Una de espías desde esta Guerra Fría 2.0, de Pujol a Madolell
Existe la tentación de creer que las historias de espionaje que leemos en novelas populares son pura invención. Fruto de la imaginación espumeante de literatos poco refinados. Es el caso, entre otros muchos, de James Bond, que si bien conserva su aura y su prestigio, es visto como un superhéroe de otra época, algo acartonado. Pocos saben que su creador, Ian Fleming, fue oficial de la inteligencia naval británica, y que muchas de las aventuras de 007 están basadas –y también muy adornadas y exageradas– en hechos reales que, por razones comprensibles, no podían trascender. El historiador Max Hastings señala algunas de ellas en su monumental La guerra secreta. Espías, códigos y guerrillas 1939-1945 (Crítica).
También Somerset Maugham, Graham Greene y John Le Carré fueron cocineros antes que frailes, y fruto de sus distintas experiencias escribieron algunas de las mejores ficciones del género. En Ashenden o el agente secreto, Maugham recrea su experiencia como enlace en Suiza de la inteligencia británica durante la Primera Guerra Mundial, con labores de captación, entre otras. El relato de las relaciones personales extrañas y peculiares entre espías, espías y diplomáticos o entre espías y sus familias, están en una altura literaria muy por encima de muchos autores de géneros más prestigiosos. Subrayada con entusiasmo en mi ejemplar con traducción de García Adamuz está esta descripción que un agente hace de uno de los posibles objetivos a captar:
«No sé si debo calificarle así. Es un hombre que no ha tenido las ventajas de una educación esmerada y sus ideas acerca de las cosas no son las mismas que las suyas o las mías. No sé si estaría tranquilo con una pitillera de oro en el bolsillo si él estuviera a mi alrededor, pero si pierde jugando con usted al póquer y le ha robado la pitillera, esté seguro de que la empeñará para pagarle. Si puede, seducirá a su mujer, pero si se encuentra usted apurado, compartirá con usted su último mendrugo. Cuando escucha el Ave María de Gounod en el gramófono, corren las lágrimas por sus mejillas, pero si ataca usted su dignidad, no vacilará en matarle como a un perro».
Más conocidos son los vínculos de Greene y Le Carré con sus creaciones literarias. Karla, el jefe de la inteligencia soviética con el que el flemático Smiley de Le Carré tiene un duelo permanente durante la Guerra Fría, está inspirado en Markus Wolf, jefe real de la temida Stasi de la Alemania Oriental. También el mítico jefe de la contrainteligencia norteamericana en esos mismos años, James Jesus Angleton, ha sido carne de ficción en libros, películas o series, como en las reseñables El buen pastor y The Company. Ahora que ha vuelto una suerte de Guerra Fría 2.0 a tres bandas con EE UU, Rusia y China, conviene volver a ellas. Y no es casualidad que, en este contexto, Le Carré haya vuelto a sus personajes clásicos en su reciente El legado de los espías, donde los hechos que ocurrieron en su recordada El espía que surgió del frío vuelven a cobrar relevancia, 50 años después, en un nada inocente paralelismo con nuestros días.
El debate entre la ficción y la no ficción
La ficción para relatar el espionaje tiene una ventaja: el pacto con el lector le exime del deber de la veracidad. Pero también un inconveniente, para mí casi siempre insalvable: no le libera de una obligación mucho más difícil, la de verosimilitud. Y las historias reales de espionaje son inverosímiles, entre otras razones porque están diseñadas para que así parezcan. El vínculo entre ficción y espionaje es legendario, y me lo resumió bien el escritor Justo Navarro cuando lo entrevisté tras publicar su libro El espía, en el que narraba la probabilidad de que el poeta Ezra Pound no hubiera sido un fascista sino un agente doble, precisamente a las órdenes del mencionado Angleton: «El espionaje consiste, como dice otro de los personajes históricos de mi novela, en usar la irrealidad y la fabulación para influir sobre la realidad, y la literatura cumple la misma función».
