La hermana, el descubrimiento de la compañera que siempre está ahí

Foto: Victoria Iglesias.

Un inocente paseo se convierte en una pequeña aventura. El vigilante frustrado, la niebla, el parque, dos mujeres… y una perra, Molly. La emoción no está en lo que sucede, sino en el descubrimiento nuevamente de la hermana, de la compañera. Una historia de complicidad entre mujeres, pase el tiempo que pase.

“¡Señoras, que por aquí no se puede pasar!”.

Molly, mi border collie, mira como si lo entendiera antes que nosotras, parando en seco y levantando la cabeza.

“Ha empezado mal el chico” pienso yo…

Es que… ¿Qué es eso de señoras? ¿Señoras?… ¡Ay! Mira que me gusta poco… Mientras observo el bajo de mis pantalones blancos, deshilachado, siento que me incomoda esa palabra. Me hace sentir mayor de manera trasversal. Es cómo lo dicen, no lo que significa. Es que la palabra señora, mal dicha, te guillotina. Te parte en dos de forma incómoda. En definitiva, lo siento así y…

Mi hermana me despierta con un codazo mientras él insiste; es cuando empiezo a mirar atentamente y no leo nada oficial que indique prohibido el paso, o prohibido para personas ajenas a la obra, o dese usted la vuelta y ya volverá. Nada. Solo una verja metálica que han puesto los de la constructora y que no cubre toda la calzada. Entre la niebla y el polvo que levantan los camiones al pasar, tampoco se ve muy claro, pero la acera es amplia y el camino muy marcado. El parque a la derecha y la obra a la izquierda.

–Escuche, ¿no ve que vamos al parque? –dice mi hermana muy enfadada.

–Pero no pueden…

–¿Cómo que no podemos, es acaso el parque propiedad de la obra?

Y según lo pregunta, se adentra en el terreno prohibido cogiéndome del brazo y tirando de la perra.

La escena de excavadoras me recuerda a ese episodio donde unas depredadoras máquinas remueven el terreno porque quieren llevarse el barco de Chanquete mientras los chicos, y Julia, se resisten y luchan entre un ruido muy molesto…

El vigilante, cada vez más nervioso, sigue increpándonos.

“¡Qué pena! ¡Cómo se comen el campo estos cabrones!”, pienso.

Lo miro. Tiene, digamos, unos… 2.  Moreno, delgado, con un problema en la boca, ya que le faltan varias piezas, tanto arriba como abajo.

La sister me vuelve a espabilar. Él ahora se está enfadando de verdad y empieza a seguirnos mientras avanzamos cuesta arriba.

El parque llega hasta un montículo desde donde se divisa la jungla, a lo lejos, las cinco torres del norte de Madrid, y la capota de aire sucio, casi siempre, por encima. Lo sé porque eso se sabe; aunque hoy, si no despeja, no vamos a ver nada.

–A ver, ¿este parque es de la constructora? –por fin le pregunto cuando le tengo pegado a mi espalda.

No responde.

–Entonces, ¿no cree que es del Ayuntamiento?

–Pues no –responde.

–¿Pero entonces de quién es?

–Del propietario, y no pueden pasar.

–¿Y quién es el propietario?

Se queda callado, no sabe qué contestar.

–¿Pero no ve ese letrero que pone Canal de Isabel II y que está regado con agua no potable? ¿No ve que no es propiedad privada? ¡Es un parque público! –le insisto.

Después de unos metros nos deja de seguir, aunque sigue farfullando palabrejas que no se entienden muy bien.

Por delante, la niebla, cada vez más espesa, huele a verde, a norte, a humedad, a pinos. Todo huele a calma lejos de la jungla. Por detrás, veo el dibujo que hace el camino y la garita de la obra.

De repente, nos sorprende un grito no tan lejos:

“¡Señoras, no me toquen los cojones!”.

