Helado de sangre y frambuesa

Foto: Pixabay.

Solemos afrontar el estío como una época de posibilidades. En verano ocurrió, tal vez, nuestro primer amor. Y seguro que también nuestro primer desengaño. De estos y otros temas en torno al verano tratan los relatos que los escritores del Taller de Clara Obligado han creado para ‘El Asombrario’. Hoy, cuarta entrega: “También en este pueblo goteó la sangre de quien fue mi mejor amigo. También ha goteado el helado de frambuesa sobre la camisa de mi hijo”.

 Por PABLO PRECIADO

Me dispongo a meter la ropa en la lavadora, su camisa blanca y sus pantalones cortos, ambos manchados de rojo. Aunque últimamente sea poco común en mí, recuerdo que mi mujer siempre me indica que mire si queda algo en los bolsillos. Porque Tomás, nuestro hijo, se parece mucho a mí, tiende a olvidar las cosas. No encuentro nada en los pantalones, pero hay una foto de nuestra Polaroid en el bolsillo de la camisa. Sale tan guapo, en la plaza del pueblo y agarrando con la mano los trozos de frambuesa que sobresalen de la bola de helado rojo, sobre el cucurucho que le ha comprado su madre esta misma mañana.

El tambor queda prácticamente vacío, solo dos prendas que girarán, como algunas ideas en mi cabeza. Mi mujer y Tomás están de camino sin mí. ¿Por qué no he podido acompañarles a declarar ante la Guardia Civil? ¿Por qué no me siento preparado? Han tenido que pasar 37 años y muchas sesiones de terapia hasta que me he sentido listo para regresar a veranear al pueblo. Todavía no recuerdo bien lo ocurrido, mi terapeuta dice que es normal. Todavía no se ha encontrado un culpable, la Guardia Civil dice que después de tanto tiempo es normal.

Dejo la foto sobre la lavadora, cojo el detergente y suavizante de la alacena. Derramo el contenido de los botes, cada uno en el hueco que le corresponde dentro del pequeño cajón de plástico duro. El pulso me tiembla haciendo que el fluido espeso gotee sobre la superficie blanca de la lavadora. También en este pueblo goteó la sangre de quien fue mi mejor amigo. También ha goteado el helado de frambuesa sobre la camisa de mi hijo. También su amigo ha derramado hoy un último aliento sobre los campos de lavanda tras la iglesia.

Selecciono el programa rápido para telas sintéticas, pulso el botón de inicio y miro la foto de mi hijo. En ella él esquiva el objetivo de la cámara, centrado en el helado, con esa actitud distante que ha heredado de su padre. Se parece tanto a mí, a los dos nos cuesta encontrar a gente con la que sentirnos a gusto. Recuerdo que a su edad yo también tenía amigos imaginarios que, al contrario que los reales, no pueden juzgarte, decepcionarte ni meterse contigo hasta que la ira explota en rabia.

El sonido de la lavadora arrastrando el agua hacia el tambor me lleva consigo hasta alcanzar recuerdos que ayer estaban sumergidos. Pedro y yo nos conocimos en la plaza mayor, los dos estábamos solos, nuestro primer contacto fue jugando al fútbol, o más bien intentándolo porque a los dos se nos daba fatal. Rápidamente dejamos de lado los deportes y empezamos a pasar los días explorando los rincones del pueblo bajo el sol abrasador de La Mancha. Aprendimos a encontrar arañas, hormigas y hasta mantis religiosas en los campos que dan la espalda a la iglesia. Aquel verano terminó y pasé el resto del año planificando y explicando a mis amigos imaginarios todo lo que haríamos el siguiente.

Mis piernas me traicionan, pierdo las fuerzas. La rabia se me mezcla con las lágrimas que no puedo contener. Tomás, hijo mío, te pareces tanto a mí. Como si siguieras mis pasos. Si tan solo pudiera decirte que algún día encontrarás a alguien que te entenderá, como tu madre me entiende, si tuviese el valor para explicarte todos los errores que cometí. Te quiero prometer que tu vida no será un tormento y no me siento capaz.

Es pensar en ti, Tomás, y me lleno de una rabia ciega que toma el control de mi cuerpo y me obliga a tirar el bote del detergente contra la puerta del cuarto de servicio. No quiero que sigas mi camino, pero cuanto más lo intento más te condeno a hacerlo. Esta casona y este pueblo maldito sacan lo peor de mí. Odio este lugar. Descargo mi rabia agarrando el bote de suavizante y estampándolo contra el suelo repetidamente hasta que se raja y llena la habitación de este mortecino olor a lavanda. Nunca debí haberte traído a este pueblo, nunca debí olvidar que eres hijo mío.

Grito y lloro hasta sentir que me deshidrato. Pienso en ella, su imagen me salva, tu madre, que está ahora contigo, solo ella puede ayudarte a sacar ese veneno que llevas dentro. El veneno de mi herencia. Es su imagen la que hace que se escurra mi rabia, gracias a ella consigo recomponerme y apoyarme en la segunda torre blanca, la secadora. Ahora, en pie de nuevo, veo tu foto temblando sobre esta máquina con la que pretendo, otra vez, lavar el rastro de lo ocurrido. Mi mirada se desliza temerosa hasta el torbellino en el que se encuentra tu ropa.

Una tolvanera de recuerdos se forma en mi cabeza. Hay un sentimiento que sirve como premonición de algo terrible, es lo que sentí al comienzo de aquel verano traumático, de camino al pueblo, esperando pasar grandes momentos con mi amigo Pedro. Ilusión. Dejamos de compartir intereses, parecía que gastar bromas pesadas para impresionar a alguna chica del pueblo era lo único que le interesaba entonces. Mi pequeño mundo siempre ha girado sobre sí mismo y en aquel momento me encontraba boca abajo. También de esa forma es como caí, con los morros contra el suelo, cuando Pedro por fin me acompañó a explorar entre las plantas de lavanda. Su risa se retorció sobre mi cabeza, yo agarré una piedra. Entonces un pitido suena dos veces.

La lavadora ha terminado.

Ha venido un hombre y le ha pegado con una piedra, eso le dices al Guardia Civil, ¿verdad, hijo? Saco tu ropa y la observo detenidamente. ¿Cuentas que saliste corriendo y el helado se derramó sobre tu camisa? Lo que más me duele es que no necesito respuestas, ahora sé muy bien el tipo de planta que crece cuando mi semilla se siembra en esta tierra.

Agarro la ropa y voy directo al coche. No volverás a verme, no serás como yo. A 20 kilómetros del pueblo empiezo a rabiar por el olor del suavizante que infecta el interior del coche y el recuerdo. Bajo la ventanilla y tiro el gurruño que conforman la camisa y el pantalón casi sin mirarlos.

Ya nadie sabrá que las manchas rojas no han salido.

Deja tu comentario

¿Qué hacemos con tus datos?

En elasombrario.com le pedimos su nombre y correo electrónico (no publicamos el correo electrónico) para identificarlo entre el resto de las personas que comentan en el blog.

No hay comentarios

Te pedimos tu nombre y email para poder enviarte nuestro newsletter o boletín de noticias y novedades de manera personalizada.

Solo usamos tu email para enviarte el newsletter y lo hacemos mediante MailChimp.