Los fantasmas que habitan ‘La mitad de la casa’ y la mitad de nosotros

La escritora Menchu Gutiérrez. Foto: Pedro Pertejo.

Habitaciones llenas de secretos, recovecos, esquinas, cajones misteriosos, puertas, llaves… Si tuviera que definir ‘La mitad de la casa’, la nueva novela de Menchu Gutiérrez (Madrid, 1957), lo haría con dos palabras: intensidad y exactitud. Bueno, y también generosidad y, paradójicamente, ambición. Una contradicción que hace de esta novela, diario, meditación y un millón de cosas más un texto único que involucra al lector en una revolución que lo parte en dos y lo convierte en vivo y lo convierte en muerto y lo anula y lo reinventa con una capacidad de aniquilación y reconstrucción como pocas veces he visto en una narración.

La mitad de la casa es una metáfora brutal en la memoria del lector. Un misterio que quedará resuelto de una manera o de otra según quien sea el espectador que se adentre en este texto.

La mitad de la casa es una de las maneras más hermosas en que se ha contado esa parte incompleta que todos habitamos, porque sin duda el resultado de nuestra presencia no es otro que el resultado de esos generosos pedazos que los que nos preceden lanzan contra nuestro porvenir. Menchu Gutiérrez ha escrito un diario deslumbrante. Un diario cuya ética y estética emocional irrumpen en los pulmones del lector hasta cambiarle el ritmo a su respiración. Un diario que te involucra en el silencio de una forma poco habitual en la literatura española. En él, el silencio no es una justificación para cerrar heridas, no es esa cicatriz que acabará justificando nuestro epitafio, no, aquí el silencio es la constatación de esa mentira sanguinaria que es estar vivo, y que tu piel forme parte de un árbol genealógico imperfecto y atroz que no deja descansar jamás tu memoria, y que te mece con esa impronta insana que siempre acaba convertida en un abismo hambriento.

La mitad de la casa está llena de esos detalles que desde lo mínimo son capaces de marcar y diferenciar una narración y, por ende, una vida, aunque no sea la nuestra:

“La casa estaba seca, momificada, casi muerta; y, sin embargo, la línea de teléfono la había mantenido viva, como un cuerpo en estado de coma cerebral. Era como si primero mis padres y luego yo, sin saberlo, durante años la hubiéramos mantenido viva, nos hubiéramos negado a que la desconectaran del aparato, hubiéramos confiado siempre en la posibilidad de que volviera a despertar, porque esa parte de la casa, la parte mental, el almacén de la memoria, era mucho más importante que la otra.

El teléfono móvil, que mantengo apagado, no podría nunca intervenir en la recuperación de unos sucesos que hablaban otro lenguaje”.

En ella irrumpe una y otra vez la importancia de lo analógico, y la sombra de esa losa que machaca el presente y que no es otra que la de la tecnología, tan bien vista y sin embargo tan poco previsora con lo emocional, tan destructora con la épica sentimental de tantas y tantas generaciones.

Es una oda a las negligencias estructurales que más tarde o más temprano irrumpen en todas las familias:

“Hasta qué punto lo que soy fue larvado en lo que significan estos cuartos separados”.

Menchu Gutiérrez es directa y las confesiones de su protagonista son frenéticas desde la calma. Mezcla realidad y ficción para intentar salvarse aunque sepa de antemano, desde la primera línea, que está sentenciada a morir en cuanto escriba la última palabra de esta extensa reflexión. Gutiérrez elige con esmero cada imagen, nada es baladí en su mirada, cada objeto es un subtexto llamativo e hipnótico:

“El alma de la almeja deja salir al exterior una señal que preferiría no enviar, dice sin querer que está viva, y secreta un lenguaje encriptado en esas minúsculas burbujas de aire”.

Lo extraordinario y la inercia concatenados como idénticos faquires domesticando el escepticismo del lector:

“Meto la cabeza en el mueble bar, hacia la promesa de recordar, me doy la muerte una y otra vez, rebota mi ignorancia en cada espejo, y luego voy a la cocina, pongo el hervidor en el fuego y me preparo una taza de té”.

Y además las mil siluetas del padre, el padre como héroe, pero también como ser falible. Y configurar esa dualidad que señala la muerte, que compartimenta la ausencia hasta entregarnos a un tiempo verbal para el que ya no servimos:

“Nada podría decir a mi padre vivo y no hay nada que pueda decir a mi padre muerto.

De estas visiones no se despierta nunca”.

La mitad de la casa es un espejismo de una gravedad punzante. Es asumir la verdad que nos transforma la memoria hasta negarte la posibilidad de la duda.

Es un libro de una dureza y una belleza desorbitantes. Un enigma férreo y desbordante al mismo tiempo. Una suerte de disciplina emocional por persona interpuesta. Una herencia que mimetiza a la protagonista con el pasado, que la desfasa y que la une a su adolescencia como une una placa de titanio la cara destrozada tras un fatal impacto:

“La felicidad continuaba fluyendo entre las sábanas, entre mi órganos, entre mis sueños, entre mis recuerdos, en el sueño y la vigilia de mis venas”.

“Las palabras son verdugos de la experiencia, nunca dicen lo que deberían decir”.

“E. solo necesitó quince años para conocer la muerte y situarse en el filo de la decisión”.

No dejen de leer La mitad de la casa porque es un periplo de exigencia extrema. Todo se conoce, pero todo se desboca y lo hace una vez más incurriendo en la contradicción más inesperada, porque lo hace sin provocar desequilibrio alguno aunque al mismo tiempo someta al lector a un radical tour por lo inasible.

No dejen de leer La mitad de la casa, porque Menchu Gutiérrez incurre una y otra vez en una sublime manera de acudir a la llamada del pasado y del presente para convertir este diario en un cuerpo pesado que golpea sin reparos y con estricta profesionalidad contra la comodidad del lector. Todo queda escrito, pero todo es al mismo tiempo una duda constante que desfonda a quien lee y le hace huir de lo dogmático. Gutiérrez ofrece mil miradas dentro de la misma memoria. Un carrusel indómito que desoye la música que debería hacerlo girar.

“Y vosotros, ¿estáis seguros de leer a una niña de quince años o a una mujer de sesenta? ¿Con quién habláis? ¿A quién buscáis o teméis?”.

No dejen de leer La mitad de la casa porque posee una atmósfera única. Porque es embriagadora la manera en que sus líneas te transforman sin remordimiento alguno en objeto y sujeto. Porque ninguno de los estados de la narración les será ajeno. Porque este libro es la mitad que nos completa y que nos sana.

‘La mitad de la casa’. Menchu Gutiérrez. Siruela. 106 páginas.

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