‘Fármaco’: es hora de hablar de la depresión, de nuestra fragilidad

La escritora Almudena Sánchez.

La escritora y periodista mallorquina Almudena Sánchez, que nos impactó hace cinco años con su libro de relatos ‘La acústica de los iglús’ (Caballo de Troya), nos entrega ahora un conmovedor acercamiento a la depresión: ‘Fármaco’, que llega mañana a las librerías. Pero Almudena Sánchez no ha escrito un libro sobre la depresión ‘stricto sensu’, no, ha escrito una explicación llena de belleza a esa tumba que es la depresión de un ser querido. Y lo hace con una frescura que confirma en cada frase una rotunda revolución emocional.

Podría comenzar este texto de muchas formas, pero lo haré diciendo que los axiomas que comparte su protagonista son un bien general.

Fármaco es un libro pragmático en el que la relaciones materno-filiales se asemejan a lenguas o a penes de gatos, están llenas de suspiros ásperos, de materiales dañinos e incómodos.

Almudena Sánchez no ha escrito un libro sobre la depresión stricto sensu, no, ha escrito un libro repleto de deseos, una explicación llena de belleza a esa tumba que nadie visita y que es la depresión de un ser querido. Y lo hace con una frescura que confirma en cada frase una rotunda revolución emocional.

Su ritmo narrativo es una ráfaga de inocencia que, sin embargo, no entorpece su hiriente lucidez:

“Mi infancia es ahora. La infancia es cuando una quiera que sea y a mí me ha llegado a los treinta y tres años”.

“Lo que cuenta en nuestra propia filmografía es cuando te ven. Cuánto daño te puedes llegar a hacer si no te ven”.

Fármaco contiene páginas de una perfección asfixiante (la página 16, por ejemplo, es sencillamente deslumbrante), pero necesaria; está cuajado de valiosos microepílogos. Todos los capítulos parecen sellados con el aliento de un dios que por fin se ha dado cuenta de que juzgar es más propio del diablo.

En esta novela nada se deja al libre albedrío, incluso la trivialización de una enfermedad tan demoledora como la que se expone se inserta para conseguir energizar las reflexiones de su protagonista:

“Me estoy curando y no tengo cicatriz para demostrar que me ha pasado algo atroz”.

La audacia de sus pensamientos explica con mano firme el silencio de muchas generaciones. La necesidad de una sororidad no invasiva:

“¿Las monjas son felices?”.

“Virginia Woolf nos defiende a nosotros, enfermos depresivos. Es hora de que la fragilidad salga al escenario. Adiós a lo machotes y al sacrificio femenino ilimitado”.

“Qué Sísifo descanse, que se destense, que la piedra descanse y le chafe”.

Conmueve la alternancia del orden y el desorden en las pesadillas que la narradora intercala en esta partida de nacimiento que nunca podrá encontrarse acudiendo a un registro civil. Hace que el lector se embelese con ellas, que las numere para no perder la cuenta, para agradecer el acogimiento, una casa en la que reconocerse. Los abismos compartidos cambian el rumbo del espectador que cae rendido ante el arrojo y la ética onírica de Sánchez:

“Deberíamos contemplar a las jirafas que son el futuro de la era vegetal”.

Y también marca la memoria la inclusión de la realidad más rotunda a través de esos retuit con nombre propio con los que la autora impide que el lector esté tentado de pensar que este diario es una ensoñación literaria, una autoficción de pose.

No obstante, no se olvida Sánchez de apuntalar su literatura expansiva con la literatura de otros (William Stryron, Djuna Barnes, Virginia Woolf). No se conforma con una mención, sino que construye un ring con ella, un espacio donde sanar heridas, donde subtitularlas para que su dolor no sea un hombre delgado a punto de expirar después de que las valientes confesiones hayan esquilmado su protagonismo.

Ni se olvida tampoco de focalizar en su vida la vida de tantos, el acoso escolar, la extranjería en tu propio país:

“Un día me cedieron el asiento en el autobús:

Para usted que está embarazada.

Y me senté con cara de espanto. Así me sentaba en el pupitre del colegio. Me recordó ese movimiento. No se olvida: sentarte en una silla del colegio  en la que te van a maltratar e insultar. Una vez, mis compañeros de clase me lanzaron un papel arrugado. Dentro había mocos de casi todos: blancos burbujeantes, verdes, negros, amarillos de constipado, rojos de nariz seca”.

Sánchez es una alquimista sin hostilidad y sin pretensiones. Una boca de la verdad que no reprocha, que no castiga, que sólo enumera e inscribe en un lugar señalado las salidas de emergencia que para otros continúan siendo transparentes:

“La manía de la moda de la autoayuda al vertedero y a llorar, a llorar, a levantar la tapa de la desolación”.

Y es valiente para enfrentarse a lo conveniente y sobre todo a lo inconveniente. Tiene la valentía de nombrar aquello que deseas a sabiendas de que te estigmatizará:

“Me dio igual ser antiéstetica a dos segundos de mi intento de suicidio”.

Sus confesiones son como ese mar helado desde el que acechan mil peligros a pesar del grosor endémico del hielo:

“Nada es tan grave después de un paseíto en brazos del diablo”.

“Escribí Fármaco porque no podía pensar en nada que no fuera morir”.

“La tristeza más vital que he visto nunca es la de Amy Winehouse. Cuanto mayor era su agonía más alto se peinaba el moño”.

“El verano es punzante. ¿Quién le dio un chuchillo al sol?”.

Así que no dejen de leer Fármaco, un libro tan íntegro como heterodoxo. No dejen de acceder a este laberinto de piel psicotrópica que nos acaricia y nos despabila en cada página.

No dejen de leer Fármaco porque es una droga buena y laboriosa, y su lirismo hiperactivo te abraza con la desafiante exactitud con la que la Virgen María se lanzó a abrazar el cuerpo de su hijo muerto mientras que sus asesinos la observaban.

Imprescindible.

‘Fármaco’. Almudena Sánchez. Literatura Ramdon House. 181 páginas.

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