Me es casi imposible salvar en las novelas de ficción la zanja de la verosimilitud, y por eso suelo acudir con más frecuencia a la no ficción para conocer historias relacionadas con el espionaje. Entre otros muchos casos, ¿cómo contar desde la ficción sin que nos acusen de fabuladores exagerados la historia de Juan Pujol, alias Garbo? Ya comentamos en extenso aquí la historia de este agente doble español que consiguió engañar a los nazis sobre el desembarco en Normandía, que vendió con éxito como una maniobra de distracción para la invasión real que se produciría por el paso de Calais.
En plena posguerra civil española y durante los inicios de la Segunda Guerra Mundial, Pujol se ofreció a los alemanes para posteriormente hacerlo a la inteligencia británica en calidad de agente doble. Monitorizado por otro personaje mítico del M15, el hijo de británico y gitana española Thomas Harris, engañar a los alemanes con una falsa red de informantes que supuestamente tenía distribuida por Reino Unido. Greene se inspiraría en él para el personaje clave de Nuestro hombre en La Habana. Juan Pujol fue la única persona condecorada por los dos bandos en liza en la Segunda Guerra Mundial.
Joaquín Madolell Estévez, vanguardia de la contrainteligencia global
He leído ahora otro libro igual de fascinante que el que ya comenté sobre Juan Pujol, y que para mi sorpresa ha sido editado con crowdfunding y no en una editorial generalista. Porque el libro, además de estar muy bien escrito y estructurado, tiene un público potencial interesante. En El espía que burló a Moscú, el periodista Claudio Reig cuenta la historia del comandante Joaquín Madolell, paracaidista melillense nacido en 1923, y con una historia digna de una película de aventuras o de una novela de espías que creeríamos ficción por inverosímil.
La peripecia de este paracaidista es bien curiosa, porque, pese a su importancia en la inteligencia global, su nombre no se conoció hasta el año 2000, cuando un libro destapó con detalles un caso que ha sido estudiado en las escuelas de inteligencia que forman a los nuevos agentes, pese a ser completamente desconocido para el público. El libro de Reig viene a reparar este olvido, y le hace un justo homenaje. Porque la importancia de Madolell es clave. Fue uno de los primeros agentes occidentales en conseguir penetrar en la tupida madeja de los servicios de inteligencia soviéticos. En este caso, en el GRU, Glávnoe Razvédyvatelnoe Upravlénie, la inteligencia militar. Una rama de la inteligencia que ha quedado opacada por la luz de su hermana en estas labores, la KGB.
La importancia geoestratégica de España para los soviéticos creció exponencialmente cuando Franco hizo las paces con Eisenhower y Estados Unidos instaló bases americanas en Torrejón de Ardoz, Morón de la Frontera y Rota. A diferencia de Italia o Francia, España era una dictadura y su partido comunista no era legal. Eso hizo atractivo el país para Estados Unidos y, al mismo tiempo, muy difícil de estudiar para los soviéticos, que no mantenían relaciones diplomáticas con España y, por tanto, no podían enviar agentes camuflados de agregados de embajada o agentes comerciales.
Por esa razón, el GRU envió a España a un compañero de viaje italiano, el turinés Giorgio Rinaldi, que junto a su mujer y cómplice Angela Maria Antoniola, tenían el encargo de tejer una red de informadores en España, con especial interés en conocer datos y rutinas de las bases americanas en España. La cobertura del matrimonio era doble. Ambos regentaban una tienda de antigüedades en Madrid que les obligaba a viajar a Italia a por muebles y obras de arte. Por otro lado, tanto Giorgio como Antoniola eran paracaidistas, y las exhibiciones y concursos civiles les permitían viajar para participar en ellos.
