Flamencos con ‘becas erasmus’ y aves que se ahorcan en el Yucatán

La Reserva de Ría Lagartos, en Yucatán (México), es un paraíso para miles de flamencos. Foto: Apolinar Basora.

‘El Viajero Asombrado’ se traslada hoy, Día Mundial del Agua, a la Reserva de la Biosfera de Ría Lagartos, en la península del Yucatán, México. Un paraíso para los flamencos, que disfrutan allí de una especie de beca ‘erasmus’ –buscan descanso, cortejo y apareamiento– y llegan a formar colonias de hasta 50.000 ejemplares, y para pelícanos, cormoranes… y un extraño pájaro del que dicen que se suicida ahorcándose antes de pasarlo mal.

Cuando era bastante joven, creo que en mi primer año de carrera, fui a la presentación de un libro de Javier Marías y, al terminar el acto, me acerqué con el ejemplar de Mañana en la batalla piensa en mí para me lo firmara. Mientras él buscaba la página donde escribir la dedicatoria, aproveché para contarle que, días atrás, había venido a darnos una charla a la universidad otro escritor reconocido que nos había hablado de él, de su obra, de lo que lo admiraba y que, además, nos había contado que él, Marías, todavía escribía las novelas con su primera máquina de escribir, que no usaba ni ordenador ni máquina eléctrica ni ningún artilugio que denotara modernidad tecnológica. Javier levantó la vista, encogió ligeramente los hombros y, por cómo ladeó la cabeza y arrugó la frente, intuí que pensaba de dónde habrán soltado a este espécimen, pero en última instancia lo más que hizo fue preguntarme el nombre. Asintió y escribió una línea que leí apresurado segundos después de darle las gracias. “Para Use, que no debe creer todos los cuentos”.

El otro día, en Ría Lagartos, espacio protegido como Reserva de la Biosfera desde 1999, ubicada en el litoral norte de la península del Yucatán, México, me vino a la mente el recuerdo de aquel momento. Iba a bordo de una lancha que lamía las aguas junto a los manglares, esa especie de árbol que suelta taninos rojos que dan al agua un color similar al vino, para ir al encuentro de la hermosa mancha rosa que forma en este rincón del mundo la reserva de flamencos cuyo número oscila entre los 10.000 y los 50.000, dependiendo de la época del año.

La embarcación redujo la velocidad y se detuvo tratando de no acercarnos demasiado. La brisa era bien recibida. El sol picaba incluso a la sombra. La ría era un mosaico de vegetación, dunas, sabana y selva baja. El horizonte, una estampa de anuncio, la vrai vie en rose. A mi lado estaba mi colega Klaus, de Múnich, un hombre recto y sensato, que preguntó al guía todo lo que yo no me atreví sobre flamencos. Así supe que vienen aquí como se va uno de erasmus, buscando descanso, cortejo y apareamiento.

Flamencos rosados del Caribe en Yucatán (México). Foto: Apolinar Basora.

El Flamenco rosado del Caribe es un ave migratoria que se nutre en estas aguas en las que está de paso. Se reproducen en las charcas que quedan detrás de los manglares tratando de evitar a sus enemigos, los cocodrilos. Buscan la medida adecuada del agua, aquí de solo 20 centímetros de profundidad, lo que les viene estupendamente para poder comer, pues los flamencos tienen el cuello igual de largo que las patas.

El guía hablaba de lo que supone este retiro espiritual para los flamencos, del ruido que montan en época de cortejo, de lo nerviosos que se ponen si el agua les llega al pecho y de que en la reserva también hay pelícanos canadienses y cormoranes. Asistíamos al espectáculo como si de una coreografía se tratara. La orquesta rosa de los flamencos, estimulando los cuellos y levantando la vista, tan dados a su placer que sonroja mirarlos. Cómo disfrutan de su quehacer cotidiano, de la quietud que precisan para llevarse al pico larvas, semillas…, lo que pesquen. Las patas en remojo y el sol vertiendo sobre sus plumajes una intensidad que enciende las tonalidades del rosa y del blanco. Según cómo, así tan esbeltos y estáticos, hasta dan ganas de llevarse uno a casa. El guía nos explicó que los flamencos nacen blancos (a los pocos días se vuelven ligeramente marrones para camuflarse); lo que les da el color rosa conforme van creciendo son los carotenoides obtenidos de su alimento, sobre todo de la artemia salina.

Tras despedirnos de los flamencos, nos cruzamos con otra lancha cuyo conductor, un pescador de lo más simpático, venía cargado de jaibas, langostas, camarones, robalos y tilapias. La siguiente parada del tour de manglares fue la llamada Isla de los Pájaros. Con el motor apagado, el guía nos invitó a prestar atención para avistar especies agazapadas entre las ramas y cómo, de vez en cuando, tomaban el viento y volaban cerca.

