Estambul: el mejor kebab del mundo y otras ‘delicias turcas’
Terminemos bien el año. Con un viaje. Con un destino que nunca defrauda: Estambul. Y de la mano del ‘viajero asombrado’, que nos deja aquí, sobre la pantalla, diez recomendaciones sobre una de las ciudades con más atractivos turísticos y que merece visitarse una y otra vez. Hay un poco de todo: desde la archiconocida Torre Gálata y el famosos hotel Pera hasta el mejor kebab del planeta, el Museo de la Inocencia de Pamuk, la mezquita más original y la confitería donde nacieron las ya globalizadas delicias turcas.
El mejor kebab
Cuando el famoso telecocinero Anthony Bourdain llegó a Estambul (y se pueden ver en YouTube muchos vídeos para constatarlo), recorrió la ciudad de oeste a este y de sur a norte probando platos para acabar diciendo que el mejor durum kebab que había probado en su vida era el de Dürümdaze. A ver, no es que el viajero asombrado sea muy maniático para los kebabs, pero a Anthony Bourdain no se atreve a desmentirlo. Además, al viajero asombrado le caía de maravilla Bourdain, principalmente porque le gustaba la comida popular, callejera, auténtica y especiada y picante.
Convencí a Inan, mi cicerone en Estambul, para ir a Dürümdaze a las primeras de cambio y sentarme en la terraza junto a las fotos que homenajean y agradecen a Bourdain. Fui con unas expectativas que ojalá no hubieran estado a la altura, porque así podría seguir comiendo kebabs de vez en cuando sin rastro de nostalgia. Sin embargo, las expectativas se superaron y ese durum a la brasa me va a perseguir siempre. Nunca probaré uno mejor. Sé que su extraordinario y condimentado sabor permanecerá el tiempo que tarde en volver, más o menos como ocurre con el Simit, pan circular con sésamo, de Galata Simitcisi o las Baklavas (pasteles elaborados con una pasta similar al hojaldre espolvoreadas de pistachos) de Karakoy Güllüoglu, algo absolutamente deslumbrante. No es extraño que sirvan a todo el mundo, lo extraño es que no esté todo el mundo en la cola.
Ara Güler, “el ojo de Estambul”
En el nuevo museo Istanbul de Renzo Piano descubrí unas fotografías en blanco y negro que me llamaron la atención. Ahí estaba el Estambul de los años 50 y 60, calles, aceras, tiendas, fábricas descuidadas, barcos, carros de caballos, autobuses, nubes, taxis, minaretes lejanos entre densas brumas, puentes, chimeneas y personas de distintas clases. Llevaban la firma de Ara Güler, el artista que a la postre fue para mí el gran descubrimiento del viaje. En un panel informativo, Inan y yo descubrimos que Ara Güler fue amigo de Cartier Bresson y se le considera “el ojo de Estambul”. Todas las ciudades necesitan quien las narre, una ciudad sin un contador de su historia parece incompleta. Ara Güler contó Estambul en sus fotografías. Fue un reconocido fotoperiodista internacional que documentó durante toda su carrera su ciudad natal, Estambul. Lo hizo con cariño y autenticidad, porque pese a mostrarse algunas veces poético y otras divertido, mostró la dura realidad de la vida de gran parte de sus habitantes.
«El Estambul de Ara Güler es mi Estambul», escribió el novelista Orhan Pamuk en el prólogo de la colección El Estambul de Ara Güler. Henri Cartier-Bresson le invitó a convertirse en miembro de la agencia fotográfica Magnum, que comenzó entonces a distribuir su trabajo a más revistas y periódicos de todo el mundo.
Aunque más tarde abandonó Magnum, conservó fuertes vínculos y amistades en la cooperativa. «Ser fotógrafo de Magnum no te hace rico, te hace sentir orgulloso», dijo en una entrevista con el British Journal of Photography en 2013, cuando decidió seguir por su cuenta. «Nunca me voy a jubilar. Haré fotografías hasta el día de mi muerte». Así, fotografió a Pablo Picasso, Cole Porter, Alfred Hitchcock, Maria Callas, Bertrand Russell o Winston Churchill, aunque son sus retratos de la gente corriente de Estambul por los que será recordado. «He visto algunas de las fotografías de Güler tantas veces que ahora las confundo con mis propios recuerdos de Estambul», escribió Pamuk. «Su mayor logro es haber conservado para muchos millones una memoria visual que captura la ciudad en toda su riqueza y poesía».
