Los inesperados paisajes de la Galicia submarina 

Sorprendentes y coloristas fondos de las rías gallegas. Foto: 13 grados.

Si el patrimonio sumergido de las rías gallegas saliera un día a flote y pudiéramos contemplarlo a la luz del día tal como luce bajo el mar, veríamos aparecer frente a la costa los valles más fértiles y floridos de Galicia. Los pilares desnudos de su riqueza. El mar es una gran metáfora de nuestra ignorancia, de la cultura superficial en la que flotamos, ajenos a las profundidades que nos sostienen. El monumental proyecto de divulgación ‘13 grados’, de dos gallegas anfibias, Silvia Iglesias y SaraCarrasco, pone remedio a ese «ojos que no ven, corazón que no siente», y combina ciencia, arte y tecnología para enseñarnos que solo desde el fondo vemos con claridad.

A diferencia de lo que solemos pensar, que nuestros fondos costeros son un turbio pantano de peces tristes y aburridos, el lado oculto de las rías esconde una versión fantástica de la Galicia de superficie: sus valles submarinos son más coloridos que los terrestres, y como en lo alto de sus montes, hay también bosques y praderas bajo el agua, entre campos de anémonas, jardines de algas, huertos y hasta viñas en forma de parras invertidas, suspendidas de las bateas… Una Galicia rural, pero sumergida y psicodélica, que hace pensar en sirenas rianxeiras o en la poesía de Alberti: “Novia mía labradora de los huertos submarinos, ¡yo nunca te podré ver, jardinera en tus jardines albos del amanecer!”.

“Comparar el Mediterráneo con las rías gallegas es como comparar un páramo con una selva”, nos dijo la bióloga marina Diana Zúñiga en esta entrevista en El Asombrario. Parecía una exageración injusta, pero ponía en perspectiva lo injusta que había sido siempre la popularidad del Mediterráneo, un mar, frente al abismo del Atlántico, un océano. Tan vasto e insondable como huérfano de patrias y apegos identitarios. Como si el Mediterráneo, al hablarnos en latín, fuera nuestro familiar patio trasero, pero el Atlántico, por hablar un idioma arcano, mereciese ser por siempre ese gran desconocido. Cuántas veces habremos oído hablar de la famosa posidonia, y cuántas de la zostera…

Pero esa profundidad oceánica desde la que nos contemplan millones de años expresa algo tan místico como científico. Algo que las rías abrazan y hacen suyo. Por eso Diana dijo más: el ecosistema de las rías a nivel marino es tan dinámico y especial como el Amazonas a nivel terrestre, aunque nos cueste creerlo y sigamos reduciendo el Parque Nacional de las Islas Atlánticas al sol y playa de las Cíes, que solo es la guinda del pastel.

Así que me puse a investigar… Y conocí a Silvia Iglesias y Sara Carrasco, dos buceadoras impulsoras del proyecto 13 grados, con el que Diana colabora para reflotar nuestros fondos marinos, antiguos valles fluviales que hace miles de años fueron inundados por el mar.

Para ver con claridad hay que llegar al fondo

«Yo me paro a pensar cómo creía que era el fondo marino antes de bucear”, me cuenta Sara en el Liceo de Bouzas, “y claro, yo imaginaba que los peces eran todos grises o marrones, que había muy poca visibilidad, mucha arena, unas cuantas rocas… Muy monótono. Y, sin embargo, es súper diferente. Lo primero que te impacta es esa diversidad de colores». ¿Cómo no nos enseñaron esto en el colegio? Reducimos el fondo marino a dos extremos sesgados: a un lúgubre lodazal lleno de desechos o a las fantasías tropicales de la Sirenita o Bob esponja (y menos mal, dice Sara, porque gracias a eso la gente sabe que hay esponjas de mar). Pero la realidad que nos rodea, aunque herida, es maravillosa por sí sola. Por eso Silvia y Sara buscaron científicos que pudieran aportar rigor a los inverosímiles submundos que descubrían. Hoy hacen exposiciones virtuales como Galiverso sumergido, en Santiago, o retransmiten las inmersiones en directo a colegios mientras los niños les hacen preguntas.