En un momento dado, el guía se acercó y me dijo: “Mira, mira, el martín pescador”. Mi escasa instrucción sobre el mundo de los pájaros estaba encantada de aprender y se llenaba de aleteos incesantes, de admiración por el ingenio de unas aves con cerebros tan desarrollados.

Flamencos levantando el vuelo en Yucatán (México). Foto: Apolinar Basora.

El guía se estaba animando. Tan pronto me mostraba una garza como un cocodrilo que se echaba una siesta robándole el brillo al sol sobre un tronco. Recordé a Messiaen, cuánto le hubiera gustado ver esto, grabar los sonidos con su fonógrafo, aumentar su catálogo de pájaros exóticos… Recordé los colibríes que vi en Colombia, almas de cántaro, esa manera de beber sin dejar de aletear. Cada diez segundos descubría una nueva especie: mira, un pico de bote, un pelícano café, un cormorán… En ese instante, si el guía me hubiera dicho que yo podía volar y que lo intentara lanzándome desde un avión, lo hubiera intentado sin darle muchas vueltas.

Se suele decir que la única tragedia real de la vida es perder la inocencia. Yo volví a ser un niño y mi candidez se vio atravesada de rabia cuando el guía me dijo, entusiasta y al borde del grito: ¡¡Mira, mira!! ¡Un rabihorcado magnífico! Yo entendí Rayo Ahorcado. Y ese nombre empezó a llenar mi cabeza de plumas. Me dejé llevar por la tierna contradicción de esas palabras y pregunté. El guía me miró sorprendido de que, una vez más, no conociera la historia y me explicó:

“Le llaman así [él insistía en pronunciar rayo ahorcado], porque es un pájaro que se pasa la vida buscando algo que comer, pero los demás le hacen la vida imposible, sufre mucho, y, cuando ve que se está quedando sin comida y que va a ser imposible sobrevivir, prefiere ahorcarse él mismo y dejar de sufrir. Coloca la cabeza entre dos ramas y dice: señores, ya no me van a quitar más comida. Hasta siempre. Por eso le llaman así. ¿Entiendes? Luego viene el zopilote, que detecta su presencia muerta, y se lo zampa. ¿Lo ves? Siempre hay quien saca partido del que sufre”.

Mi mente se aplicó de inmediato a perseguir metáforas de injusticias sociales y vi en ese tierno animalito del que me hablaba a una víctima más de la maldad, que yo no sabía que se podía extender al mundo animal así como así. Pensé en las víctimas, en cómo el mundo se organiza bajo la ley del más fuerte y en la dignidad filosófica del pájaro que prefiere morir de pie a vivir arrodillado. Y en cuestión de segundos, me vi escribiendo esta columna de El Viajero Asombrado, en la que hablaría de que también en el reino animal pagan justos por pecadores.

Pasé el resto del trayecto triste, imaginando al animal desesperado quitándose la vida y a los demás sacando partido y tratando de hallar al vuelo una frase que hiciera justicia.

La barca se detuvo en un pequeño muelle y, mientras el resto del grupo se adentraba en la espesura vegetal de la pequeña isla, un guía que conducía una barca vecina se sentó junto a mí y me preguntó de dónde venía y si era mi primera vez en Celestún. Me recomendó un par de lugares para comer ceviche de camarones en la playa a la que iríamos luego y, viniendo a cuento, me dio por confesarle que yo no sabía nada del rabihorcado y que su historia me había noqueado.

Pelícanos y gaviotas en un muelle. Yucatán (México). Foto: Turismo de México.

El guía se echó a reír al instante:

“¿Pero qué dices? ¿Quién te ha contado eso?”, preguntó al borde de la risa. “Tu colega”, le contesté.

Y ahí, ya muerto de risa, me explicó: “El rabihorcado, al que también se le conoce como fragata, es un hijo de puta que hace la vida imposible a todos. ¿Tú por qué te crees todo lo que te cuenta un guía? Mira, ese pájaro se aprovecha de todas las aves marinas, les roba alimento y hasta se comen sus propias crías. Por si fuera poco, la marea les asusta tanto que provoca que regurgiten para comerse lo que haya en su estómago, imagínate tú si es listo este malvado…”.

Cansado de paradojas y contradicciones, decidí poner en remojo mi inconsciencia y me bañé con total infantilidad en la playa de Celestún, dando por descontado que el júbilo del viaje es siempre digno del ser. Por supuesto, dejé que mi colega Klaus eligiera el menú y traté de no hacer más preguntas y no creerme más cuentos que me gustaría creer.

Cuando regresé a Barcelona, me acordé de la última vez que vi a Javier Marías, hace ahora cuatro años, cuando presentó en la biblioteca que hay enfrente de mi casa la novela Berta Isla. Tras intercambiar unas palabras con él, le di el ejemplar para que me lo firmara. Esta fue su dedicatoria: “Para Use, colega mío, por lo que nos espera: dudas e incertidumbres”.

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