Gana quien más aguante con los bichos en el cuerpo desnudo

Foto: Pixabay.

¡Ojo con los avisperos! Nueva entrega de los Relatos de Agosto que los escritores del Taller de Clara Obligado han creado para ‘El Asombrario’. Amores, juegos y decepciones de verano.Cazamos insectos para la prueba de valor y, tumbados en la hierba, nos quitamos las camisetas. Bea iba echando sobre nuestros cuerpos el puñado de bichos que acabábamos de atrapar; sería el triunfador quien, con los bichos encima, aguantara más tiempo sin moverse”.

POR MARÍA GARCÍA 

Aunque bañarnos en la presa hubiera sido el mejor plan, subimos dócilmente hacia la ermita por el sendero de tierra. No hizo falta que Fran dijera nada, sabíamos lo de las avispas. En los márgenes del camino las abejas sobrevolaban los matorrales de jara y de tomillo. Las espantábamos, viendo también en ellas una amenaza para nuestro amigo. Esas no son las peligrosas, urbanitas, nos decía Fran, torciendo la sonrisa y reanudando la marcha. Fran era el único que vivía en el pueblo todo el año, el jefe de la manada que nos acogía cada verano en su territorio.

Ese día éramos seis. Fran nos fue enumerando, deteniéndose en Bea. Me molestó. Hasta que él se interpuso, en esos primeros días de vacaciones, ella había estado pendiente de mí. El resto del camino fui detrás de ellos, vigilándolos, viendo cómo Fran saltaba, corría y tiraba piedras a los pájaros, mientras Bea revoloteaba a su alrededor.

El infalible radar de mi amigo, absorto en ella, no detectó la avispa cerca de su nuca. Esta vez no hice nada para espantarla, aunque mis músculos se relajaron cuando se alejó.

Por fin llegamos a la cima, la ermita solitaria proyectaba en el suelo una sombra chata. La vista no estaba mal, abajo el pueblo y, a su izquierda, la tentación de la presa. Dejamos las mochilas y nos quitamos el sudor de la frente. Salvo las protestas de Jacobo, no hubo quejas, eran sus primeras vacaciones en el pueblo y hubo que contarle cómo la muerte, disfrazada de avispa, pretendió un día llevarse a Fran.

–¿Y aquí que más se hace? –preguntó Jacobo, despojando de importancia la historia que  acababa de escuchar.

En la ermita, a pesar de los escépticos, había cosas que hacer. Cazamos insectos para la prueba de valor y, tumbados en la hierba, nos quitamos las camisetas. Bea iba echando sobre nuestros cuerpos el puñado de bichos que acabábamos de atrapar; sería el triunfador  quien, con los bichos encima, aguantara más tiempo sin moverse. Jacobo, el último urbanita,  había accedido al reto de mala gana, y se levantó de un salto al notar el cosquilleo sobre la piel, la incursión de los bichos por los huecos. Quedamos finalistas Fran y yo; los otros, en círculo, nos jaleaban. Para olvidar las patas que recorrían mi cuerpo en todas las direcciones, pensé todo el tiempo en Bea. Gané. El gusano que se retorcía en la profundidad de mi ombligo me dio la victoria. Bea levantó mi brazo y lo sacudió en el aire, pero no fue ella, sino Carla, quien me besó.

Lo celebramos con unos tragos de whisky. A veces Fran, sin contarnos cómo, conseguía alcohol, y su halo de prestigio crecía ante nosotros. Sentados en círculo, nos pasamos la botella hasta que las gargantas ardieron. Al pie del muro, Fran encendió una fogata, el humo ahuyentaba a las avispas, evitando que se acercaran a la comida. Cuando los leños ardieron, sacamos los bocatas y quemamos brochetas de nubes en la lumbre inundando el aire de azúcar. Jacobo, Carla y Pablo bajaron a llenar las cantimploras al arroyo, los oímos alejarse riendo y dando traspiés. Aunque las piernas no me respondieran por el alcohol, no fue esa la única razón de que me quedara con Bea y con Fran.

Más tarde, tumbados en la hierba, observamos las nubes ligeras del verano. Bea vio una sirena, “mirad las tetas”, dijo, señalando al cielo. Pero ella era la única sirena que yo veía, apoyada sobre el brazo de Fran, los rizos rubios esparcidos por el suelo. Esa visión me quemó la garganta mucho más que los tragos prohibidos.

En parte por el alcohol, en parte no, cuando la avispa que llevaba un rato sobrevolando los cuerpos dormidos de Fran y de Bea se posó en la cara de Fran, tambaleándome me alejé. Cuando el grito de Bea me alcanzó, caí de rodillas mojándome los pantalones, y con la cabeza apoyada contra un árbol, vomité. Pero esa vez el destino quiso salvarme; cuando volví con el corazón galopándome en las sienes, encontré a Fran, blanco como la pared, poniendo barro mojado sobre el brazo enrojecido de Bea.

Bajamos de la ermita más callados que de costumbre.

Sucedió años más tarde, cuando ya habíamos dejado de vernos; una avispa en la garganta y otra en la boca acabaron con Fran. No hubo nada que hacer. Me dijeron que Bea estaba a su lado.

Volví al pueblo años más tarde, para enterrar a mi abuelo. Descubrí que la tumba vecina era la de Fran. El zumbido me alertó, estaba custodiada por un avispero, parecido al que desde ese verano me bulle dentro.

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