El valor de su labor es incalculable, y las comunidades costeras deberían estarles en deuda, porque se habla mucho de «visibilizar» y «poner en valor» nuestros recursos, pero no hay mayor ejemplo de visibilización (y sensibilización) que esto. Su iniciativa parte del asombro y la curiosidad más genuina: «Cuando empezamos a bucear yo sabía que el sargo era un pez, pero no sabía cuál de los peces que veía era el sargo”, explica Silvia. “Hasta ese punto llegaba nuestro desconocimiento. De hecho, al principio sacamos el título de buceo pensando en irnos fuera, pero no contábamos con que aquí teníamos lo que teníamos, y nos enganchó tanto que a día de hoy seguimos alucinando con lo que descubrimos». Los fondos digitales de su web son ejemplo de las cosas bien hechas. Con sensibilidad, arte y una perspectiva integral que abarca desde la historia geológica al turismo sostenible.

Si los políticos aprovecharan sus votos para poner en valor nuestros recursos en vez de reinventar la pólvora… «Nosotras queríamos aprender cómo era la vida ahí abajo”, continúa Sara, “pero era muy complicado porque apenas encontrábamos trabajos de divulgación. Sentíamos envidia de los recursos que tienen en el Mediterráneo, pero aquí en Galicia, nada. Y nos dijimos: pues si no lo hay, lo hacemos nosotras». Y así fue cómo la belleza submarina arrancó a esta psicóloga y esta fisioterapeuta de su rutina profesional para embarcarse en una web tan profunda como el océano y en un libro sobre la biodiversidad de las rías, ilustrado por la propia Sara. Todo ese trabajo se constituyó en cooperativa en 2020, a la que han ido sumándose más y más científicos marinos, ávidos por compartir su trabajo.

Silvia Iglesias y Sara Carrasco, en una de sus inmersiones con su proyecto ’13 grados’.

Esas ‘riquiñas’ bestias marinas

Es muy difícil escoger un favorito entre tantos animalitos acuáticos, reconocen. «Cuando la gente te dice: pero qué feo es el congrio. Y tú dices: pero ¿qué va a ser feo? ¡Pero mira qué ojitos tiene!”, dice Silvia viniéndose arriba. «Puede parecer friki, pero allí abajo los ves de otra manera. En su medio, vivos y a todo color…». «Yo soy muy fan de los gusanos de mar», salta Sara. «Hay uno que es como un árbol de Tim Burton, cubierto con trocitos de conchas. Y uno de los descubrimientos que más nos sorprendió fue el espirógrafo, que es como una flor grande y preciosa que se mueve». Entonces les pregunto si se inventan los nombres, y Silvia confiesa riendo: «Algunos sí, pero siempre ponemos debajo el nombre científico. Todos tienen su historia, pero algunos son tan peculiares… Como el gusano albañil. La gente con los nombres técnicos desconecta, así que hay que darle un poquillo de gancho».

Ni Álvaro Cunqueiro, el gran fabulador, que escribió un diccionario de bestias marinas inspirado en los viejos bestiarios medievales, habría podido sospechar los seres que Silvia y Sara han encontrado en las rías. El propio Cunqueiro, al elogiar a la pionera ecologista Rachel Carson por su libro El mar que nos rodea, recoge una cita del autor de Moby Dick, Hermann Melville: «Hay un no sé sabe qué grato misterio acerca del mar, cuyos suaves y terribles movimientos parecen hablar de un alma oculta en su fondo». Estas chicas pueden decir bien alto que han acariciado el fondo del alma gallega, donde duerme un inconsciente de naufragios y nacen buena parte de sus mitos. Y contra todo pronóstico, cualquier melancolía es cosa de superficie, porque aquí, en la obra viva, el fondo es una fiesta. De hecho, si Siniestro Total cantaba “miña Terra galega, donde el cielo es siempre gris”, ellas replican “miñas rías galegas, donde el fondo es siempre de colores…”.

