Gonzalo Torné, ¿cuáles son los «años felices de la conciencia» de un individuo?
Gonzalo Torné (Barcelona, 1976) no dice palabras a la ligera. O esa es la sensación que transmite: la de un novelista, articulista y tuitero medido y concienzudo. Se denomina a sí mismo “artista de izquierdas”; me hubiera gustado preguntarle si, además, se considera un intelectual, pero como me consta que le gusta llevar la contraria a los entrevistadores, y la palabra tiene mucho vaivén, prefiero no ponérselo tan fácil. Acaba de publicar la novela ‘Años felices’, con la que ha cosechado elogios rotundos y que le ha conducido —¿a su pesar?— a una ‘tournée’ de entrevistas que parece no acabar nunca.
Por MANUEL GUEDÁN
Más allá de algunas muy destacables, como aquella en la que Prichard y su padre acuden a la mansión de los Osborn, o la fiesta final, ‘Años felices’ es una novela sin apenas escenas. Como escritor, ¿te interesan poco?
Al contrario, me interesan muchísimo, igual por eso tiendo a dosificarlas. Alguna más hay… Por lo general, la narración va lanzada pero a veces se ralentiza y se condensa en algo parecido a una escena para volver a acelerar después. En la presentación del libro en Barcelona, Ignacio Echevarría dijo que hay escritores arquitectos interesados en que te quedes a vivir en sus “construcciones” y escritores ingenieros interesados en establecer vínculos y relaciones entre amplias áreas de espacio y tiempo; es una distinción buenísima, y me siento muy cómodo entre los ingenieros. Al fin y al cabo estos extensos planos-secuencia que pueden prolongarse cien páginas o una novela entera me permiten saltar en el tiempo y cambiar de personaje y de tono. Lleva bastante trabajo pero me gusta escribir así.
Tu alusión a lo laborioso de este modo me hace pensar en un reproche muy común a la novelística española de nuestros días: que le falta trabajo y esfuerzo. A la luz está que no es el caso de ‘Años felices’, pero quiero preguntarte: ¿dejas que afecte en algo la pereza a tu escritura?, ¿ha funcionado como límite alguna vez?
Creo que la indolencia, que no es exactamente pereza, es un estado bastante útil para un novelista: piensas que no estás haciendo nada y te pasan cosas o ves cosas que a su debido momento serán utilísimas. Hace unos años se criticaba a los escritores por estar en las Redes en lugar de deslomarse en el escritorio, pero eso es una tontería, no se puede trabajar todo el tiempo, es bueno visitar condesas, irse al casino o salir a cazar un oso como Tolstoi. Desconfío un poco de los colegas que cuando acaban un libro empiezan otro. Pero entiendo que te refieres a otra cosa sobre la que no sé muy bien qué responder porque es problemático. El trabajo es importante pero no lo resuelve todo, a veces confundimos pereza con incapacidad y otras consideramos que hemos trabajado mucho porque hemos sido inconformes con las primeras versiones… Pero la novela, al ser un juego libro que potencialmente podría extenderse en cualquier dirección, es también fruto de cierta pereza que dice: “Bueno, hasta aquí, ya está bien”. Las novelas acabadas se recortan sobre un fondo de mayor exigencia (o dedicación) del que sabemos muy poco.
Sí que hay, en cambio, una cierta querencia por la sentencia casi aforística (“nadie es propenso a arrancarse sus propias venas”). ¿Qué función les das dentro de la novela a estos espacios de sentido cerrado?
Entiendo lo que quieres decir, pero discrepo un poco. El aforismo es como una planta que crece en el vacío, estas frases mías tuiteables dependen (o eso creo) de lo que se está narrando y de los párrafos que suelen cerrar. Condensan una idea o una impresión que lleva un rato desarrollándose. Y me gustaría pensar también que están moduladas por el carácter del personaje que la pronuncia y lo que le está pasando. ¿Por qué lo hago? No he pensado mucho, casi todos los escritores que me gustan plantean en sus libros una conversación sofisticada con sus lectores sobre asuntos complejos. Y algunos de los mejores como Tolstoi o Faulkner se las arreglan para colar una idea en cada párrafo…
El narrador de la novela es un misterio. Oscila entre la indefinición y las opiniones propias e, incluso, interpela al lector. ¿Cómo lo has concebido? O, dicho de otro modo, ¿qué querías de esa voz?