Fue esta común afición la que llevó a Rinaldi a contactar a Madolell. Ya en España, el espía italiano comenzó a frecuentar el aeródromo civil donde el militar español practicaba. Madolell ya era conocido por haber establecido en 1955 un nuevo récord nacional de apertura retardada tras descender en caída libre durante 30 segundos. Llevaba una vida de disciplina militar pero algo disoluta fuera de sus labores desde que volviera de la URSS, donde había luchado como parte de la conocida como División Azul. Reig da detalles del desempeño de esta expedición: «En el medio año que permaneció la 3ª Escuadrilla Expedicionaria del Ejército del Aire de voluntarios divisionarios en tierras rusas, los diecinueve aviadores que la componían sumaron un total de sesenta y dos aviones enemigos derribados, en ciento doce combates aéreos».
De su infancia, Reig escribe que Madolell «no solía soltar palabra». Tras su paso por Rusia se le concedieron «un par de medallas: la Cruz Roja del Mérito Militar con pasador Rusia y otra conmemorativa de la campaña de Rusia». Huérfano de madre, su padre debió autorizarle para entrar voluntariamente en el ejército, donde comenzó una carrera desde abajo sustentada, como dice Reig, en el carácter especial que suelen tener los mejores agentes. «Un espía no es ni puede ser una persona común. […] Por ello, la única fórmula para juzgarle en el difícil cometido de desinformación que asumió pasa por analizar sus acciones en esa coyuntura concreta. […] Más allá de las motivaciones, en el alma del español parecen pesar, de igual manera, una querencia innata hacia la aventura, cierta pasión por la simulación y un coraje extraordinario».
Rinaldi contactó a Madolell con la cobertura del paracaidismo, pero lo cierto es que el comandante español tenía alguna «vulnerabilidad», como se dice en el argot propio de la inteligencia. Aficionado a salir y a jugar, acumulaba deudas que Rinaldi, en principio un buen amigo, se prestó pronto a sufragar. «A falta de la última etapa (captación), la relación entre ambos ya había cubierto el resto de las fases habituales anteriores a la proposición final: acercamiento, análisis y amistad», escribe Reig.
La madurez de la contrainteligencia española
Cuando en 1964 Rinaldi destapó sus cartas de agente de captación ante Madolell, el militar español le dio el sí y acudió inmediatamente a sus superiores, que establecieron entonces un dispositivo de contrainteligencia conocido con el cañí nombre de Operación Mari (Madolell-Rinaldi). Entraron en el juego tres servicios de inteligencia: el español, representado por la Tercera Sección del Alto Estado Mayor (AEM), la CIA y el italiano SIFAR (Servizio Informazioni Forze Armate). Pese a que los objetivos cruzaban Francia en su camino hacia Italia, se decidió dejar al país galo fuera de la operación por considerar que sus servicios estaban completamente infiltrados por los comunistas.
«Para la Tercera Sección del Alto Estado Mayor, la operación Mari supone un bautismo de fuego en labores de contrainteligencia», escribe el autor. La experiencia española en estos asuntos era insuficiente, aunque hubo un capítulo en el que España, con ayuda de sus aliados, tuvo un curso acelerado. La vuelta a España de algunos de los niños de la URSS, a quienes sus padres habían enviado allí para que escaparan de nuestra Guerra Civil. Con el primer barco cargado de aquellos jóvenes, se estableció un dispositivo en busca de potenciales espías. «Cuando arribó en septiembre de 1956 la primera expedición de repatriados a bordo del vapor Crimea, el AEM, la Policía y la CIA ya habían creado una comisión de investigación conjunta denominada CIE (Centro de Investigaciones Especiales)», cuenta Reig. El resultado de los 367 interrogatorios fue el de hallar 5 agentes confesos, 18 agentes seguros, aunque no confesos, 52 agentes probables y 34 peligrosos por su conocimiento de radio.
Pero fue la Operación Mari la que forzó la profesionalización de la contrainteligencia en España. Reig contextualiza lo sucedido en un país cuyo régimen vivía obsesionado con el enemigo interno: «El desdén y desatención que la dictadura franquista había prestado hasta la fecha a estas cuestiones convertía la operación Mari en un reto sin precedentes para los precarios servicios secretos españoles. Todo estaba en manos de un aguerrido paracaidista sin formación en inteligencia, un aprendiz de espía, que de la noche a la mañana había pasado a ser parte integrante de una importante red del espionaje soviético, cuyo alcance y relevancia aún estaban por determinar».
