Ideas para mejorar el Premio Cervantes
El autor analiza los lugares comunes y no tan comunes del Premio Cervantes, sin duda, el mayor galardón que otorga la literatura española. Juan Bonilla replantea también algunos de los puntos o leyes no escritas de este premio.
POR JUAN BONILLA
Le dieron el Cervantes a Juan Goytisolo, y lo recogió, vestido de civil, a pesar de que hace años dijo que estaba dispuesto a ir a un notario a jurar que no aceptaría el Cervantes cuando se lo dieran. Ya antes que él Cela dijo que el Cervantes era un premio cubierto de mierda… porque no se lo habían dado. Se lo dieron finalmente y el Premio quedó limpio como patena. Está bien que la gente cambie de opinión, es muy sano. Pero más allá de que el Cervantes haya perdido uno de sus encantos (porque era encantador ver cómo Goytisolo despreciaba el premio cada año cuando el premio lo ignoraba en favor de otros autores), la ocasión debería servir para replantear algunos puntos del galardón más importante de nuestra lengua. El principal es esa absurda ley no escrita, pero casi escrupulosamente respetada, según la cual hay que alternar un premiado español y uno latinoamericano, igualando así la fuerza de la literatura española con la de todos los países de América juntos. Ello ha llevado aparejado disparates como que un gigante de la poesía como Nicanor Parra haya tenido que esperar hasta ayer mismo para ser galardonado, mientras poetas insignificantes, sin influencia alguna ni en España ni en América, como José García Nieto (sí, ya sé que no les suena de nada), lo obtuvieran hace más de una década. Esa alternancia dicta que este año el galardón debe ser americano, por lo que no sería sensato que la ley no escrita se rompiera precisamente ahora premiando a otro español, pero el año que viene sí que sería bueno que lo volviera a ganar un americano (y al año siguiente otro más) para que quedara claro que la ley es cosa del pasado y que la balanza que se quiso dar por buena durante casi cuarenta años era un incordio y una injusticia, de donde resulta un palmarés inequívocamente inflado por el lado español: 21 premios contra los cinco de México, los cuatro de la Argentina o los tres de Cuba y Chile (con una victoria aparecen Perú, Colombia, Paraguay y Uruguay). En cualquier caso, si España quiere ganarlo todos los años, nada más fácil sin tener que recurrir a tergiversaciones: con el monto en euros del premio, se le concederá la ciudadanía española al premiado, que naturalmente podrá hacer con ella lo que le plazca. Españoles todos y a otra cosa.
Como todos los premios que se dan a toda una obra, a una carrera literaria, el Cervantes tiene a menudo que enfrentarse con la paradoja de que quien queda finalista un año cualquiera no sólo no gana el premio al año siguiente sino que ni siquiera aparece entre los que alcanzan la última votación, lo cual no puede sino tacharse de insensato, dado que si el premio es a toda una obra, y en un año transcurrido los que se postulan no han producido nada que agregue distinción a su currículum ni hayan publicado título alguno que les reste coherencia, no puede entenderse que quien quedó segundo el año pasado no quede primero al siguiente, cuando ya no se puede premiar al único que, aparentemente, podía ganarle. De ahí que se pudiera llegar a la feliz idea de que en un mismo año el jurado del premio pudiera decretar de una sentada a los ganadores de las próximas cinco ediciones. Como a esas edades, salvo Vargas Llosa y Juan Marsé, que siguen como si tuvieran 50 años, no se suele producir nada que contradiga ni mejore lo que ya se ha hecho, yo creo que resultaría de lo más conveniente ahorrar dinero en jurados y que al jurado de este año se le encargase la responsabilidad de determinar los próximos cinco premios Cervantes de una sentada. A fin de cuentas estoy seguro que los ganadores de los próximos cinco años lo podrían ganar este. Así que el Cervantes de este año se le dará al que quede primero, el del año que viene al que quede segundo, el siguiente al que quede tercero y así… En una sola reunión podríamos obtener los nombres de los ganadores del Cervantes 2016, del 2017, del 2018 y del 2019. Podríamos olvidarnos de nuevas reuniones del jurado hasta el 2020. Gran ahorro para nuestras menguadas arcas.
Entre los disparates más clamorosos que registra la historia del premio está el hecho de que el escritor, sin lugar a dudas, más influyente de los últimos treinta años -Jorge Luis Borges- no lo pudiera ganar solo, lo tuviera que compartir con el poeta español Gerardo Diego -que sin duda lo merecía, pero podía haberlo ganado otro año. Al parecer el jurado de aquella edición temía que uno de los dos viejitos se muriese porque ese invierno la gripe venía fuerte y no quería que ninguno de ellos se fuese al otro lado del tiempo sin el premio, lo que hubiera sido insoportable para la dignidad del propio premio. Dice la leyenda que en cierta edición un miembro del jurado blandió, como todo argumento literario irrebatible, un informe médico que aseguraba que a su favorito le quedaban sólo unos meses de vida: si no se le daba el premio aquel año, ya no lo ganaría nunca. El argumento fue eficaz, el hombre ganó el premio… y vivió unos cuantos años más para disfrutarlo, porque si la crítica literaria se equivoca de vez en cuando, la medicina no te digo.
Lo que me lleva a reparar en otro de los defectos evidentes de las bases del premio Cervantes. Todos los escritores nos llenamos la boca, sobre todo cuando toca escribir una necrológica, diciendo que el escritor no muere mientras sus libros sigan imprimiéndose y siendo leídos. Y si es así y nos lo creemos de veras, ¿por qué el Cervantes no premia a escritores muertos cuyos libros sigan reimprimiéndose y siendo leídos, más de hecho que los libros de muchos escritores vivos y susceptibles de alzarse con el premio o incluso ya premiados? De esa manera no sería insólito que le diesen el Cervantes a Roberto Bolaño, aunque padezca el inconveniente de que muriese hace una década: su fama e influencia no han dejado de crecer, sus libros se siguen reeditando mientras que los de muchos premios Cervantes, vivos y muertos, hace ya tiempo que no visitan las imprentas ni consuelan ninguna mesita de noche. Lo mismo le pasa al poeta J. M. Fonollosa, que hace veinticinco años que está muerto, pero cuya obra Ciudad del hombre se sigue reeditando (y alcanzando precios de clásico en el mercado de las primeras ediciones) mientras las primeras ediciones de tantos premios Cervantes se van abaratando más y más hasta volverse pura ganga. Igualmente habría que premiar a García Márquez: ya sé que el colombiano dejó dicho que rechazaría cualquier premio que se le concediese después del Nobel, pero Goytisolo también había dicho que lo rechazaría y sin embargo se le concedió y lo acabó aceptando. Ahora que García Márquez -el ciudadano- está muerto, sería bueno mejorar el palmarés del Premio Cervantes otorgándoselo, sin que importe siquiera la posibilidad de que, atendiendo a sus deseos, sus herederos lo rechacen. Un premio que se respete a sí mismo, como sabe cualquier donjuán de discoteca, debe soportar sin el más mínimo temblor la posibilidad de que alguna de las figuras a las que se ofrezca, lo desprecie. Lo imperdonable es siempre no intentarlo.
Juan Bonilla (Jerez de la Frontera, 1966) es escritor. Practica la igualmente la poesía, la novela, el relato y la crónica. En 2003 ganó del Premio Biblioteca Breve con Los príncipes nubios y en 2013 la I Bienal de Novela Mario Vargas Llosa con Prohibido entrar sin pantalones. En 2014 Visor publicó su poesía reunida: Hecho en falta.
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