Espacio público y política: ‘el efecto papelera’ en las ciudades
Sigo viendo el espacio analógico, y más concretamente en el que define la trama urbana, como aquel en el que las relaciones humanas pueden percibirse y analizarse con un mayor grado de verosimilitud y autenticidad. Y he buscado en la similitud gestual que poseen las acciones de introducir un papel en una papelera y una papeleta de voto en una urna electoral la relación entre el espacio público –y la infinidad de relaciones sociales que en ella tienen cabida– con la política, entendiendo esta en su aspecto más positivo y posibilista.
Quien siga mis artículos sobre el espacio público recordará que en ellos he venido tratando temas centrados en el espacio que definen nuestras ciudades, sus calles y plazas, sus parques y jardines, y analizado toda una serie de elementos y aspectos como son los bancos, los bolardos, la sombra, el color gris a los que se enfrenta –y en ocasiones, de los que disfruta– el ciudadano que lo habita.
Desde mi perspectiva como diseñador especializado en la creación de mobiliario urbano, en estos textos he venido tratando la relación, por decirlo de alguna manera, entre el usuario y el objeto diseñado, considerando a la ciudad y todo lo en ella contenido como la mayor y más compleja manifestación creativa del ser humano.
En esta ocasión, sin embargo, quiero centrar mi atención y análisis en las relaciones que se establecen entre los habitantes de dicho espacio urbano; volviendo al ámbito profesional del diseño; sería algo así como pasar de haber tratado la ergonomía para hacerlo en esta ocasión de la proxémica.
A pesar del peso e importancia que el mundo digital y sus derivadas (ciberespacio, realidad virtual, metaverso, redes sociales, inteligencia artificial…) han alcanzado en las últimas décadas, sigo viendo el espacio analógico, y más concretamente en el que define la trama urbana, como aquel en el que las relaciones humanas pueden percibirse y analizarse con un mayor grado de verosimilitud y autenticidad.
Mientras que las relaciones y contactos entablados en el medio digital reducen las interacciones sensoriales a su mínima expresión, manifestándose, en el mejor de los casos, a relaciones visuales y/o auditivas, los contactos, comunicaciones e interrelaciones que se manifiestan en las ciudades, sobre todo entre desconocidos –y aquí es donde radica especialmente su valor diríamos que a nivel sociológico– mantienen la complejidad de las interacciones de todo tipo, ya sean verbales, kinésicas, gestuales o proxémicas.
Repito, mientras que las relaciones y contactos a través de las redes sociales, aun siendo una vía de relación que facilita y posibilita un tipo de comunicación y vínculo imposibles por otros medios, y que por lo general nos introducen en una especie de burbuja que nos aísla sensorialmente incluso cuando nos encontramos en un espacio público, las interacciones, ya sean comunicativas, sociales e incluso políticas con otras personas, siguen teniendo su verdadero valor experiencial cuando, como sucede en las calles, en los transportes públicos o en los espacios de ocio, intervienen todos nuestros sentidos y posibilidades de expresión.
Dos ejemplos.
En el primero, donde pudimos observar cómo el espacio público sigue siendo el espacio social por antonomasia, lo tuvimos durante el confinamiento al que nos vimos abocados a causa de la pandemia de la COVID-19. Enclaustrados como nos encontrábamos en nuestras viviendas, y en algunos casos extremos en nuestras habitaciones, cuando quisimos expresar nuestra faceta social y comunitaria, aunque lo hiciésemos convocados a través de las redes sociales y cada uno desde nuestro espacio vital individual, lo hicimos traspasando los límites de nuestras ventanas y balcones en forma de críticas caceroladas o de solidarios aplausos que se fundían en un espacio aéreo que sobrepasaba la dimensión pedestre habitual de calles y plazas, hasta alcanzar las alturas del cielo abierto.
Indudablemente, el efecto de esas manifestaciones de crítica o aliento hubiese sido muy distinto si nos hubiésemos conformado con marcar un corazón roto o un me gusta en cualquiera de las redes sociales.
Otro claro ejemplo lo podemos seguir encontrando en la multitud de manifestaciones o concentraciones que inundan nuestras ciudades, ya sean para mostrar rechazo o apoyo a determinadas causas políticas o sociales, para reivindicar soluciones a problemas concretos o para mostrar solidaridad con causas humanitarias; siguen siendo esas riadas humanas, esas concentraciones haciendo piña, el mejor ejemplo de que el escenario social por definición sigue siendo la calle.
