Es sólo un juego de niños

Foto: Pixabay.

Nueva entrega de los Relatos de Agosto que los escritores del Taller de Clara Obligado  han creado para ‘El Asombrario’. Hoy nos vamos a un pueblito, donde juegan ‘inocentemente’ los niños. “Se asoma a la ventana y ve a dos niñas y dos niños arrimados al pilón de la plaza. Van en bañador, llevan en la mano un arco que se han construido con palos y cuerdas. Entre las sombras de la habitación, observa sus juegos. Los chicos persiguen a un gato, las niñas se salpican entre sí, luego se unen a los amigos para atacar al gato con el arco, ríen y le tiran piedras. Cuando el animal consigue escapar, vuelven al pilón, meten las manos en el agua, sacan algo, tal vez ranas, las estrellan con violencia en el suelo. Vaya con los niños de la aldea”.

POR MARÍA JOSÉ ZAMORA  

Cuando abrió los ojos, la luz del sol se colaba entre los postigos. No se oía nada. Qué paz después de la noche que había pasado. Los demás debían de haberse marchado a la excursión, menos mal que no se habían empeñado en que los acompañase. Fue a la cocina, revolvió entre los cacharros hasta encontrar la cafetera. Despacio, cerrados los ojos, masticaba la rebanada de pan con aceite: sintió su sabor un poco amargo y en la boca se le despertaron emociones olvidadas. La felicidad era eso.

Había sido una suerte encontrar aquella casona. Nada más entrar, un patio en el que permanecían las huellas de las labores del campo: un bieldo, un trillo, una soga, una pala, herramientas de trabajo que ahora se habían convertido en elementos del decorado. Si pudieran, pensó, hablarían de jornadas interminables, de incertidumbre ante las heladas, del sudor, de manos curtidas. Y ahora estaban ahí como figurantes de una película fantasmal.

Al pie de la escalera, el brocal de un pozo recordaba un tiempo en que no se disponía de agua corriente. Ya nadie quería vivir tan aislado, donde los inviernos son demasiado largos y el viento se cuela por entre los muros que quedan en pie, a la espera de que vuelva el verano y con él, los turistas.

Quizá salga a dar un paseo, pero no hay prisa, quiere llenarse los ojos de paisaje y los pulmones de aire. Presta atención al silencio, solo roto de vez en cuando por el piar de algún pájaro.

Se deja caer en la butaca de su habitación y retoma la lectura de la novela. Apenas ha leído tres páginas cuando le llega el sonido de unas voces infantiles. Se asoma a la ventana y ve a dos niñas y dos niños arrimados al pilón de la plaza. Van en bañador, llevan en la mano un arco que se han construido con palos y cuerdas. Entre las sombras de la habitación, observa sus juegos. Los chicos persiguen a un gato, las niñas se salpican entre sí, luego se unen a los amigos para atacar al gato con el arco, ríen y le tiran piedras. Cuando el animal consigue escapar, vuelven al pilón, meten las manos en el agua, sacan algo, tal vez ranas, las estrellan con violencia en el suelo. Vaya con los niños de la aldea.

Una de las niñas se coloca un palo en el brazo izquierdo e inclina la barbilla como si estuviera sujetando un violín, hace amago de frotar sus cuerdas con el arco, mientras imita el sonido del instrumento. Como un turbante, una toalla le cubre la cabeza. No tendrá más de doce años.

La escena le hace sonreír. Se le ocurre hacerles una foto desde su atalaya y dispara. Hay tanto silencio en la aldea que a los niños no les pasa inadvertido el clic y levantan los ojos hacia la ventana. Le miran con poca simpatía, mientras el más alto dice algo en un tono amenazante. Ahora bajo, dice él. Sale a la plaza, pero han desaparecido; camina bordeando la casa y los encuentra agazapados en una especie de hueco que se abre hacia un jardín. Les ha hecho la foto porque le ha parecido una imagen simpática, ya está. Si queréis, la borro, dice, no pasa nada. Los ojos de la niña son claros, su frialdad contrasta con la dulzura del rostro, donde la niñez está a punto de dar paso a la adolescencia. ¿Vivís aquí? ¿Habéis venido a pasar el verano? La niña responde en un idioma extraño. ¿O es un código secreto que solo ellos conocen? El chico le mira y le apunta con el arco y la flecha.

Vuelve a la casa con una sensación rara, ha metido la pata. Recupera su lectura. Pasada media hora llaman a la puerta. Son los niños. Les invita a entrar en el patio. Con gestos le dan a entender que quieren que borre la foto delante de ellos. Aquello tiene pinta de que han hablado con algún adulto y les ha sugerido este paso. ¿Qué habrán pensado? ¡Dios!, ¡qué mierda! Saca el móvil, se la enseña, es malísima; hecha con apresuramiento, ni está bien enfocada ni el encuadre es decente. La elimina.

Caminan hacia la puerta. El que parece llevar la voz cantante cuchichea con la del turbante y, de pronto, se da la vuelta, le amenaza con el palo y el arco. Le pregunta algo que no comprende. Las niñas entran en acción: una le golpea las piernas y la otra descuelga el bieldo del muro. El pequeño elige la soga. Gesticulan y hablan en un tono que les queda grande. No sabe qué hacer. ¿Cómo defenderse de unos niños?

Cuando ve al crío con la soga, se imagina colgado de una viga. ¿O querrán dejarlo amarrado? Tiembla, quiere hablar con ellos, pero su voz se ha convertido en un chillido; él mismo se asombra de los sonidos que salen de su boca. Los niños han entrado en una dinámica que no controlan. El mayor tiene una fuerza descomunal, le tira de la camisa y está a punto de arrancársela. Lo empujan hasta el pozo. Si consiguiera gritar, ¿quién lo iba a oír? Siente la boca seca. La chica del bieldo le golpea la cabeza. Le sangra la nariz, se pasa la mano y el rojo de la sangre hace que la otra niña retroceda. Asustada, grita algo a sus compañeros. Pero están sordos y ciegos. Él finge un desmayo y se derrumba en el suelo. Cuando lo ven caído, paran.

El vómito de la niña mancha el suelo de piedra. Echan a correr, tropiezan, escapan del horror. La puerta de la casa ha quedado abierta.

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