A escena ‘La lluvia amarilla’ (cuando nadie hablaba de la España Vacía)

Escena de ‘La lluvia amarilla’. Foto: B. López.

Cuando en 1988 Julio Llamazares publicó ‘La lluvia amarilla’ no se hablaba de despoblación, los pueblos se ahogaban en los pantanos y oficialmente no existía esa España que se vacía. Con los años, la novela se ha convertido en un símbolo porque habla del ocaso del mundo rural y de una antigua forma de vida, y la tragedia que esto supone para los habitantes de cientos de aldeas abocadas a la ruina. La adaptación del dramaturgo Jesús Arbués en el Teatro Español de Madrid vuelve a traer de actualidad el texto y la dimensión de su mensaje.

Está anocheciendo sobre las montañas en la imagen que cierra la novela La lluvia amarilla, de Julio Llamazares. Un grupo de personas ha subido hasta Ainielle, y en lo alto de Sobrepuerto se han detenido un momento a contemplar “las ruinas, la soledad inmensa y tenebrosa del paisaje”. Saben que nunca van a volver allí, porque en las calles y casas de ese pueblo que el tiempo derrumba ya no queda nada, no queda nadie. Y entonces una de esas personas, que al volver la página aparece en tu mente aterida y pálida, se santigua y murmura las últimas palabras del texto: “La noche queda para quien es”.

En cierta ocasión, Julio Llamazares me contó la historia que encierra esta misteriosa frase con la que termina su novela. Era 1987 y recorría con un fotógrafo los Ancares leoneses para escribir un reportaje sobre la vida de los escasos habitantes que permanecían en las aldeas de los montes casi sepultadas por un temporal de nieve. En Ruidelamas, una de estas aldeas, solo habitaba una mujer que habló con ellos apenas unos minutos, toda vestida de negro y un poco asustada, tras la puerta entreabierta, y con esa misteriosa sentencia les previno contra la llegada de la noche. “Cuando pronunció esas palabras, yo ya supe que cerraría con ellas la novela en la que estaba trabajando; creo que la escribí para llegar a esa frase, que es la mejor de todo el libro”, dice Llamazares.

Han pasado 34 años desde entonces y esa mujer, que se llama María, vive ahora con su hija y acaba de cumplir 101 años. Este verano, cuando la pandemia lo permitió, el escritor fue a visitarla emocionado para llevarle un ejemplar del libro que, como él mismo confiesa, supuso un antes y un después en su trayectoria. “Sentí que pagaba una deuda antigua y que aquel encuentro era mi homenaje a ella, la mujer que me regaló la frase sin la cual La lluvia amarilla no tendría un final.”

“Entonces no importaba la España Vacía, se vendía la modernidad”

Mucho antes de que se hablara de ello, La lluvia amarilla enfocó ese mundo rural que agonizaba silenciosamente abocado a su extinción. “Cuando trabajaba en la novela no solo no existía lo de la España vacía sino que te miraban como a un marciano, pero empecé a escribirla igual que se quita la nieve para ver el camino. Entonces, a nivel oficial, no importaba la despoblación; se vendía la modernidad, el AVE, las olimpiadas, la Expo, y, mientras tanto, morían los pueblos, pero no interesaba a nadie: ni a la prensa ni a los políticos”, dice el autor, a quien ya entonces preocupaba la desaparición de la vida rural. “Cuando acabé Luna de lobos empecé a recorrer aldeas de Guadalajara, Soria o Segovia, y al final fui a Huesca, donde sabía que hay muchos pueblos abandonados; más de 300 en la zona de Pirineos. Entrar en un pueblo abandonado me producía una inquietud muy especial, la emoción de la ruina. Pensaba: durante años la gente ha luchado aquí por salir adelante, se ha casado, ha tenido hijos, ha visto nacer y morir a los suyos, se ha peleado con el vecino… y solo queda un montón de ruinas y zarzas. Y me preguntaba qué sentiría el último que permaneció en la aldea, viendo cómo todo el mundo se marchaba. Esa es la idea de La lluvia amarilla; al final las novelas son preguntas a las que tienes que dar respuesta”.

Cuando Julio Llamazares empezó a escribir su historia, el personaje principal era una mujer, pero terminó cambiándolo por la dificultad que conllevaba. “Me parecía más dramático”, dice. “Sé de una mujer que tiene cerca de 90 años y desde que murió su marido vive sola en un pueblo abandonado de Soria. Pero no te digo cuál, porque al final se convierte en un parque temático y el cura, que es muy amigo mío, intenta preservarla”. Y así dio vida a Andrés de Casa Sosas, el último y orgulloso habitante de Ainielle, un pueblo abandonado del Pirineo aragonés. “Es importante el nombre del personaje porque explica la novela: en Aragón y en Cataluña, por el derecho foral, existe una especie de dinastía rural y la casa es lo que identifica a la gente, no el apellido, sino el lugar que te define y cuyo nombre hereda el mayor de cada familia. Sosas puede ser un nombre que proviene de hace siglos. Esto significa la fidelidad a tus raíces en un sentido más moral o profundo; por eso Andrés siente que si abandona su casa traiciona a todos sus antepasados, los que durante siglos trabajaron y la engrandecieron”.