El Museo de la Inocencia de Pamuk
Hablando de Pamuk, es imposible estar en Estambul y no ir a su Museo de la Inocencia, inaugurado en 2012, creado a partir de su célebre novela Museo de la inocencia, publicada en 2008, que cuenta la historia de Estambul desde los años 50 hasta el 2000 a través de la memoria de dos familias, una poderosa, otra de clase media. Kemal, miembro de la elitista familia Nisantasi, debe casarse con Sibel, una chica de su clase social, pero se enamora de Füsun, que trabaja en una tienda. Así empiezan a encontrarse en secretas y polvorientas habitaciones decoradas con mobiliario antiguo y todo tipo de objetos. Cuando Füsun se casa con otro, Kemal gastará ocho años visitándola en este edificio ahora convertido en Museo. Después de cada una de las visitas, Kemal se lleva consigo un objeto con el que recordar a Füsun, objetos que constituyen la colección del museo. El premio nobel ya le dedicó a esta ciudad el libro Estambul, ciudad y recuerdos, en el que opinaba que una ciudad no tiene otro centro que no seamos nosotros mismos.
Cuando inauguró el Museo de la Inocencia, lo acompañó de un modesto manifiesto en favor de los museos pequeños que se enfocan en el ser humano: «En mi infancia había muy pocos museos en Estambul. La mayoría eran monumentos históricos o, cosa rara fuera del mundo occidental, lugares con aire de oficina gubernamental. Más tarde, los pequeños museos de las callejuelas de las ciudades europeas me hicieron darme cuenta de que los museos –al igual que las novelas– también pueden hablar por los individuos. No se trata de subestimar la importancia del Louvre, el Museo Metropolitano de Arte, el Palacio Topkapı, el Museo Británico, el Prado o el Vaticano, verdaderos tesoros de la humanidad. Pero estoy en contra de que estas preciosas instituciones monumentales se utilicen como planos para futuros museos. Los museos deben explorar y descubrir el universo y la humanidad del hombre nuevo y moderno que emerge de las naciones no occidentales cada vez más ricas. En cambio, el objetivo de los grandes museos patrocinados por el Estado es representar al Estado. No es un objetivo ni bueno ni inocente…”.
La generosidad turca
La primera vez que fui a Turquía fue en el verano de 2000 para participar en un campo de trabajo que se desarrolló en un pequeño pueblo llamado Bademler, situado a una hora de Izmir, por lo que hasta llegar allí tuve que hacer una noche en Estambul y 12 horas de autobús más una hora en otro micro más pequeño. Recuerdo lo expectante que llegué al pueblo, pero recuerdo más lo bien que lo pasé aquellas tres semanas en las que me sucedió de todo y en las que la amabilidad de la gente conmigo rozó el exceso.
En esta ocasión, el reencuentro con la idiosincrasia y la generosidad turca llegó la segunda noche, cuando Inan me propuso asistir a la representación de la compañía de danza turca Fuego de Anatolia, dirigida por Mustafa Erdogan. Tuve mis dudas pero afortunadamente fuimos. Qué estallido de luz, de música popular y de baile. Siempre me ha interesado el folclore, la vanguardia que proviene de la tradición más ancestral (se han dado casos: Bela Bartok en sus Danzas rumanas, Lorca en sus tragedias, Luis Barragán en arquitectura, Violeta Parra en su música popular…). Además, el espectáculo era en el centro cultural Ataturk (5), que aporta un estupendo matiz de modernidad a la plaza Taksim con un edificio claramente de los años 70, obra del arquitecto Hayati Tabanlıoğlu. No solo la fachada, con el muro cortina acristalado, también el interior dividido en distintos espacios nos habla en un lenguaje moderno. Como la fuerza de la danza y las imágenes apuntaban directamente a la tripa más que al cerebro, recordé aquel momento en que durante el campo de trabajo de Bademler fui invitado a una fiesta de una circuncisión y por la tarde, achispado y animado por el vino, acabé bailando encima de una mesa en aquel corral, eufórico y protegido por la música y los gritos, esos gritos que en las fiestas apuntalan no se sabe si la rabia, la juerga o el arte.
