Fiestas de Agosto, esa ilusión de que en los pueblos la vida sigue igual

Verbena en la Plaza de las Vacas de Ávila.

En la plaza se mezclan las edades: hay nietos retenidos por la timidez y abuelos con monedas sueltas para el futbolín, hay tías lejanas que reconocen a un chaval recién llegado al que recuerdan lo que ha crecido, menudo estirón; hay primas segundas que echan de menos el concurso de dibujo del año pasado y un grupo de adolescentes que comen pipas sentados en el abrevadero, con los pies apoyados en el linde… Las fiestas patronales de Agosto… La ilusión de que en los pueblos de la España vaciada el tiempo se detuvo en una misa a las 12, un juego de bolos y una verbena con la orquesta subida a dos remolques.

Son fiestas en honor de Santos y de vírgenes, patrones de pueblos, municipios o ciudades. Suelen tener un origen religioso que se va difuminando conforme avanzan las horas y los días. Las más intensas, comunitarias y democráticas son las de esos pueblos que se mantienen en los mapas de milagro. En ellos se rinde homenaje a la Exaltación de la Santa Cruz, a San Lorenzo, San Pedro Mártir, a Santa Tecla, a la Virgen de la Ermita, a la Virgen de la Piedad, a San Pascual Bailón, nombres que se leen en letra pequeña en los carteles que anuncian con devoción y fondo fucsia la fecha más esperada del año junto a las destacadas orquestas que amenizarán en la plaza lo que de verdad importa.

Suelen inaugurarse a las 11 o las 12 del mediodía, ya sea con un chupinazo o con un acelerado volteo de campanas, según el presupuesto del Ayuntamiento o la voluntad de la comisión de fiestas. Luego, si se da el caso de que hay alguien más conocido que el alcalde, leerá el pregón desde el balcón o desde un escenario apañado con dos remolques.

A menudo, a primera hora de la tarde, aún hay lugares en los que el color lo pone un pelotón de gigantes y cabezudos que encorre a niños que se esconden aterrados por el miedo de la duda. Ya hay manchas de vino en las camisas abiertas que pueblan las peñas y el fondo del bar, y ya hay rostros encendidos, y esta vez no es por el sol del campo, pero bajo un porche de la calle Mayor aparca una furgoneta de la que van bajando los miembros de un grupo –será de folclore, será de majoretttes– que se rumorea actuará de siete a nueve.

En la plaza se mezclan las edades: hay nietos retenidos por la timidez y abuelos con monedas sueltas para el futbolín, hay tías lejanas que reconocen a un chaval recién llegado al que recuerdan lo que ha crecido, menudo estirón; hay primas segundas que echan de menos el concurso de dibujo del año pasado y un grupo de adolescentes que comen pipas sentados en el abrevadero, con los pies apoyados en el linde.

Los estruendosos brochazos de charanga que revientan la calle del Trinquete indican quiénes eran los de la furgoneta y consiguen que las ventanas se llenen de ojos y de oídos. Es el sonido de la fiesta que anuncia que ha llegado para quedarse cuatro días. También se oirá más tarde el primer bingo con la plaza abarrotada, cuando declina el día, sometido por una tierna promesa de nocturnidad y lo que surja. En un rincón del río seco un grupo de jóvenes ha conseguido parrillas y sarmientos para hacer carne a la brasa y el aroma de la grasa se desparrama en el aire cálido de agosto.

Antes, en algunos pueblos había cucañas a las que trepaban los mozos más tirillas, los inquietos y valientes, y solo de pensarlo uno se acuerda de Daniel el Mochuelo en la novela de Delibes, El camino, cuando en el día de la Virgen se dirigen a la romería y en el prado oye que un hombre dice que quien llegue a la punta se llevará cinco duros. Daniel dice que va a subir, su amigo Roque el Moñigo le advierte que él no es hombre suficiente para semejante hazaña, y Germán el Tiñoso le pide que se eche para atrás. Pero ahí está la Mica, que ha llegado con su novio de la capital, y todo el pueblo delante, incluida su madre que grita, y ante la mirada vidriosa de la chica, Daniel se atreve a subir, llevando al límite sus músculos, aunque se raspe aún más las piernas ensangrentadas, y contra pronóstico logra llegar a la punta y ganar los cinco duros porque hay cosas, sentimientos, que no se expresan con palabras. Al final no es la Mica quien lo felicita, sino el novio. Uno nunca sabe cuándo acierta.