«Yo tengo una debilidad especial por los chocos”, confiesa Silvia. “En general, los animales bajo el mar o te rehúyen o van de pasotas, hasta que ganan confianza. Pero el choco o el pulpo son de los que más interactúan. Es como si cada uno tuviera su personalidad, porque los hay asustadizos, pero estos son súper curiosos. Y el choco en particular es de los pocos invertebrados que te viene nadando, levanta un par de bracitos, te tantea, te toca la máscara, cambia de color, y claro… Te hipnotiza. Además, da mucha envidia ver la flotabilidad que tiene en el agua».

Interiorizar los paisajes submarinos

«A la gente le sorprende mucho y nos pregunta si todos estos colores y paisajes son aquí. Y sí. A veces, de hecho, en una sola inmersión de 40 minutos puedes llegar a ver 2 o 3 paisajes diferentes». Bajo la superficie de las rías existen paisajes vibrantes, llenos de acción, que transitan desde las llanuras propias de un western submarino a selváticos bosques de algas, oníricas praderas de zostera o fondos de maerl, poblados por seres de otra galaxia, depredadores voraces y bichitos entrañables. El fondo de las Rías Baixas está estrellado como el cielo nocturno, pero por estrellas de mar, que se amontonan rifándose los mejillones que caen de las bateas, como una piñata… «Estas grandes algas que forman los bosques”, explica Silvia, “a partir de los 15 o 20 metros de profundidad dejan de recibir tanta luz y empiezan a aparecer más esponjas de colores, anémonas, gorgonias…».

Pese al capítulo que Julio Verne le dedicó a la Ría de Vigo a bordo del Nautilus, Silvia y Sara dicen que el tesoro de los galeones sigue siendo un misterio, porque la zona donde se hundieron es inaccesible. Pero el tesoro sin duda siempre ha estado alrededor. Entre peces y pecios, las rías son como esas pequeñas pozas intermareales que derrochan vida, y que, como decía el nobel John Steinbeck, contienen el universo: «Es aconsejable levantar la mirada del charco de marea y dirigirla a las estrellas, y después bajarla y dirigirla otra vez al charco de marea». Pues las rías son eso, pero a lo grande: las mayores arcas de biodiversidad del país, exprimiendo la riqueza que el mar amasa con la tierra, en parte gracias a esa caprichosa costa fruncida y engastada de seres preciosos, y en parte gracias al fenómeno del afloramiento costero.

«Iso non é nada, antes había máis»

Lo malo es que esa inagotable riqueza marina que desde hace siglos inspiraba la imaginación poética de viajeros o escritores como Julio Verne o Hemingway, que hace justo un siglo narraba admirado la pesca de atunes en la Ría de Vigo –hoy desaparecidos del lugar–, ya no despierta tanta admiración. En parte por ese proceso de desmitificación moderna que vació nuestros paisajes naturales de asombro, y en parte por el pesimismo ecológico que genera la crisis ambiental. Las lonjas y mercados siguen abrumando por la abundancia y diversidad de peces y mariscos, pero los más ancianos siempre recuerdan: «Iso non é nada. Antes había máis». Les pregunto a Silvia y Sara cuánto hay de cierto en esas historias marineras.

«Nosotras no hemos podido ver esa evolución”, dice Silvia, “porque no llevamos tanto tiempo buceando, pero sí que conocemos a gente que lleva mucho más y lo que transmite es: «Si flipas ahora, tenías que haberlo visto antes». Ahora hay más recursos, más cámaras que nunca, y cada vez que se ven cetáceos es noticia, pero aun así se nota un declive en la biodiversidad. Las especies comerciales como los bogavantes o santiaguiños, los meros y las cigalas, se ven menos. Hasta los caballitos de mar…».