“Llegué a Ainielle por casualidad, buscando pueblos abandonados”

“Ainielle existe”, se nos advierte en la primera página del libro. Lo que queda de sus casas y calles comparte protagonismo con Andrés y, como él, la aldea envejece “pudriéndose en silencio, en medio del olvido y de la nieve”. Pero tampoco era este el escenario de la novela en su origen, sino un pueblo imaginario al que el autor había llamado Nogueira. “Llegué a Ainielle por casualidad, recorriendo Huesca en busca de pueblos abandonados, sin conocer a nadie. Dormía en un hotelillo de Jaca y la dueña me dirigió al relojero, que era miembro de una asociación dedicada a rehabilitarlos. Él me mandó a Sobrepuerto, una zona entre el río Gállego y el río Ara llena de aldeas en ruinas, y me recomendó el libro El pirineo abandonado, de Enrique Satué, donde un abuelo le cuenta a su nieto cómo se vivía en Ainielle; entonces me dirigí allí. Toda la obra de Enrique trata sobre el Pirineo, publicó un libro que se llama Ainielle, la memoria amarilla, que es la verdadera historia del pueblo. Sus padres son los últimos habitantes que se casaron en la iglesia”.

Se diría que Ainielle, y la casa entera de Andrés de Casa Sosas, también ocupan como una obsesión la cabeza del director Jesús Arbués en el cartel de La lluvia amarilla, su adaptación de la novela que se representa en la sala Margarita Xirgu del Teatro Español de Madrid. El dramaturgo, que nació en Huesca en un ambiente rural y se siente parte de esa realidad, subraya en la obra el protagonismo de la casa como un hilo que conecta al personaje con sus antepasados. Así, de Ainielle solo queda en el escenario la pobre estancia en la que Andrés, interpretado por el actor Ricardo Joven, se va desmoronando con el pueblo mientras presiente la muerte. Y sobre ella se van proyectando en videomapping retazos de su memoria, imágenes de ese universo rural que desaparece y que es toda su vida: las ventanas y las puertas, la hiedra y el verdín que corroe los muros, el viento y la nieve, las cartas, las fotografías viejas.

“Es el quejido de un mundo que desaparece”

“Creo que hay una necesidad de hacer teatro que diga cosas”, dice Arbués. “Un teatro que sea, como decía Strindberg, algo más que ‘hacer tiempo antes de ir a cenar’. Vemos habitualmente dramas urbanos, de gentes urbanas contemporáneas, que viven en ciudades… Quería dar voz a otra realidad. Incluso cuando se habla de lo rural se hace desde la ciudad, por gente de ciudad que habla de cosas de ciudad como las nuevas ruralidades. Creo que La lluvia amarilla es la voz (o el quejido) de un mundo que desaparece”.

El director quería huir del costumbrismo y resaltar en la escenografía el aliento poético del soliloquio de Andrés. “La novela no plantea un monólogo al uso. No son las palabras de un montañés; eso para mí no tendría mucho interés, pues sería una cosa costumbrista”, me explica. “Son los pensamientos de Andrés en el último momento de su vida. Julio juega con la poesía y se sale del realismo. Eso en la novela el lector lo asume. El problema es cuando esa realidad tan poética, tan llena de sugerencias, hay que pasarla a las dimensiones del teatro. En el teatro el personaje está ahí delante y su discurso tiene que resultar verosímil. Ese es el problema. Y el reto, claro”.

La lluvia amarilla es el rabioso lamento interior de un hombre al que no le queda nada porque a su alrededor, y también dentro de él mismo, ya todo son escombros. “No es un monólogo, es el soliloquio de alguien que sabe que no le escucha nadie”, dice Llamazares. Jesús Arbués resuelve la dificultad que supone representar esta voz interior con presencia de la actriz Alicia Montesquiu, un enigmático personaje con ropas oscuras que lee fragmentos del texto original y encarna la conciencia de Andrés y su lucha con la memoria. “En principio se trataba  de desdoblar el personaje de Andrés”, dice el director. “Mientras que Ricardo toma la parte más realista del personaje, Alicia asume los trozos más poéticos o incluso la propia voz de Llamazares. Y su presencia refuerza la idea brechtiana del espectáculo: los actores no esconden que están contando una novela. Alicia mantiene en la obra ese código de distancia y eso nos permite hacer saltos de tiempo, suspender la acción y acentuar poéticamente algunos pasajes. Creo que esa es la clave de la adaptación: acercar, para luego distanciar”.

