¿Escribes o trabajas? ¿A qué se dedican los escritores?

¿A qué se dedican los esritores? Foto: Pixabay.

¿A qué se dedican los esritores? Foto: Pixabay.

¿A qué se dedican los esritores? Foto: Pixabay.

¿A qué se dedican los esritores? Foto: Pixabay.

La gente fantasea muchas veces con que los escritores somos gente que pasa el día encerrada en un estudio, o que tiene una vida apasionante que dedica al semillero de sus historias. Somos como London o como Hemingway. En el imaginario popular recibimos premios, nos abanicamos con libros y dedicamos un horario de ocho horas a la escritura encerrados entre paredes insonorizadas donde, cada tanto, nos asiste la musa. Todo a nuestro alrededor es silencio, o una parranda sumamente productiva. Tenemos una vida tormentosa y apasionante. O recoleta. O una vida de entrega a nuestro arte. Puede ser.

POR CLARA OBLIGADO

Vargas Llosa dice que escribe ocho horas diarias y que el resto del tiempo lo dedica a pasear. Así me imagino a Marías. O a Vila Matas. El otro día, un amigo me comentó: voy a dejar de trabajar para dedicarme sólo a escribir. Y otro: necesito una pareja con un sueldo fijo para poder dedicarme a mis libros. Cuando veo estas vidas o escucho estos comentarios, cuando sopeso esas opciones, me pregunto por mi propia organización, y me pregunto también si me gustaría tener la oportunidad –que no tengo- de dedicarme solamente a mis libros. Si frotara la lámpara y apareciera el genio, ¿le pediría una vida dedicada a la escritura?

Escribir, hoy en día, no es solamente escribir. Además de hacer libros, los autores actuales tenemos que venderlos. Tenemos que asistir a congresos, a presentaciones, a clubes de lectura. Tomar aviones. Dormir mal. Trasnochar y, a la vez, pegarnos terribles madrugones. Tenemos que estar en las redes y en los medios. Y todo eso, ¿cuándo?

Tengo otro amigo que dedica medio año a la promoción de su obra y la otra mitad, a la escritura. Muchas veces, cuando lo veo (últimamente me lo encuentro en los aeropuertos), pienso si él ha logrado el equilibrio perfecto. Gana premios y le va de maravilla. Es decir, medio año frente a una mesa, medio con jet lag, y hablando de uno mismo. No sé yo.

Antes no era así. Me encontré el otro día con Luis Landero, quien recordaba las épocas en las que todo se zanjaba con una rueda de prensa de donde salía la crítica y la promoción. Y luego, a cobrar derechos y a escribir. Hoy, me dijo Luis, resulta casi imposible para un autor nuevo hacerse conocer, es todo mucho más complicado.

Me siento más identificada con las autoras. Con Alice Munro, que escribía en el cuarto de la plancha, durante la siesta de sus hijos, o con Clarise Lispector, que sujetaba la máquina de escribir sobre las faldas para responder deprisa a los reclamos de sus niños. Y, poniéndome elegante, me siento más Edith Wharton decorando la casa, diseñando jardines o recorriendo en moto la línea del frente de guerra, y escribiendo luego en la cama.

Si me hubiera sido dado elegir, ¿cuál de todas estas vidas hubiera sido la mía? No lo sé. No la del aislamiento intelectual -que ya no existe-, porque siempre me ha sido necesario relacionarme con el aquí y el ahora. Con la gente común. Me divierten las charlas intrascendentes y me gusta escuchar la vida de los demás. Tampoco hubiera elegido la dedicación al cuidado de mi obra, porque me aburre sobremanera hablar de mí misma y de mis libros como si fueran lo más importante del mundo. Además, le tengo miedo a los aviones. Creo, en realidad, que cuando los autores nos dedicamos durante demasiado tiempo a la promoción de nosotros mismos, empezamos a desvariar un poco. A quién no le gusta ser admirado, a quién no le gusta escucharse. Pero todo tiene un límite.

Los que no hemos optado por estas vías, en general, tenemos un trabajo con el que nos becamos a nosotros mismos para realizar nuestro verdadero trabajo, que es la escritura. O sea, vamos del trabajo al trabajo, y eso cuando tenemos suerte. Si, además, decidimos tener familia (muchos escritores y escritoras deciden que sus hijos son los libros, pero otros los tenemos de carne y hueso), si decidimos, digo, tener hijos, vamos del trabajo al trabajo y, de ahí, al trabajo doméstico. Toda mi vida he escrito de noche, y hasta la madrugada, para dar espacio a mi familia y a mi trabajo, que también me gusta y, cuando todo el mundo estaba en la cama, comenzaba mi verdadero trabajo. No sé si me entendéis.

Por otro lado, como nunca me he dedicado solamente a la escritura, no sé qué libro hubiera nacido de tal dedicación, no sé si la falta de tiempo me ha impedido generar una obra maestra. Porque lo que sí es cierto es que escribir pide mucho tiempo. Y, cuando lo veo así, envidio a los que han hecho esta opción y pienso que me he equivocado.

Mi vida literaria es, por lo tanto, una preñez de contradicciones que no se resuelven, un contrasentido a contramano, un tira y afloja constante. Siempre que estoy con mi familia me siento culpable porque no estoy escribiendo, cuando estoy con un libro me siento culpable porque no estoy trabajando y, cuando estoy trabajando, me siento culpable porque no estoy con mi familia.
Hace muchos años que he optado por escribir cuando puedo, sin que los demás lo noten demasiado, y dedico mis vacaciones a mis textos. A veces lo llevo mal, otras veces, no tanto. A veces, incluso me gusta. Otra amiga muy querida, también escritora, me dijo que lo que yo tenía que hacer era dedicarme a la escritura y dejarme de tonterías. Tal vez tenga razón. Mi editor me pregunta para cuándo tendré terminado el libro. El trabajo me supera. No tengo tiempo para escribir. Mi hija necesita ayuda. Con lo que he ganado este año con mis derechos de autor voy a poder plantar un pequeño jardín. Para dedicarse a esto hay que estar un poco mal de la cabeza.

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