Por ello, sin negar que el espacio digital tiene sus propias y genuinas normas de convivencia y relación, creo que sigue siendo el medio físico el que mejor sigue reflejando y en el que mejor se puede estudiar la situación de una sociedad, y por extensión, el de su madurez y cultura política –más allá de la mera controversia partidista– y es aquí donde se fundamenta la tesis –si es que la podemos llamar así– de este artículo.
Pienso que la verdadera radiografía que nos informe del estado del cuerpo social viene dada por la fotografía de la cotidianidad que la calle nos aporta, recordando, por ejemplo, que el término ‘política’ tiene sus raíces en el nombre de la obra clásica de Aristóteles, Politiká, cuyo significado vendría a ser el de ‘asuntos de las ciudades’.
De alguna manera, la ciudad, el espacio urbano, como arquetipo constructivo, organizativo y funcional, operaría a modo de terrario donde el entomólogo –trasmutado en sociólogo– puede estudiar los mecanismos internos que rigen las relaciones, reglas, normas y conductas de los individuos que por ella transitan.
Pero pasemos del plano un tanto abstracto o teórico a los casos concretos del día a día; salgamos, nunca mejor dicho, a la calle.
Pensemos en el uso que en determinadas ciudades, e incluso sociedades, se hace de las papeleras o de los carriles bici, en el respeto o no de semáforos y pasos de cebra, en el abuso de la doble fila, en el respeto de los asientos reservados en los trasportes públicos, en la invasión de las aceras por los conductores, en la utilización de los contenedores de reciclado, en el acatamiento de los horarios nocturnos por parte de los locales de ocio, en el civismo de los usuarios de los mismos, en el ‘dejen salir antes de entrar’, en la recogida por parte de los dueños de los excrementos de sus mascotas, en el respeto de las colas, en el uso correcto del mobiliario urbano y en un largo etcétera que cada lector o lectora de este artículo podrá ir complementando con otros ejemplos o situaciones vividas en diversos países y sociedades.
En definitiva, el uso o no uso de estos elementos de mobiliario urbano, o el respeto o no por alguna de estas normas de convivencia manifiesta intrínseca e implícitamente el respeto que el ciudadano tiene, o no tiene, por sus conciudadanos.
Ahora, me gustaría centrar la atención en un caso aparentemente tan banal como es el del uso –o el no uso– de las papeleras para intentar extrapolar de él –en un ejercicio analítico tal vez excesivo, pero no exento de carga simbólica– el carácter comunitario y social del espacio público.
Buscando cierto paralelismo nominal en la formulación del consabido ‘efecto mariposa’, que explicaba, de forma entre poética e hiperbólica, el encadenamiento causal de acontecimientos separados en el tiempo y en el espacio, me he permitido acuñar –con el deseo íntimo de que llegue a alcanzar similar reconocimiento global– el concepto que titula este artículo, no pretendiendo en mi caso explicitar una relación de causalidad sino de concomitancia.
Intento explicarme: he buscado en la similitud gestual que poseen las acciones de introducir un papel en una papelera y una papeleta de voto en una urna electoral manifestar la idea nuclear de este artículo; esto es, la relación entre el espacio público, y la infinidad de relaciones sociales que en ella tienen cabida, con la política, entendiendo esta en su aspecto más positivo y posibilista, más allá del entramado y la mecánica partidista, obviando, eso sí, las lecturas más críticas con el sistema electoral, que suele expresarse gráficamente mediante el acto de arrojar el voto directamente en una papelera, proyectando la idea de la inutilidad de dicho acto.
En definitiva, este ‘efecto papelera’ tiene como misión última la de explicitar la relación íntima que, creo, vincula, unidos por los valores cívicos –recordando que una de las acepciones de este término es la de «perteneciente a la ciudad o a los ciudadanos»– comunes, a la vida urbana, y todo lo que en ella acontece, con la salud democrática de una sociedad.
Por ello, pensemos que, tal vez, cada vez que depositemos un papel en una papelera estamos, en realidad, erradicando de nuestra vida social y política la intolerancia, la intransigencia y la ignorancia, convirtiendo un acto tan banal y cotidiano en algo casi épico.
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