Las novelas funcionan con una convención algo misteriosa: abres el libro y escuchas una voz que no sabes de dónde viene ni porque te habla a ti. Hay intentos de cambiar esta convención verosímil, la novela epistolar, el manuscrito encontrado, el magnetófono… pero da igual, el caso es que las novelas son así. Suele decirse que las voces en tercera persona son omniscientes, pero es una gran patraña, los grandes maestros del XIX inventaron terceras personas que interpelaban, a veces estaban al corriente de lo que sucedía o se hablaba o pensaban sus personajes y otras no, también se confundían con los personajes o se alejaban a distancias siderales. Me decidí por una voz narrativa que pudiera hacer todo eso y que además estuviese encarnada en un personaje más, uno muy interesado en la vida de los otros, que ya les hubiese visto morir a todos pero que optase por contar las cosas como si hubiesen pasado ayer por la tarde, que oscilase entre la narración directa de los hechos y las dudas que esa narración le suscita. Ese es el plan, cómo ha salido ya no sé qué decirte.
«Claro que el príncipe la tocaba y la encendía (la ponía cachonda, qué palabra le había enseñado Jean, cuánto había tardado en entenderla)». Al ser protagonistas angloparlantes, algún pasaje como este deja ver la ilusión del original en inglés. ¿Te has planteado de algún modo la tensión con respecto a la hipotética traducción?
Pues la verdad es que no. Bastante trabajo me da que suene en castellano como quiero que suene; llegado el caso ya se preocupará el traductor. Solo en dos momentos me preocupé por este asunto: por el nombre de un pájaro y por el peso de un personaje. El resto… Supuestamente la novela se la cuenta Álvaro Montsalvatges a Kitty Pride en castellano de Barcelona. Esto es un atenuante. Por otro, Álvaro deja claro que no está reproduciendo la realidad, sino recreándola, intensificando con la imaginación los cuatro datos que ha recabado. Algunos lectores me han dicho, como elogio, que la novela suena a español traducido, pero creo que tiene que ver con el tono y la atmósfera. Si la credibilidad de la novela dependía del registro vamos apañados, son preocupaciones de documentalista o de secretario.
Entre los personajes, la moral aparece como una ficción de juventud, algo que casi resulta natural que se diluya con el paso del tiempo. ¿No es esa mirada excesivamente condescendiente con los adultos, cuyas decepciones justificarían así la renuncia a la moral?
Bueno, este esquema tiene algo de verdad. Yo no conozco ningún niño que diga que de mayor quiere ser corrupto o concejal de urbanismo. Y entre los adultos, apenas en ámbitos muy infantilizados como el fútbol, se expresan resistencias a que el dinero es el valor último, que todo lo puede y justifica. La atmósfera que nos envuelve y nos impregna es esta, y el pacto no escrito entre novelistas y lectores pasa por que a cambio de dejarnos desarrollar nuestras fantasías no vamos a decirles ninguna mentira escandalosa.
¿Qué tipo experiencias vendrían a delimitar cuáles son los «años felices de la conciencia» de un individuo?
En la novela se proponen por lo menos tres respuestas en litigio. La primera que los “años felices” son los años de la juventud. Contra esto me rebelo hasta el punto que el personaje más viejo de la novela asegura que el “corazón siempre está empezando”. La segunda, atribuida a Hegel, que todos los años son felices en tanto que participamos de una casa tan rara y valiosa como la vida, siempre que no nos presione en exceso algún desastre histórico. La tercera la representa Kitty y viene a decir que ante la insensibilidad moral de los cielos y la proverbial idiotez de los animales los años felices dependen de nosotros, de nuestro esfuerzo para ampliar los “círculos misteriosos de la amabilidad”.
La exuberancia narrativa es tal que incluso a 20 páginas del final aparecen personajes y subtramas nuevas. ¿Responde a una intención deliberada por defraudar las expectativas del lector que espere que la trama se vaya adormeciendo y cerrando en ese tramo último?
Bueno, es cierto que la cuarta parte cambia de narrador y que en la quinta parte aparecen personajes nuevos. Pero el narrador resuelve un enigma que el lector arrastra desde 300 páginas atrás: ¿quién cuenta la historia y a quién se la cuenta? En cuanto a la trama de la quinta parte pienso que ayuda a entender por qué Harry aparece al principio de la novela encerrado en Riverside, qué está ocultando con su frivolidad, porque decide tratar a los otros como los trata, su miedo a favorecerles con el dinero y cómo conoció a Jean. Pero es cierto que el cierre de una novela es corte artístico, que si no fuese ficción la historia proseguiría. Hilos de sangre, después de 500 páginas, termina: “Estoy deseando ver lo que pasa a continuación”. Divorcio en el aire termina con el personaje suspendido sobre las aguas del puerto… La idea de que estas vidas seguirían adelante si no fuese una novela sí la tengo presente, aunque sin olvidar tampoco que son novelas.
En ‘El corazón es un cazador solitario’, de Carson McCullers, el personaje central, en el que todos los demás se proyectan, es un chico mudo. En ‘Años felices’ es un extranjero. ¿Necesitamos príncipes mudos donde proyectarnos aunque terminen por destruirnos?