Cuando los hipocampos empiezan a parecer seres mitológicos, como gamusinos marinos, indicadores de la prístina calidad de las aguas, mal vamos… La carga poblacional y empresarial que soportan las rías, con sus vertidos, desde luego merma su gran potencial natural. «Lo que está claro es que el medio marino está sometido a unas presiones muy bestias. Ya no es solo la sobrepesca sino la contaminación, acústica y lumínica incluidas, que afectan mucho a la vida que hay bajo el mar; las especies invasoras, que generan un impacto bastante importante; la destrucción costera; el cambio climático con la subida de las temperaturas…».

Esas ‘riquiñas bestias marinas’, como los chocos. Foto: 13 grados.

Las bateas, una oportunidad sostenible

Silvia me explica también hasta qué punto el paisaje antrópico influye en el natural a partir de las bateas, santuarios submarinos que consideran las «catedrales de las rías»: «Para los que buceamos, las bateas son lugares muy vistosos, porque es impresionante ver esas columnas de mejillones que caen a plomo unos 15 o 20 metros. Son lugares que además atraen bancos de peces como sargos, bogas, peixe porco, y de bastante tránsito de arroaces (delfines). Las propias ristras de mejillón acaban por crear ecosistemas en miniatura, como si fuera un arrecife temporal, y cuando buceamos en esas zonas y subimos, hay que hacer una parada de seguridad por los cambios de presión, y cuando lo hacemos en bateas es una gozada porque a distintas alturas vas encontrándote una anemonita o un cangrejito».

«¿Los contras?”, continúa. “Lo que encontramos debajo de las bateas es muchísimo sedimento y cascallo de mejillón, depende de la batea. Y eso transforma el paisaje; por ejemplo, hace que abunden las estrellas de mar, porque les encantan los mejillones, e inevitablemente genera una transformación, pero desconozco si hay estudios sobre ello. Lo que sí tenemos claro que es muy negativo es la contaminación por plástico de los tarugos que se usan en las cuerdas mejilloneras. Después de las colillas, es el residuo que más encontramos en las limpiezas de playas. Con los temporales y el mar de fondo se desprenden, ¿y qué pasa? Si echamos cuentas, con todas las bateas que hay, el número es brutal. Antiguamente se usaban ramas de mimosa. Eso sí que sería una medida sostenible a implementar, volver a utilizar materiales naturales».

Sensibilizar con arte y drones submarinos

«Una de las mayores dificultades que encontrábamos al principio”, explica Silvia, “era enseñar a la gente lo que había bajo el mar, siendo un medio tan poco accesible. A gente mayor o a gente joven que no bucea… De ahí los recursos visuales como fotos, vídeos o ilustraciones». La creatividad de la naturaleza submarina llevó a Sara a pintar sus fondos y a verlos con otros ojos: «Lo bueno es que te obliga a fijarte en los detalles y aprendes un montón. Y al final te encariñas con todos». Pero el impacto no era tan intenso como bajo el mar, y al querer conectar con la gente, se modernizaron: «Somos muy poco tecnológicas en nuestra vida diaria, ni siquiera para las redes sociales”, aclara Silvia, “pero la tecnología sí nos permitía tener esa experiencia más impactante».

«Ahora trabajamos con robots submarinos, los rovs», continúa, “que nos permiten hacer los directos. Son como un dron submarino que pilotas desde tierra. Puedes proyectar la imagen en una pantalla, enviarla a unas gafas de realidad virtual, emitirla en streaming en el lugar donde das una charla o a varios colegios al mismo tiempo, mientras los niños preguntan por el chat, como hicimos en Bayona. Las posibilidades son enormes. El hecho de ver en directo lo que está pasando ahí abajo, acompañado de la interpretación del recorrido, para nosotras es el mayor valor, explicar lo que ves: poder bucear sin mojarte».

«Buscamos subvenciones que nos permitan llevarlo a la gente de forma gratuita para esa accesibilidad económica. O colaborar con Ayuntamientos para que ofrezcan a su población estas experiencias». Sara concluye: «Para mí es también muy interesante llegar a gente que no vive cerca del mar, para que pueda sentir cómo su vida está conectada con él. Aunque no lo tenga al lado».

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