Nos asusta que esa furia venga con efecto retardado.  No tiene razón, comentamos, mientras continuamos por el sendero que sigue subiendo en círculo. De todas formas, por si acaso, decidimos abandonarlo y nos tiramos a un lado bajando por los laterales de esta curiosa torre de babel que tiene de todo: roca, arena, pino bajo, matorrales, una pirámide de cuerdas para gimnasia, banquitos de madera desperdigados, y en la cima una valla, además de otros artilugios; pero, sobre todo, hoy, mucha tierra húmeda.

Seguimos, pero no encontramos otra salida; si la encontráramos, quizá nos evitaríamos otro enfrentamiento. En un momento estamos dentro de la nube, no se ve nada, y sin querer hemos dado el rodeo que nos trae casi al mismo sitio, pero bajo el camino.

–¡Ostras! ¿Viene ahí?

–¿Qué? ¿Cómo que viene? ¿Es él? –pregunto.

–Es él. Míralo, por el sendero, subiendo. Nos busca.

Viene hacia nosotras, pero no nos ha visto. ¡Agáchate!

Pero, si nos acurrucamos y nos encuentra, entonces sí que nos verá como una presa, pensamos a la vez. Tímidamente, lo hacemos, pero al ver que se acerca amenazante, nos apostamos de lleno en la cuneta, chupando tierra. Empieza a preocuparnos la situación. Gracias al desnivel del terreno no nos puede ver. Levanto un poco la cabeza y lo diviso; su chaleco amarillo lo delata. Ya casi a nuestra altura, se le oye hablar por teléfono a voces.

Avanzamos por el lateral agazapadas y nos quedamos quietas, de nuevo. La perra está intrigada, pero callada, imitándonos.

Si no mira hacia abajo no nos localiza, pensamos.

–Si ataca, ¿Molly nos defiende? –pregunta mi hermana, bajito.

–No lo dudes, para la perra somos sus ovejas.

Ahora sí que lo tenemos encima. Se escuchan sus pasos rozando la tierra y se ve el bajo de sus pantalones…

Pero yo solo la veo a ella, su melena corta rubia, con sus ojos claros de espía ruso mirando atentamente, a un lado y a otro, dispuesta a salvarme, de la misma manera que me protegía en las colonias de verano que, con toda aquella gente extraña, le pareció para nosotras terreno hostil. O cómo, en aquellas manifestaciones que surgían sin esperarlas, mientras caían octavillas de ETA, me tiraba del brazo para intentar llevarme a casa; o luego, ya de mayores, preocupada al lado del teléfono para ver si me daba por llamar para decir que había cruzado bien el charco: “Ya sabes que aquí son siete horas menos…”, me defendía yo.

–¡Eh! Esperamos a que llegue hasta la curva y corremos –me dice.

–¡Ja, ja, ja! –me entra la risa floja–. ¡Ay! Que me estoy haciendo pis y la piedra se me clava en las costillas.

El granito está frío y húmedo. Tengo las zapatillas mojadas, la nariz helada y empieza a caer una ligera lluvia. El campo huele a recién horneado. Y el pelo de mi perra, que dibuja filigranas brillantes de tinta húmeda, negra y blanca, hasta las orejas ahora tiesas, expectante, es una degustación visual de placer, como de tacto cálido su lengua cuando empieza a lamer mi mejilla.

–¡Vamos! –dice la espía rusa–. ¡Corre, corre! Que ya no nos puede ver.

La huida me hace sentir bien, y saltar entre las pequeñas piedras y atravesar el riachuelo… Tomamos, de nuevo, el camino y nos embalamos cuesta abajo. Ya, otra vez, a la altura de las excavadoras paramos en seco y andamos a paso normal. Miro hacia atrás. No viene.

La verja sigue en el mismo sitio. Un camión pasa con los faros encendidos. Un operario descarga basura en un contenedor. Se escucha el pitido de un grúa. Un taladro de un obrero perfora el cemento.

La garita blanca solitaria tiene la puerta abierta. Nos acercamos a ella. Miramos al pasar. No hay nadie.

Todavía debe de andar buscándonos. Molly mueve la cola divertida.

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