Qué buena idea la de McCullers y qué difícil de ejecutar. Leeré la novela. En cuanto a Años felices creo que uno de los temas son las fantasías que nos hacemos sobre los otros, cómo los deformamos y los comprometemos. Y para proyectar nuestras expectativas nada mejor que un extranjero, del que no sabemos nada, que además es guapo y está tan necesitado de aceptación como muerto de miedo (aunque esto último no lo sepan).
En ocasiones, hablando del estilo, te has quejado de quienes teorizan sobre la conveniencia o inconveniencia del adjetivo. ¿Qué te molesta exactamente de dichos posicionamientos?
No me molesta, me asombra. Me parece increíble que alguien que afronta un fenómeno tan complejo como la escritura crea que el meollo del estilo sea si “el adjetivo da vida o mata”. Es como si un nadador diese un trago a cada brazada para asegurarse que el agua sabe a cloro.
¿Es impúdico si te pregunto cuál es el meollo para ti?
No, para nada, el estilo no tiene meollo, así que no puedo sustituir la parida del adjetivo por otra distinción reductora como “frase larga/frase corta”. El estilo es una extensión que cubre toda la superficie del texto. Afecta a las descripciones, a los personajes, a la estructura y a las situaciones. Y dentro de un mismo texto es modulable. Se necesitan 20 folios para empezar a explicar el estilo de un novelista.
En tu prólogo a ‘Intrusos y huéspedes & Habitación doble’, de Luis Magrinyà, llamas al autor “zeppelín”. No resulta difícil aplicarte a ti ese mismo término. ¿Consideras que compartís una visión parecida del estilo y la narrativa?
Me he explicado mal. Lo que yo quería decir es que hay mucho escritor que se presenta a lo último de lo último y flota pesado y lento en el cielo de las letras como el anticuado zeppelín. Echevarría definió muy bien a Magrinyà: es un OLNI, un Objeto Literario No Identificado, enviado para sembrar el desconcierto y la felicidad, y que como te descuides ni te enteras que ha pasado. Como a todos los escritores a los que admiro, lo he estudiado con mucho detenimiento y he aprendido mucho, pero espero que no se note demasiado.
En un artículo posterior a la publicación del libro ‘CT o la Cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española’, definías la CT “no tanto como un rasgo esencial, una marca o un estigma, como un estado del que se sale y del que se entra”, referido al “adiós a una cultura alerta, exigente y suspicaz con el poder”. En ese sentido, ¿crees que haber acuñado el concepto ha tenido consecuencias positivas, bien porque haya frenado una tendencia bien porque ahora sea más fácilmente denunciable?
La CT es una herramienta utilísima, sin la que no puede explicarse la sumisión de muchos de nuestros intelectuales a las consignas del poder. La alternativa explicativa a los artículos de los directores de periódicos y nuestros artistas después de la matanza de Atocha abrazando como si les fuese la vida las mentiras y disparates oficiales es la enajenación mental. Sería un poco fuerte que se hubiesen vuelto todos tarumbas al mismo tiempo. Hay excepciones por arriba, claro -Javier Marías siempre fue durísimo con los partidos en el poder-, y también por abajo, como el Tartufo que escribió la biografía de Jordi Pujol sin enterarse de nada (¡y me creo que no se enterase de nada!). Pero una mayoría se acostumbró a que lo normal era no visualizar conflictos, ir a ferias y retozar a la sombra de los saraos públicos. Mi artículo llamaba la atención sobre lo sencillo que es volver a caer en ese estado de connivencia tácita con el poder, incluso entre las filas de los que lo denunciamos; si quieres, funciona como una alarma para despertarse a uno mismo: cuando te elogian todos los meses es sencillísimo volverse idiota. O por citar a Ferlosio: hundirse en el “grotesco papelón del literato”.
Parte de ese contubernio con el poder se da a través de los premios. Bértolo dice que premiar una novela no es darle visibilidad sino quitársela a las demás. Si presidieras una temporada la República de las Letras, ¿qué harías con ellos?
Sería una temporada muy corta porque dimitiría al día siguiente. Supongo que con “premio” te refieres a “concurso”, porque si te presentas es un “concurso” (lo sé porque me gané uno) y no un “premio”. Es un asunto sobre el que está todo dicho, creo que es hora de que nos quejemos menos y hagamos más, ¿por qué no impulsar más premios que ofrezcan una orientación mejor? En Buensalvaje deberíais impulsar uno. Sobre la novela del año o de la década, con un jurado obligado a trabajar, estoy a punto de ofrecerme voluntario: prefiero leerme la mitad de novedades del curso a prolongar el estéril placer de proferir impotentes acusaciones fundadas.
Manuel Guedán (Madrid, 1985) ha publicado el ensayo ‘Yo dormí con un fantasma’ y la novela ‘Los favores’. Es editor en Demipage, Aluvión y coordina la revista ‘Buensalvaje’, asociada con ‘El Asombrario’.
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