España apuesta por dos nuevos candidatos a Patrimonio Mundial

Talaiot (atalaya) de Cornia Nou, en Menorca.

La Alhambra de Granada, la catedral de Burgos, el centro histórico de Córdoba, las obras de Antonio Gaudí y el Monasterio de El Escorial, en Madrid, fueron los primeros complejos españoles que recibieron el reconocimiento de Patrimonio Mundial de la UNESCO. Fue en 1984. Desde entonces, nuestro país ha conseguido 49 declaraciones de este tipo, a las que se añaden cuatro bienes transfronterizos. Se ha convertido así en uno de los territorios del mundo con más espacios de estas características, sólo por detrás de Italia, China y Alemania, y en empate con Francia. Tras el Paseo del Prado y Buen Retiro (Madrid), que entró en la lista en 2021, y la seria alerta sobre el estado de vulnerabilidad del Parque Nacional de Doñana, que el próximo año cumplirá 30 de su declaración, ahora España apuesta fuerte por dos candidatos nuevos, en Menorca y Guadalajara.

Pero esto no quita para que nuevos enclaves hispánicos también quieran ser reconocidos por la UNESCO. “En España hay una competitiva carrera por incorporarse a la Lista de Patrimonio Mundial, al existir un mayor compromiso con la conservación, y por razones de prestigio y de rentabilidad turística”, subraya el investigador Miguel Ángel Troitiño Vinuesa, en su trabajo Las ciudades Patrimonio de la Humanidad de España: El desafío de construir destinos turísticos sostenible en clave de Patrimonio Cultural.

En la actualidad, existen varias propuestas españolas que anhelan alcanzar la mencionada consideración. Entre ellas, la Menorca Talayótica o la comarca de Sigüenza (Guadalajara), que busca ser reconocida como un “paisaje cultural” basado en la explotación centenaria de la sal. En el caso de la isla balear, la propuesta cuenta con “componentes importantes”, explicita Cipriano Marín Cabrera, coordinador del expediente de la candidatura. De hecho, los nueve elementos territoriales del espacio menorquín “contienen obras representativas y extraordinarias” de la prehistoria insular. “Presentan cerca de 280 sitios arqueológicos vinculados con la cultura talayótica”.

En estos enclaves, se pueden encontrar “expresiones” exclusivas de dicho periodo, estando las navetas funerarias entre los ejemplos más relevantes. También se han de mencionar las necrópolis o las taulas, que eran santuarios en forma de T. Además, existen más de 1.200 yacimientos arqueológicos declarados Bienes de Interés Cultural (BIC).

Pero en este proyecto no sólo se incluye el referido patrimonio. Igualmente, se ha tenido en cuenta el paisaje asociado, que “es excepcional”. “Los monumentos se encuentran arropados por su entorno, el ecosistema menorquín, que cuenta con unas características similares a la prehistoria, produciéndose una simbiosis entre los monumentos y un contexto ambiental realmente extraordinario”, añade Cipriano Marín Cabrera.

De hecho, la propuesta balear presenta tantas fortalezas que ya se encuentra en las últimas fases previas a la declaración definitiva por parte de la UNESCO. Fue la candidatura defendida por el Gobierno de España en el 2022. Sólo se puede presentar una propuesta por país y año. Y la cultura talayótica fue la elegida. La respuesta definitiva de la UNESCO se dará a conocer este próximo septiembre. Significará el colofón para un periplo de más de 10 años, en el que se ha observado una colaboración de “todas las instituciones científicas, sociales, económicas y políticas de la isla”.

Castillo de Sigüenza. Foto: Randi Hausken.

El caso de la Ciudad del Doncel

Al mismo tiempo, desde la otra candidatura –la seguntina– se indica que “la interacción entre el ser humano y el espacio natural en el que se enclava ha conformado un ecosistema propio, bien definido desde la Edad Media, que se ha mantenido hasta la actualidad sin apenas modificaciones”. Todo ello, acompañado por “una miríada de pequeñas aldeas que dependen de la ciudad de Sigüenza como principal núcleo de población, seguido de la villa de Atienza”.

Además, “se trata de una de las zonas de explotación salinera más antiguas e importantes de la Península Ibérica, documentada ya en el siglo XII”. Así, este paisaje representa un complejo ámbito cultural sin representación en la Lista de Patrimonio Mundial. De hecho, permite dotar de contexto a otros bienes incluidos en la relación como “monumentos aislados”, pero “sin conexión con su entorno ni con las vinculaciones históricas que permitieron su creación”.

“No hay ejemplos similares que aúnen, en tan poco espacio, tal variedad de valores históricos, culturales, arqueológicos, geológicos, botánicos y zoológicos como los que se pueden apreciar en esta zona”, aseguran desde la candidatura arriacense. “Se puede considerar como un completo catálogo de recursos naturales y culturales únicos y extraordinarios a escala universal, asociados a los dos recursos estratégicos de los que depende nuestra especie: la sal y el agua”.

