Escribir de tierra y Tierra: la ‘liternatura’ de Javier Morales
El periodista y escritor Javier Morales (colaborador de ‘El Asombrario’ desde que esta revista echó a andar en 2012 con su sección ‘Área de Descanso’) acaba de entregarnos otro de sus libros de relatos, ‘Escribir la tierra’ (editorial Tres Hermanas), compuesto de cinco cuentos que dan fe de su limpia literatura. Él, tan divulgador de la ‘liternatura’ (término impulsado por el escritor Gabi Martínez para referirnos a la escritura de naturaleza, ‘nature writing’ en inglés), tan defensor de la Tierra –por sus orígenes de campo extremeño–, sabe bien cómo reflejar el sentido emocional de la tierra. Os dejamos aquí cinco extractos (uno por cada relato) en los que se aprecia bien esa manera suya tan sencilla y exacta de escribir de los trabajos agrícolas tradicionales, de los pastores, los bosques, los días de lluvia…, introduciendo la naturaleza en el relato con toda naturalidad.
‘El tiempo del tabaco’
“A las diez oímos el tractor, con su corazón acatarrado. Dionisio conduce con diligencia y aplomo. Habla poco. Mi padre, que acaba de cumplir sesenta años, sube al remolque de un salto. En verano adelgaza por el esfuerzo desmesurado de la cosecha y la tripa desaparece. Desde lejos, podría parecer un hombre de cuarenta.
El rocío aviva las hojas. Después de apilar las plantas en pequeños montones, se las pasamos a mi padre, con cuidado de que no quiebren. Las coloca en el remolque en un orden casi perfecto. Trata el tabaco con un cuidado exquisito, en sus manos parece cristal de Bohemia. ¿Para qué se inventaron las máquinas?, protesto de vez en cuando, casi en un susurro, y él, bondadoso aunque con un carácter atrabiliario, grita algo sobre el trabajo, el esfuerzo, la necesidad de hacer las cosas bien”.
‘El matadero’
“Trabajar como ebanista se ajusta a mis necesidades vitales. No soy rico, pero vivo sin estrecheces, incluso con bastante más de lo que necesito. Invierto parte de mis beneficios en cuidar y mantener el pequeño bosque que puede verse desde mi casa. Solo trabajo con la madera que procede de sus árboles y tal vez sea esa limitación, esa continuidad, más que mi trabajo, lo que hace que mis muebles sean singulares, que los demás vean en ellos unas características que los convierten en únicos.
Mi oficio me ha permitido acotar las posibilidades de la vida que, ahora, pasados los cincuenta, son cada vez más reducidas. También me ha enseñado a centrarme en el presente, como si el tiempo se detuviera mientras yo busco el mueble que se esconde detrás de la madera procedente del olivo, del fresno o de la haya cuya sombra me ha acogido. La forma del mueble ya estaba allí, solo hay que descubrirla”.
‘La despedida’
“Desde la terraza, la otra ladera del valle era una sombra negra salpicada por dos motas grises, dos pueblos que parecían más diminutos aún. Abajo, en el bancal inferior, también propiedad de Francisco, los cerezos aún conservaban la magra fruta de ese año.
El pastor me estrechó la mano con precaución, como si temiera hacerme daño. Era un hombre de unos cincuenta años, con el gesto encallecido y rudo. Los ojos glaucos y una mirada traviesa y juvenil recordaban un atractivo ya pasado. Francisco rara vez bajaba al pueblo y solo nos conocíamos de vista”.
‘Profecías’
“De camino a Gator, el pueblo donde hemos alquilado la casa, mis padres hablan del cadáver. El murmullo de sus voces, el latido artificial del coche, me adormecen. Cuando despierto, atravesamos un bosque de castaños y robles desnudos, pequeñas granjas al pie de la carretera, sinuosa y sin arcén, con algunos neveros en el talud teñidos por el barro y la hojarasca. Estamos a punto de llegar”.
‘Cementerio alemán’
“Aún llovía con saña. Me sorprende que la gente deteste los días lluviosos. A mí me salvaban la vida. Un cielo crispado, amenazador, era mi pasaporte, el salvoconducto para disfrutar de mi tiempo libre. Me sentía un poco culpable por esos momentos de felicidad, a fin de cuentas vivíamos del campo, sobre todo de la cereza, pero e remordimiento cesaba en cuanto salía del pueblo.
Empecé a caminar. La cabeza escondida en la capucha no solo me protegía de la lluvia, también de las miradas untuosas de los vecinos. Cabizbajo, mi mundo se reducía a lo que veían los pies. Las calles empedradas, las vigas de madera que sujetaban las casas de adobe, una fuente, el porche de la iglesia, un sendero de tierra, el paso de un pequeño puente que cruza una cascada, una trocha que asciende en una loma, más gargantas, con la piedra pulida por la erosión de años, la carretera sinuosa que se abre en la montaña abancalada, el muro del monasterio de Yuste”.
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