Fernando Aramburu sí sabe relatar el dolor de las víctimas de ETA

El escritor Fernando Aramburu. Foto: Fundación Cajasol.

Estos días se ha hablado mucho de ETA. Por un lado, está la infamia de un partido que incluye en sus listas a asesinos y, por otro, la de otros partidos que intentan sacar tajada del dolor de las víctimas. A ETA la derrotó la democracia y el coraje de muchas personas que supieron gritar basta ya. Depuestas las armas, es importante que ahora haya otra victoria, la del relato de los hechos. Por eso es tan importante la literatura y el trabajo que desde hace años vienen haciendo autores como Fernando Aramburu con libros como ‘Los peces de la amargura’, la exitosa ‘Patriao, más recientemente, ‘Hijos de la fábula’.

Dice John Coetzee que uno escribe para tratar de entender lo que quiere escribir, lo que está más allá.  Aunque el contexto sea diferente (el apartheid sudafricano en el caso de Coetzee, ETA en el de Aramburu), creo que ambos autores han escrito sobre lo mismo: la intolerancia y la barbarie.

En esa búsqueda personal para encontrar una explicación a décadas de muertes sin sentido (o amparadas en una idea fabuladora de la patria), Aramburu ha ido explorando distintos territorios narrativos, que es lo que hacen los grandes escritores. Otro autor habría tratado de seguir explorando la vía abierta con Patria, una novela con la ambición de Guerra y Paz, pero Aramburu ha preferido cambiar de ensamblaje literario y nos trae esta especie de cara B de Patria, como señaló con acierto en una reseña Ignacio Martínez de Pisón.

Asier y Joseba son dos jóvenes abertzales en periodo de “formación” como terroristas. Aunque nadie los busca, están refugiados en una granja de pollos, en Francia. Cuando ETA anuncia el fin de las armas, se sienten traicionados y deciden crear una nueva organización, convertirse en una leyenda y recibir algún día los honores que piensan que se merecen como gudaris. No tienen armas y jamás han tenido una en las manos y habrán de ingeniárselas para la instrucción. Se reparten los roles que cada uno tendrá en la organización. Con sus primeras acciones esperan lograr nuevas adhesiones. Asier, un personaje constreñido y puritano, se erige como el ideólogo, mientras que Joseba, más carnal y apegado a la tierra, en una especie de lugarteniente a las órdenes de Asier. La controversia entre ambos mueve a la hilaridad a lo largo del relato. El sainete y el esperpento impregnan esta novela desde el comienzo. También el humor, muy cervantino. Tanto los personajes como la historia son paródicos y, para construirlos, Aramburu se vale de un potente narrador en tercera persona que, en ciertos momentos, me ha recordado al de La insoportable levedad del ser. En La broma el propio Kundera nos advirtió de que las dictaduras se llevan muy mal con el humor. Por eso creo que Hijos de la fábula acierta de pleno al desnudar el totalitarismo de los años de plomo del terrorismo etarra con un arma con la que no contaban: la risa.

Compaginé la lectura de Hijos de la fábula con Flores prensadas (Sílex), de Noemí Sabugal. Escritora todoterreno, la narradora leonesa es autora de novelas como El asesinato de Sócrates o El acecho y del ensayo Hijos del carbón, un libro luminoso e híbrido, entre la crónica y la autobiografía, que se adentra en la España vaciada, pero desde los pozos mineros. Flores prensadas recoge una selección de sus columnas semanales en La Nueva Crónica. Dice Sabugal que la columna de prensa es mucho más humilde que una novela o un poema. Pero creo que esa humildad desde la que escribe es solo un punto de partida necesario, pues ya sabemos, y la propia autora lo cuenta, que el periodismo es en cierta forma un género escrito para perecer (no hay nada más viejo que el periódico del día anterior, se decía en la época previa a internet).

Lejos de la pompa que se dan otros columnistas, casi siempre hombres, Noemí Sabugal habla de su oficio como la gran Alice Munro (una autora que ambos admiramos) lo hace del cuento, con naturalidad. Escribir al final es una prolongación de la propia vida. Escribir una crónica, de hecho, se parece mucho a escribir un cuento. Hay que buscar el fogonazo que alumbre la historia.

Flores prensadas, escritas desde la humildad de uno de esos periódicos que antes se llamaban de provincias, desde esa España vacía que conoce tan bien la autora, corrobora una idea que ha señalado en varias ocasiones Antonio Muñoz Molina y que comparto absolutamente: es en los periódicos donde podemos encontrar parte de la buena literatura. Flores prensadas forma parte de esa fértil tradición del periodismo que es además buena literatura.

Estas columnas, concebidas la mayoría de las veces por el momento presente, adquieren en el libro una nueva dimensión. Como si dialogaran entre ellas, nos ofrecen una especie de autobiografía de la autora. Los libros, muchos libros y autores, el cine, la vida cotidiana, la política, la pandemia, los amigos o el contexto en el que fueron pensadas se mezclan para conformar un fresco, no solo de la sociedad leonesa, sino del mundo en el que vivimos. Noemí Sabugal observa con la minuciosidad de una entomóloga la sociedad que la rodea y, por medio de las palabras, transforma esa mirada en una visión de la vida, como, por otro lado, hacen siempre los grandes escritores.

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