Dos elementos que condicionaron la zona desde, al menos, la Edad Media. “El caso de este paisaje es extraordinario por haber quedado fosilizado desde entonces y en el que, por tanto, puede leerse con claridad una parte de la historia occidental”. Así, en este ecosistema “se puede apreciar con mucha claridad la influencia del medio natural sobre el ser humano y del ser humano sobre el medio natural”, explica Víctor López–Menchero, coordinador del Comité de Expertos de la candidatura seguntina. Todo ello permite que la zona conserve un patrimonio “extraordinario, muy amplio y muy bien conservado”.

Con estos mimbres, se desea alcanzar la declaración como Patrimonio Mundial de la UNESCO antes de 2030, dentro de la categoría de Paisaje Cultural. “Desde hace ya unos años había voces en la localidad que solicitaban dar el paso de presentar una candidatura de estas características”, asegura María Jesús Merino, alcaldesa seguntina. Pero la decisión definitiva se adoptó poco antes de la pandemia, gracias al apoyo del gobierno de Castilla–La Mancha. “Hemos trabajado mucho, porque vemos que podemos conseguir el objetivo. Poseemos la materia prima para alcanzarlo”, confirma la primera edil.

El origen de todo

En la base de este tipo de reconocimientos de la UNESCO se distingue una voluntad por conservar la herencia monumental e histórica de nuestros antepasados. Un posicionamiento que, aunque se ha pronunciado durante los últimos lustros, lleva décadas fraguándose. Pero, ¿cuál es su verdadero origen? “El patrimonio entendido como bien social, como legado recibido de los ancestros que debemos transmitir a las generaciones venideras, empieza a proyectarse a finales del siglo XVIII, cuando tanto la ciudad industrial como la moderna introdujeron una ruptura, una fuerte discontinuidad, con el pasado”, explica la investigadora María Isabel Martín Jiménez, en su trabajo Patrimonio de la Humanidad Cultura y Natural en España y Brasil.

Así, “ante el riesgo de destrucción–desaparición de edificios insignes y de lugares singulares, se inició la defensa del patrimonio histórico y artístico en Europa, y del legado natural, la belleza y la armonía de los paisajes en el lado americano, en Estados Unidos”, añade Martín Jiménez. Esta toma de conciencia llevó a la promulgación de normas y leyes encaminadas a su protección, al tiempo que se elaboraban inventarios de la herencia histórica, artística y natural por parte de los diferentes gobiernos.

Sin embargo, el concepto de protección ha ido progresando a lo largo de los años. “Desde las primeras apreciaciones, donde primaba el monumento como obra de arte creado en una época determinada de la historia, se ha ido evolucionando hacia valoraciones que tienen en cuenta el entorno en el que se sitúan, el valor creativo de la sociedad, el medio natural, el paisaje y los conocimientos, así como tradiciones recibidas”, repasa Martín Jiménez.

La apreciación de los bienes históricos, culturales y naturales no sólo llevó a la aprobación de códigos sobre este tema. También a la consideración internacional del asunto, “en cuanto a que algunas obras son un legado común con independencia de donde estén radicadas”. Durante el primer tercio del siglo XX se fueron concretando estas ideas, gracias a iniciativas como el Congreso de Historia del Arte, celebrado en París en 1921, o el Encuentro de Estudios sobre Restauración de Bienes Muebles, en Roma en 1930.

No obstante, el punto de inflexión fue la Conferencia de Expertos en Protección y Conservación, celebrada en la capital griega en octubre de 1931, bajo el auspicio de la Sociedad de Naciones –la antecesora de la ONU–. Allí, se impulsó la Carta de Atenas, en la que se reconocía: “Cada país es el depositario de las riquezas artísticas que posee y, en consecuencia, tiene la responsabilidad de conservarlas para la comunidad de los pueblos”.  El texto añadía: “Los Estados han de prestar una colaboración cada vez más extensa y concreta para favorecer la conservación de los monumentos artísticos e históricos”.

Años más tarde se avanzó en la necesidad de establecer normas comunes para la protección del patrimonio. Así, en 1964 tuvo lugar en Venecia el II Congreso Internacional de Arquitectos y Técnicos de Monumentos, durante el cual se redactó un documento centrado en la conservación y restauración monumental. En el mismo, se defendía que los principios para la protección del legado patrimonial han de ser “formulados a nivel internacional, dejando que cada país los aplique, teniendo en cuenta su propia cultura y tradiciones”. En este contexto, se convocó entre el 17 de octubre y el 21 de noviembre de 1972, en la capital francesa, la 17ª reunión de la Conferencia General de la UNESCO. En dicha asamblea se aprobó la Convención sobre la Protección del Patrimonio Mundial, Cultural y Natural, que, desde entonces, “recoge las diferentes categorías de patrimonio definidas, y considera que ciertos bienes culturales y naturales presentan un interés excepcional, que exige que se conserven como elementos de la Humanidad”.