Madolell en Moscú
El punto álgido de la Operación Mari llegó con la petición de Rinaldi a Madolell de que volara a Moscú para someterse a un curso del GRU que le enseñaría técnicas de radiotransmisión, micropunto y otras formas de comunicación, como la de dejar mensajes en los tainik o buzones en árboles o bancos de parques alejados. El militar español consultó con sus superiores, que le preguntaron si quería hacerlo, si se veía capaz, a lo que Madolell, con su arrojo habitual, respondió que sí. Al llegar a Moscú, y según cuenta Reig, «no debió causar mala impresión el subteniente entre los espías soviéticos, al que desde entonces asignarían el nombre clave de Manolo«. Otro detalle cañí. El pasaporte falso con el que viajó Madolell a Moscú figuraba a nombre de Ramón González Álvarez. El autor resume: «Cuando sube al aparato ruso, Joaquín Jesús Madolell Estévez, natural de Melilla, cuarenta y dos años, casado, tres hijos, y militar de profesión, deja de existir oficialmente».
A su regreso de Moscú, e instalado en un piso del barrio del Pilar (ideal por su altura para captar las radiotransmisiones desde Rusia o Chipre), Manolo desconoce que el apartamento de al lado está ocupado por parte del equipo de contrainteligencia que lo controla. El AEM seguía suministrando a Madolell información atractiva pero irrelevante, o directamente falsa, para que el topo se la filtrara a Rinaldi y sus enlaces, en una guerra de desinformación habitual. Al proceder de España, entre estos datos no había ninguno referente a Italia, país de origen de Rinaldi, lo que supuso un nuevo reto cuando los directores de la Operación Mari decidieron destapar las cartas y detener a los espías soviéticos. Este tipo de operaciones tan arriesgadas no solían durar más de dos años, y esta había pasado ya los tres. Rinaldi había empezado a sentirse perseguido, y comentó a sus superiores soviéticos que sospechaba de la lealtad de Madolell. Los analistas del GRU descartaron siempre dichas sospechas, aunque finalmente sacaron a sus hombres de Madrid.
Sin algo que implicase a Rinaldi en labores de espionaje contra su propio país, Italia, no podrían arrestarlo y condenarlo por ningún delito. Esa es la razón por la que el AEM, la CIA y el SIFAR filtraron a Madolell información que incluía datos sobre la estructura de Italia en la OTAN, documentos que Rinaldi, cayendo en la trampa, transmitió a su vez a sus superiores. Cuando el matrimonio fue arrestado en Turín, a la salida del cine, se confirmaron sus peores sospechas sobre su amigo y compañero de viaje Madolell. En Tainik, el libro de memorias que escribió desde la cárcel, Rinaldi se pregunta cuándo comenzó a traicionarle Manolo, pero lo cierto es que el paracaidista español lo engañó desde el principio. No fue una deserción en mitad del camino, sino una infiltración de contrainteligencia en toda regla, nada menos que en el servicio más impenetrable hasta el momento. «El engaño que sufre [Rinaldi] con pruebas fabricadas sirve para desmantelar la actividad de la red de espionaje y condenarle. La actividad de los servicios secretos, en no pocas ocasiones, es algo tan inadmisible como inevitable y en este caso la manipulación de pruebas fue condición necesaria para atraparle», concluye Reig.
Las detenciones se precipitan, y la red invisible de antenas del sur de Europa deja de existir. Entre la documentación incautada a Rinaldi en su vivienda de Turín se encontró un listado con los nombres de 300 militares de la OTAN. Cuenta Reig que «este dato alertó sobremanera a los investigadores, pues dejaba al descubierto una infiltración masiva de los soviéticos en la estructura de la Alianza Atlántica». Sin embargo, las pesquisas llevadas a cabo revelaron que el listado correspondía, en su mayor parte, al estudio de posibles militares a tentar.