A mitad de la función se produjo una pausa. Durante ese entreacto se nos acercó un señor de edad avanzada que me hizo preguntas de rigor que dieron pie a que nos contáramos la vida en seis minutos y sin hablar el mismo idioma. Me presentó a su familia, hija, yerno, hijo, mujer y me invitó a su casa a cenar sin aceptar mis negativas, de manera que por muy poco no acabé allí. Cosas que pasan en Turquía. Por suerte había cenado antes de la función en uno de los lugares que no me cansaré nunca de recomendar: Tatbak, un clásico vacío de turistas en el que hacen uno de los lahmacun más deliciosos del mundo. Esta es una casa de comidas tradicional en la que no se vende alcohol y en el que la mayoría de la gente come bebiendo una especie de yogur con agua y sal que, la verdad sea dicha, está delicioso, Ayran, clásico entre los clásicos de los turcos.
Agatha Christie y el primer ‘hombre pájaro’
Inan me puso en la pista de la serie de Netflix Medianoche en el Pera Palace, una inmersión en clave “máquina del tiempo” y un curso introductorio perfecto para recuperar la historia de Estambul y de Turquía en el siglo XX y volver al año 1923, cuando Ataturk fundó el país. Como casualmente tenía el hotel Pera al lado del mío, Inan me enseñó un ascensor centenario, obras de arte y la escenografía de la serie que vi durante las noches en que estuve en Estambul. Todo indica que en este hotel escribió Agatha Christie (en la habitación 411, en la que se alojó varias veces entre 1926 y 1932) su Asesinato en el Orient Expres. Se dice que en este legendario barrio de Beyoglu las leyendas se convierten en historia. Entre la leyenda y la historia, imprime la leyenda, decían en la película El hombre que mató a Liberty Valance. El hotel, intacto, se encuentra a dos pasos de Istiklal, la famosa avenida que une la plaza de Taksim y la medieval Torre de Gálata (7) por medio de los raíles de un tranvía muy vintage que suma y sigue. La torre de 63 metros de altura fue levantada por los genoveses en 1348 en lo alto del Galate Külesi Sokağı y ofrece inmejorables vistas del barrio de Sultanahmet y del tránsito fluvial de una ciudad que no se entiende sin ese mar interior de Mármara, entre el mar Negro y el mar Egeo, además de la sorprendente historia del primer hombre pájaro, Hezarfen Ahmet Çelebi (1609-1640), que a mediados del siglo XVII se lanzó desde el último piso de esta torre sujeto a unas enormes alas que él mismo había fabricado y consiguió atravesar el Bósforo y aterrizar en Uskudar, en la orilla asiática, en lo que se ha documentado como el primer vuelo intercontinental de la Historia.
La mezquita más sorprendente
Un día le pedí a Inan que fuéramos a ver la mezquita de Sancaklar de Emre Arolat, uno de los grandes arquitectos contemporáneos de Turquía, una obra deslumbrante cuya estructura, sencilla y sin adornos, se enclava en un paisaje en descenso, por lo que desde lejos solo se ve el minarete. «La mezquita de Sancaklar pretende abordar las cuestiones fundamentales del diseño de una mezquita distanciándose de los deberes arquitectónicos actuales basados en la forma y centrándose únicamente en la esencia del espacio» explicó Arolat. Muros de piedra y altos setos protegen una zona ajardinada con un estanque de agua, donde unos tabiques de hormigón conducen a la entrada de la mezquita cuyo interior (espacio de oración iluminado por focos de luz natural, provenientes de hendiduras y fracturas a lo largo del muro) supera lo visto en el jardín. Como certificó la revista Dezeen, el edificio se funde completamente con la topografía y el mundo exterior queda atrás a medida que uno se desplaza por el paisaje, baja la colina y se adentra entre los muros para entrar en la mezquita. Según el equipo de Arolat, «el proyecto juega con la tensión entre lo artificial y lo natural».
¡Y la confitería donde nacieron las delicias turcas!
De vuelta al centro de Estambul, Inan tuvo tiempo de mostrarme dos direcciones a todas luces imprescindibles: el café turco de Kurukahveci Mehmet Efendi, cuya factoría tienda (reconocible por la cantidad de gente autóctona que hace cola para comprar) se ubica en un maravilloso edifico art déco del arquitecto Zühtü Basar, que también realizó el logotipo, y la confitería Haci Bekir, donde en 1777 se inventaron las famosas Delicias Turcas y cuya historia nos lleva hasta el museo del Louvre de París, porque en una de sus salas cuelga un lienzo en el que aparece el propio fundador Bekir elaborando, en este mismo lugar, unas gominolas que desde entonces son tendencia.
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