En el artículo 11 de este documento, firmado por 148 gobiernos, se establecía el diseño de una Lista del Patrimonio Mundial, en la que se incluirían los bienes que posean “un valor universal excepcional”, a propuesta de los diferentes países que ratificaron la iniciativa. La primera relación, “aprobada y publicada en 1978, recogía 12 lugares situados en siete estados diferentes, de los cuales ocho habían sido considerados por su carácter cultural y cuatro por sus valores naturales”, rememora María Isabel Martín Jiménez.

Sin embargo, “en la definición de bienes culturales y naturales propuesta en la Convención, no encajaban los espacios creados por la mano del hombre durante siglos con fines económicos, y que habían adquirido valores patrimoniales en fechas muy recientes”, explica el especialista José Antonio Larrosa, en su trabajo El palmeral de Elche: Patrimonio, gestión y turismo. Por ello, a inicios de la década de 1990 la UNESCO decidió “identificar, proteger y preservar este nuevo patrimonio, llamado paisaje cultural”. Para ello, se creó una nueva categoría de bienes mixtos, en la que se distinguía la interacción de hombre y medio.

La importancia económica de la declaración.

La consideración como Patrimonio Mundial de la UNESCO de una ciudad, enclave, territorio, paisaje o emplazamiento natural posee una gran relevancia para su conservación. Pero, al mismo tiempo, también presenta un relevante impacto económico. Por ello, son muchos los interesados en recibir esta calificación. No en vano, la mayor parte de estos lugares “se han consolidado como destinos turísticos de referencia”, explica Troitiño Vinuesa.

De hecho, “las razones que justifican la inscripción en la Lista del Patrimonio Mundial, sus valores excepcionales, universales, singulares y de autenticidad, son suficientes para que esos emplazamientos quieran ser visitados por millones de ciudadanos”, confirman los expertos. Además, “el turismo contribuye a la recuperación y revitalización funcional” de cada uno de estos sitios. Por tanto, estamos ante un importante estímulo económico y social.

Pero no todo es oro lo que reluce. “El gran volumen de la afluencia turística y su vital importancia para el desarrollo económico local durante muchos años no tuvieron al inicio un correlato en el desarrollo de políticas turísticas explícitas ni de infraestructuras de gestión potentes a nivel de destino”, explica María García Hernández, en su trabajo Entidades de la planificación turística a escala local. El caso de las ciudades Patrimonio de la Humanidad de España.

Además, la llegada de un turismo masivo a estos destinos también puede presentar servidumbres. “Esta actividad, donde prima la lógica de la rentabilidad económica a corto plazo, genera cambios urbanísticos, funcionales y sociales que es necesario considerar, porque la presión producida por los visitantes y las actividades que les atienden resultan conflictivas y pueden provocar la expulsión de los residentes tradicionales”, explica Troitiño Vinuesa.

Por ello, habría que “encontrar nuevos equilibrios, porque en los mismos barrios donde se concentran la riqueza patrimonial, oferta cultural y, por tanto, presión turística, se acaban generando situaciones de saturación”. Esta es una “tarea compleja”, al enfrentarse “dos racionalidades”. La primera estaría vinculada con la del mercado, que “persigue la rentabilidad a corto plazo”, mientras que la segunda sería la patrimonial–cultural, basada en “la defensa de valores colectivos de dimensión pública”.

En cualquier caso, también se plantea la necesidad de “superar políticas turísticas sólo preocupadas por crecimientos cuantitativos –basados en consultas, viajeros, pernoctaciones, duración de la estancia, plazas hoteleras…– y apostar por enfoques integrales de naturaleza cualitativa, que, además de contribuir a poner en valor nuevos recursos, propicien su conservación”, enfatizan los investigadores. “Sólo con voluntad de los gestores competentes y con los adecuados mecanismos de concertación, será factible formular estrategias de desarrollo, donde el turismo se integre en los planes de gestión patrimonial, cultural y natural”.

Incluso, se ha planteado apostar una “experiencia total”. “El turismo patrimonial no sólo pretende conocer, sino también percibir (olores, sabores, sonidos, texturas, etc…), experimentar (conviviendo con los nativos del lugar y, a ser posible, compartiendo sus modos de vida) y sentir (emociones, sensaciones, impresiones, etc.)”, relatan Celeste Jiménez de Madariaga y Fermín Seño Asencio, en su estudio Patrimonio cultural inmaterial de la Humanidad y Turismo.

 

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