El golpe suponía la caída de la mayor red de espionaje militar ruso en la Europa mediterránea desde el inicio de la Guerra Fría. Y las consecuencias se hicieron notar en el centro de poder soviético. «La Operación Mari había contribuido a poner en el disparadero al otrora intocable director de los servicios secretos soviéticos, el líder comunista Vladimir Yefimovich Semichastny, en el cargo desde noviembre de 1961», cuenta el autor, que además cuantifica el peso de la red: «Según crónica del Pittsburgh Post firmada por Crist Sulsberger, hasta 107 agentes soviéticos fueron descubiertos entre 1966 y 1967. Entre ellos, 45 agregados, 30 periodistas, 15 delegados comerciales, 6 representantes culturales y 5 delegados de Aeroflot».
Madolell, que falleció en 2011, siempre sintió desprecio por el espía turinés. Reig describe a Rinaldi, alias Neri, nombre código Primo, como «un agente avezado a la par que incauto; fabulador y esplendoroso a la vez que excesivo y amoral». La vuelta a la normalidad militar del agente doble español fue discreta hasta el final de sus días. El AEM le descontó de las retribuciones de los soviéticos los gastos derivados de la operación, hecho que Madolell asumió con disciplina castrense. El hecho de que la operación se autofinanciara en gran medida tampoco es un hecho extraño. También el MI5 pagó la Operación Fortitude de Juan Pujol, Garbo, con el dinero que los alemanes le pagaban a este para su inexistente red.
Madolell siguió con el paracaidismo hasta casi el final de sus días. Cuenta Reig que un día, unos años antes de fallecer, un coche se paró junto a él mientras paseaba por Madrid. Bajaron la ventanilla y un hombre le preguntó si era Joaquín Madolell. Ante su respuesta afirmativa, el coche se marchó. Le contaría a sus antiguos compañeros del Ejército del Aire que sintió que eran ellos. Una bonita metáfora del ambiente de vuelta de la Guerra Fría.
En cuanto a la importancia de la Operación Mari en los servicios de inteligencia, los esfuerzos del operativo, unidos a la experiencia que se adquirió con la llegada de los niños de la URSS (más la ayuda de la CIA), el AEM comenzaría a organizar un servicio de contraespionaje eficaz. Cuenta Reig que «en 1968, tan sólo un año después de la finalización de la operación Mari, la creación de la Organización Contrasubversiva Nacional (OCN), dedicada al principio en exclusividad al mundo universitario, constituye el embrión del establecimiento de un verdadero servicio de información eficaz y moderno en España».
Sigue el autor, que además de buen narrador hace reflexiones muy interesantes sobre inteligencia: «La actividad de los servicios secretos, en no pocas ocasiones, es algo tan inadmisible como inevitable. Más aún en el campo de la contrainteligencia. No es que en ese ámbito no exista la ética, pero tiene una aplicación práctica más complicada». Y estas contradicciones y paradojas son las que puso de manifiesto la historia de Madolell y Rinalid, dos personas que ejemplifican el peso que, pese a la fascinación y la importancia tecnológica, tiene la sustancia y las relaciones humanas en la inteligencia.
Reig cita a Rupert Allason, historiador militar británico que descubrió que Juan Pujol vivía en Venezuela y consiguió llevarlo a Reino Unido para el 40 aniversario del Desembarco de Normandía: «Puede que la tecnología haya cambiado, pero los elementos esenciales del espionaje internacional siguen dependiendo de la habilidad de los hombres y mujeres encargados de supervisar a los agentes para persuadir a los irresponsables, los insatisfechos, los indigentes y los ideólogos que revelen información clasificada».
Un libro y un personaje fascinantes. Si fuera ficción, quizá habríamos abandonado la lectura por considerarla inverosímil.
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