En los años ochenta, que es cuando se publicó la novela, algunas voces hablaban ya de despoblación, como José Antonio Labordeta, cantado en la obra por Alicia Montesquiu, que también entona La jota triste, de López Bruna, y Aqueras montañas, una canción popular occitana que se canta en los Pirineos como un himno y que en el escenario, cuando la interpreta la actriz, parece la obsesión de Andrés o su callado lamento por lo poco que le queda: un montón de piedras que ya nadie va a levantar.

Un pueblo que se muere es la metáfora de cómo se derrumban en el tiempo nuestras pequeñas historias, lo poco que somos. Ainielle, sus piedras cubiertas por el musgo, sus puertas podridas y su herrumbre, se han convertido hoy en un símbolo. Miles de personas visitan cada año lo que queda del pueblo y el primer sábado de octubre, en una especie de romería laica como la define el propio Llamazares, recorren hasta allí una ruta de cuatro kilómetros por la que llaman la Senda Amarilla. La escuela, que aún estaba casi en pie, sucumbió al incendio provocado por unos excursionistas, pero han restaurado el molino que está en un barranco a medio kilómetro del pueblo, donde Andrés de Casa Sosas encuentra a su mujer Sabina colgando de una soga.

El hermoso perfil de las ruinas de Ainielle se contempla en la novela a través de los ojos de Andrés desde los montes de Sobrepuerto, como si aún estuviera viva: “La espuma de los chopos, los huertos junto al río, la soledad de sus caminos y sus bordas y el resplandor azul de las pizarras bajo la luz del mediodía o de la nieve”. Y también se divisa a vista de pájaro en el documental Ainielle que rodó el director oscense Eduardo de la Cruz en 2012 para conmemorar el 25 aniversario de la publicación del libro, donde la voz profunda y rocosa de José Sacristán desgrana fragmentos del texto.

“Me dijeron que era un libro muy localista”

El día que asistí a la representación de La lluvia amarilla, mientras aguardaba en la cola para entrar al teatro, la gente preguntaba a sus acompañantes si habían leído la novela, y todo el mundo decía: sí, claro, ayer, hace años, el mes pasado… “Cuando publiqué el libro yo era primerizo y tuvo poca repercusión, me decían que era muy localista”, dice Llamazares. “Figúrate, un monólogo de casi 200 páginas en una época en la que no interesaba la despoblación. No es que la novela se adelantara a su tiempo, es que el libro tocaba la fibra de las personas que lo estaban viviendo sin que se hablara de ello en ningún sitio. En una ocasión, un señor de Aragón se acercó a decirme que esta era la única novela que había leído en toda su vida, porque era su vida. Creo que, como escritor, es lo más maravilloso que me han dicho nunca”.

La versión teatral de Jesús Arbués, que irá luego al Teatro Principal de Zaragoza, es la segunda adaptación que se ha hecho de la novela. También hubo varias tentativas de llevarla al cine, se ha traducido a más de 25 idiomas y no deja de reeditarse y de leerse. El impacto del libro, su significado, no es solo que ponga voz a la tragedia de la despoblación y el ocaso del mundo rural, sino que expresa algo más profundo y más humano: habla de lo solos que estamos en nuestra lucha contra el olvido. “Creo que la novela ha trascendido la literatura y se ha convertido en algo que a mí a veces se me escapa”, dice Llamazares. “Eso significa que Ainielle es un símbolo y Andrés de Casa Sosas un arquetipo, que está hablando de algo que comparte toda la humanidad como es la desaparición de un mundo y una cultura. Las ciudades están llenas de Andreses a los que se les desmorona su mundo y se convierten en algo así como titanes”.

‘La lluvia amarilla’. Sala Margarita Xirgu, Teatro Español. Hasta este domingo, 12 de diciembre. 

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Comentarios

  • angel coronado

    Por angel coronado, el 07 diciembre 2021

    “[…] el soliloquio de alguien que sabe que no le escucha nadie”, dice Llamazares. Con llamazares digo que. a veces, nos desdoblamos. Actores que nos decimos también, con Brecht, que somos seres de novela. La ciencia lo llama esquizofrenia. Por mi parte, y supongo que por parte de Llamazares también, lo entiendo como redención sin enmendar lo dicho por nadie. Me desdoblo. Siempre hay alguien que me escucha.

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