Ay, y hablando de romería, Lorca, siempre vuelve Lorca: “Si tu vienes a la romería, / a pedir que tu vientre se abra, / no te pongas un velo de luto / sino dulce camisa de Holanda / Vete sola detrás de los muros / donde están las higueras cerradas / y soporta mi cuerpo de tierra / hasta el blanco gemido del alba…”

La orquesta ensaya los hits de este verano y los del verano de 50 años atrás. Estos son para las primeras horas, que unen, un año más, a los matrimonios que ya no se separarán. La música es el hilo de la memoria y el baile su aguja. El maestro Battiato, en aquel enorme y universal elogio de la danza, se acordaba de las verbenas de verano en las que la gente anciana bailaba a ritmo de siete octavas o viejos valses vieneses. Si hasta el malandrín de Quimet le cambió el nombre a la inocente Natalia bailando, bajo el envelat de la plaça del Diamant durante las fiestas de Gracia, mirándola con aquellos ojos de mico y llamándola para su mal Colometa, porque volar no es una cuestión de empeño.

En esa obra maestra de James Salter llamada Años Luz, Nedra comenta con Viri la maravilla del verano. “No sabían lo que estaban alabando; los días, el sentimiento de satisfacción, de júbilo pagano. Aclamaban el verano de sus vidas en que, libres de peligro, reposaban. Su carne, su bienestar hablaba por ellos”

La distancia del tachún tachún al chunda chunda suele ser de un par de horas y muuuchos cubatas. Es el ritmo de la fiesta que funde lo pagano y lo religioso. De Paquito el Chocolatero al Agua pa la Seca. Cuanto más corriente, más ambiente. Los ayuntamientos más sofisticados alquilan para las emergencias un pabellón con disco móvil donde se apura la euforia hasta que todo se decide. Cuando un resquicio de claridad empieza a blanquear la noche y la tralla se apaga, las parejas recientes se enfrentan a la hora de la verdad con prisas distintas. “Son otras las intenciones / y son otras las palabras / en la frente y en la lengua / de la juventud temprana”, decía Miguel Hernández. Hay cosas que no tienen enmienda. Todo cambia salvo el inicio del Génesis.

No irán a misa mañana, pero igualmente estará la iglesia llena, porque todo esto es por culpa de un santo o de una santa y hay que agradecer, de alguna manera, al Patrón o a la Virgen. Habrá niñas con diadema y niños mudados por su abuela que comulgan y puede que hasta alguno de los de antes se anime a subir al coro. A la salida, pan bendito y la procesión que a pleno sol remite al origen religioso de todo lo que acontece alrededor y en las habitaciones aún oscuras.

La comida de hermandad del domingo revelará el espíritu comunitario, esencia de la fiesta patronal. Ya se despertó el bien y el mal, que cantaba Serrat, pero este mediodía todos se dan la mano como si nadie fuera hijo del dinero. Nada une más que las fiestas, que se han ido igualmente transformando, como se ha ido transformando la vida del campo, hacia la industrialización. Y qué bien lo cuenta Mercè Ibarz en su Tríptico de la tierra. De las mulas y los trillos no se acuerdan los tractores ni las cosechadoras gigantes. Ahora que ya no hay labradores sino empresarios agrícolas queda el postre y el carajillo, y la avenencia natural de quien está destinado a vivir de una tierra parecida y cantar abrazados y reír ante un mundo que se acaba tal y como lo conocíamos.

Hay quien extenderá el alcohol de la sobremesa hasta la noche como si quemara cartuchos y llegará bolinga a la despedida que, como siempre, convocará en la plaza al alcalde y a los de la comisión cargados de fuegos artificiales. Con la traca, la imagen ardiente del santo se iluminará entre chisporroteos y chispazos y dirá hasta el año que viene mientras se quema. Mañana, el 16, por la mañana, a primera hora, aún se verá el suelo forrado de restos de pólvora, guirnaldas, banderitas de papel y confeti, esperando la piedad de la escoba. Porque al final de todas las fiestas, siempre hay una escoba.

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