resulta, en mi opinión, de gran utilidad revisitar las fuentes que nos hablan de los valores y las voluntades que los alumbraron en su día. Éste, humildemente, ha sido el propósito de mi obra Grecia en el aire, escrita hace unos años desde la tambaleante “cuna de la democracia”.

Las democracias siempre han estado en peligro. ¿Cómo hay que defenderlas?

La democracia, como proyecto político, ha peligrado siempre por la propia dificultad de su ambicioso propósito: que los ciudadanos se organicen para gobernarse a sí mismos, esforzándose en encontrar y hacer prevalecer el interés común. La democracia tiene una debilidad connatural, que no es sino el reverso de su grandeza: no es sólo el único sistema que permite la participación sustancial del ciudadano en la vida política, sino que es, además, el único sistema que la exige. Por ello, su principal amenaza es la desafección (la apragmosyne), la falta de virtud política y el descuido de su cultivo. Por ahí debe empezar su defensa: por la actitud de cada uno de nosotros ante ella.

Lo decía Kant: somos lo que la educación hace de nosotros. Los griegos tenían la palabra ‘paideia’, un concepto que hablaba de la educación como fundamento de la democracia y como fomento de la libertad: libertad de pensar, de aprender a juzgar por uno mismo. Háblanos un poco más de esta idea.

La paideia es el complejo cultivo de la personalidad y de las facultades humanas: un cultivo permanente que nos capacita para la ética y para la acción; por ello, resulta comprensible que un sistema como la democracia antigua –que confiaba el Estado a la virtud política de los ciudadanos– considerara imprescindible la paideia. Para entendernos, podemos traducirla por educación, pero teniendo claro que no se trata de una simple instrucción de orden práctico para salir adelante en la vida, sino de una formación profunda, fruto de una actitud valiente y perseverante, para alcanzar a distinguir lo bueno, lo justo, lo que da sentido, lo que justifica nuestro esfuerzo. No es, evidentemente, un adoctrinamiento por parte del Estado o del poder establecido, sino un proceso impreciso, voluntarioso, constante, individual y colectivo, orientado al desarrollo de esa virtud política, condición imprescindible para la existencia de una sociedad portadora de soberanía y para el sustento de un sistema como la democracia.

Por todos estos rasgos –y por ser un proceso de influencia recíproca entre el individuo y el entorno–, la paideia es asunto de todos, y hemos de preguntarnos si, con nuestra actitud cotidiana, conseguimos alimentarla realmente. Todos –gobernantes, educadores, docentes, activistas, científicos, intelectuales, periodistas, publicistas, banqueros, empresarios, figuras públicas y cada uno de nosotros mismos– somos responsables –más de lo que creemos– del modo en que piensan y actúan hoy los ciudadanos; por eso, cuando defendemos una idea, cuando asentimos ante una opinión, cuando realizamos una crítica, cuando respaldamos una iniciativa o cuando consumimos uno u otro producto, estamos contribuyendo positiva o negativamente a la paideia. Creo que la posibilidad de mejorar como personas y como sociedad pasa por adquirir esta conciencia.

Señalas que lo más valioso que ha inspirado la cultura griega ha sido una actitud de resistencia, “la resistencia frente a la hostilidad del hombre con el hombre, en favor de la dignidad humana”. Una escuela sin humanidades es una escuela que forma a personas más dóciles, más influenciables, más expuestas a los dogmas y a los caprichos del más fuerte…

Sí, y esa es una estrategia que nunca ha carecido de adeptos. Las humanidades –pese a su imprecisión y a su aparente falta de carácter práctico– nos ayudan a mantener viva la conciencia, a usar nuestro potencial de forma solidaria y sabia, a combatir todas las formas de egoísmo. La actitud humanista aspira a la búsqueda de la verdad, de la justicia y de la libertad; por eso ha sido siempre una actitud de resistencia y revolucionaria, porque todos los sistemas de dominio que han logrado imponerse como tales a lo largo de la historia lo han hecho triunfando a su manera sobre estos tres principios: la verdad, la justicia y la libertad. Esta es la razón por la que la actitud de cultivo y resistencia de la que hablamos –individual y colectiva, valiente y crítica, constructiva, colaboradora, solidaria y cimentada sobre la convicción– es lo único que puede llevarnos hacia un mundo mejor, entendiendo por mejor uno que no sea el mero efecto del abuso, el egoísmo y la falacia.

La filosofía nace del asombro, de esa curiosidad que los griegos llamaban ‘thaumasía’ o ‘thaumasmós’. Decía Sócrates, y luego Montaigne, que filosofar es aprender a morir. Y también a vivir, ¿no?

Por supuesto. Aprender a vivir ha sido y será siempre la suprema ambición de la filosofía. Un empeño difícil, porque hay que vivir y filosofar a la vez. Por su parte, el asombro –ese impulso que mueve la filosofía– es, tal vez, la mayor garantía de estar, de verdad, vivos.

Me gustaría acabar hablando de sabiduría. En sus meditaciones, Marco Aurelio habla de que la sabiduría es ese arte de distinguir lo que puede cambiarse de lo que no. ¿Quiénes son ahora nuestros sabios?

Los mismos que lo han sido siempre: son sólo aquellos que consiguen convertir la experiencia y el conocimiento en voluntad, en empatía y en bondad.

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