Eugene Onegin: la soledad como único destino de un malvado

La soprano Kristina Mkhitaryan en el papel de Tatiana y el barítono Iurii Samoilov como Eugene Onegin, en el Teatro Real. Foto: Javier del Real.

El director de escena Christof Loy y el director musical Gustavo Gimeno logran una simbiosis total en la nueva producción de ‘Eugene Onegin’, estrenada el miércoles en el Teatro Real. La obra de Chaikovski contó, además, con un elenco de lujo encabezado por el barítono Iurii Samoilov en el papel protagonista que logró grandes ovaciones del público. 

El director artístico del Teatro Real, Joan Matabosch, encabeza su texto en el programa de mano sobre Eugene Onegin con una cita del propio Chaikovski que resulta muy adecuada para entender la propuesta escénica de Christof Loy para esta nueva producción del Real (en coproducción con el Liceu y la ópera de Oslo), que llegó ayer por fin a Madrid. La cita dice así:

“Pretenden que Onegin no es una obra escénica… ¡A mí me dan grima los efectos teatrales! […] Quiero en el escenario a seres humanos, y no a títeres… No quiero reyes, ni revoluciones, ni dioses, ni marchas. En una palabra, ¡no quiero nada de los atributos habituales de la Grand Opera! Necesito un drama íntimo y profundo, basado en situaciones y conflictos vividos por mí mismo o que he podido observar o que me puedan conmover… Si esto significa una prueba de la limitación de mi espíritu, me da igual, porque esta es una obra que se ha escrito sola, no encontraréis en ella nada de deliberado, ningún rompecabezas”.

El director de escena Christof Loy recoge el guante y trata este Eugene Onegin que Chaikovski estrenó con alumnos del conservatorio de Moscú, casi exactamente como lo definió el músico: “Escenas líricas en tres actos y siete cuadros”. Y para lograrlo toma una serie de decisiones que, en conjunto, resultan acertadas. Para empezar, el telón cae una y otra vez tras cada uno de los cuadros de la obra. No para realizar grandes cambios escenográficos, que no existen en toda la representación, sino para acentuar que no estamos ante una ópera al uso y que el respeto a la voluntad del compositor se tendrá muy en cuenta.

Sin embargo, Loy divide la obra en dos partes bien diferenciadas y las trata de forma muy distinta. La primera sucede en el plano de la realidad. Es casi cinematográfica y transcurre íntegramente en la cocina-comedor de la casa de campo donde Tatiana vive con su hermana Olga, su madre, Larina y una vieja institutriz, Filipyevna, que ha cuidado de las muchachas desde pequeñas. Allí asistiremos al enamoramiento de Tatiana y a los dislates de Onegin. Veremos cómo este dandi narcisista, tóxico y aburrido pone patas arriba la vida de todos los habitantes de la casa. Seremos testigos del engaño y de la traición a su mejor amigo, Lenski, el poeta, al que dará muerte en un duelo. Una solución que se parece bastante a otra que el propio Loy ya utilizó en la puesta de escena de Arabella de Strauss, también en el Teatro Real. 

La segunda transcurre en una habitación blanca, claustrofóbica, con una dramaturgia que nos indica que hemos pasado a un plano conceptual, en el que cualquier cosa extraña puede pasar. Nos hemos metido de lleno en la mente del protagonista, corroída por la culpa y el arrepentimiento. El público no aceptó parte de esta propuesta. Tal vez la vida disoluta y tremenda que resuena en la cabeza de Onegin en algunos momentos de esta parte final esté dibujada con brocha gorda. Aun así, el desliz es pecata minuta respecto al resultado final de toda la obra, que es de una gran factura.

Lo más importante de la propuesta de Loy es que ese estudiado naturalismo en la dirección de los actores produce efectos muy potentes. Uno de ellos llega desde el foso. La dirección musical de Gustavo Gimeno al frente de la orquesta del Teatro Real es absolutamente conmovedora. La partitura está al servicio de la acción y la acción al servicio de la partitura como pocas veces se haya visto en una representación de teatro musical. La simbiosis entre director musical y de escena fue casi total en la representación de estreno. Y el coro del Teatro Real estuvo impecable una vez más.

Una escena del segundo acto de Eugene Onegin en el Teatro Real de Madrid. Foto: Javier del Real.

Una escena del segundo acto de Eugene Onegin en el Teatro Real de Madrid. Foto: Javier del Real.

Loy ha trabajado duro con los cantantes para lograr que sus personajes destilen verdad y hacer absolutamente creíble el drama que se vive en escena. Ninguno de los personajes queda fuera de registro y los tres protagonistas logran grandes cotas de emoción, que son bien recompensadas por el público. Como la extensísima aria de la carta que la soprano Kristina Mkhitaryan, que da vida a Tatiana, interpreta de forma asombrosa en el segundo cuadro. El tenor, Bogdan Volkov, en el papel de Lenski, fue ovacionado tras su magnífica interpretación de su aria de la segunda escena del segundo acto. Canta:

“¿A dónde, a dónde os habéis ido,

dorados días de mi primavera?

¿Qué me depara el mañana?

En vano trato de comprenderlo:

¡Todo se hunde en la

profunda oscuridad!

¡No importa, es el destino!

Tanto si la flecha me atraviesa,

como si me evita.

¡Todo estará bien, ya sea

para dormir o para despertar!

¡Bendito sea el día

de la ansiedad,

bendito el de la oscuridad!”

Tal vez estas líneas justifiquen el hecho de que Loy opte por un suicidio en lugar de por la muerte en el duelo como está escrito en la obra original. Una decisión interesante y que da una vuelta de tuerca a los personajes. Sobre todo, trata de humanizar (si eso es posible) a Onegin dentro de la mente del propio Onegin. Pero como ya hemos dicho, en esa habitación blanca puede suceder cualquier cosa, hasta que los muertos se levanten y anden.

El barítono Iurii Samoilov, que ha asegurado que el papel de Eugene Onegin le ha acompañado durante 19 años de su carrera, está impecable tanto vocal como actoralmente en esta propuesta, que le viene como anillo al dedo.

En resumen, merece muchísimo la pena adentrarse a descubrir o redescubrir esta maravillosa partitura de Chaikovski en este montaje que llega ahora al Teatro Real. Una música bellísima tratada de una forma delicada y contundente a la vez por Gustavo Gimeno y que nos enseña el viaje de un vividor desalmado y traidor hacia la justicia poética con una sentencia clara: la soledad como castigo.

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